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CINEMA DE PERRA GORDA

W. S. Van Dyke

RAGE IN HEAVEN (1941, W. S. Van Dyke) Alma en la sombra

RAGE IN HEAVEN (1941, W. S. Van Dyke) Alma en la sombra

Podríamos señalar sin temor a equivocarnos, que RAGE IN HEAVEN (Alma en la sombra, 1941. W. S. Van Dyke), aparece como uno de los títulos precursores de unas corrientes más populares y -si se me permite señalarlo- atractivas, que brindó el cine Norteamérica de los años cuarenta; el suspense de raíces psicológicas, que también tenía un enorme caldo de cultivo en Inglaterra. Dicho eso, no podemos señalar que esta una de las últimas realizaciones del muy veterano W. S. Van Dyke, pueda erigirse como un exponente de especial significación, aunque de manera paradójica, aparecen en su enunciado como un auténtico referente, de cara a futuras, más reconocidas y, por supuesto, más valiosas contribuciones a dicha vertiente dramática. La película se iniciará en un hospital psiquiátrico en el París de 1936, con unos tintes sombríos que se diluyen un tanto con la presencia como especialista de un divertido Oscar Homolka. Será el primer síntoma de esa extrañeza y desequilibrio al que responderá, en casi todo momento, esta curiosa, atractiva en ocasiones, chirriante en otras y, por lo general, descompensada muestra de cine de suspense, en la que inicialmente se jugará con la sorpresa de ocultar al espectador la identidad de ese joven que se ha escapado del establecimiento tras un intento de suicidio, destilando en su comportamiento elementos esquizoides.

El planteamiento argumental dejará en el aire dicha identidad, aunque no tendrá que transcurrir demasiado metraje para descubrir que la misma en realidad corresponde a Philiph Monrell (Robert Montgomery), aunque este en el establecimiento se denominara como su amigo, Ward Andrews (George Sanders). Al regresar el primero a su mansión escocesa tras encontrarse con Andrews, descubrirá que su madre ha contado como secretaria a la joven y hermosa Stella Bergen (Ingrid Bergman), a la que la anciana implícitamente quiere ligar con su hijo, pretendiendo también que este deje de lado su ociosidad, y dirija la compañía sidelúrgica de la que es propietaria. La acción pronto nos planteará al consolidado matrimonio entre Phillip y Stella, tras haber tonteado la segunda con Ward en su visita a la mansión. Muy pronto se harán explícitos esos rasgos de desequilibrio, que de manera creciente irán minando y ensombreciendo la relación entre ambos, a la hora de tener presente en todo momento –y de manera infundada-, la sensación de que su esposa se encuentra enamorada de Andrews. Todo ello conformará una espiral de sospechas infundadas, la creciente inhibición de Monrell en el entorno laboral que representa, aumentando hasta el límite de la revuelta, su enemistad con los trabajadores a su cargo. Una sensación de inestabilidad que se irá nublando con tintes criminales, al no desistir el psicopático esposo, de plantear situaciones a la hora de eliminar al que considera rival amoroso de su esposa, sin atender con ello a la más mínima lógica. Será algo que estará a punto de conseguir, aunque ello sea a costa de su propia vida, en un maquiavélico plan en el que Andrews caerá con demasiada ingenuidad, y que le llevará a punto de ser ejecutado en la horca.

No han faltado voces que hablan de esta película como un antecedente del excelente NOTORIOUS (Encadenados, 1946) de Hitchcock, hecho en el que quizá la presencia de Ingrid Bergman pese no poco. Es cierto que nos encontramos ante un ámbito que el maestro británico extendería en numerosas producciones de aquel tiempo. Sin embargo, por encontrar un título magnífico, del que esta propone con anterioridad su reverso masculino, nos tendríamos que referir mal mítico LEAVE HER TO HEAVEN (Que el cielo la juzgue, 1945), una de las cimas del gran John M. Stahl. Es su oposición, el film de Van Dyke adolece de entrada del miscasting proporcionado por el protagonismo de Robert Montgomery –no cabe duda que fue elegido para el papel dado su reciente éxito personal el encarnar el asesino de NIGHT MUST FALL (Al caer la noche, 1939. Richard Thorpe). Es un lastre al que hay que sumar esa sensación que se mantiene por parte de la realización de Van Dyke, a la hora de no apurar en casi ningún momento las posibilidades del relato –en el que se contó con la aportación de Christopher Isherwood. Es cierto que aquí y allá aparecen detalles y momentos inquietantes –las anotaciones de Monrell en su diario, la descripción de la secuencia en que su cadáver es descubierto por el criado, el episodio en el que su esposa ha decidido seguir con su matrimonio, descubriendo finalmente que este la ha estado espiando y reteniendo toda su correspondencia, el rápido derrumbamiento de este cuando los trabajadores se le amotinan, la secuencia desarrollada junto a los altos hornos, en la que Andrews descubre claramente que Philip quería asesinarlo…-. Sin embargo, dentro de un conjunto más o menos apreciable, se tiene la sensación de que el realizador duda en todo momento entre apretar el acelerador a la hora de extraer las posibilidades de su argumento o, por el contrario, imbuirse dentro del cuidado y no demasiado oportuno diseño de producción ofrecido por la Metro Goldwyn Mayer –del que Van Dyke fue uno de sus realizadores más fieles-, percibiendo un claro decalage entre contenido y forma. En la mezcla de aspectos genérico y la falta de pasión de su enunciado. Es más, la propia productora acababa de ofrecer un exponente del género con la estupenda ESCAPE (1940, Mervyn LeRoy), o lo haría apenas tres años después con GASLIGHT (Luz de gas, 1944).

Calificación: 2

MARIE ANTOINETTE (1938, W. S. Van Dyke) María Antonieta

MARIE ANTOINETTE (1938, W. S. Van Dyke) María Antonieta

A la hora de intentar “legitimar” una superproducción como MARIE ANTOINETTE (María Antonieta, 1938. W. S. Van Dyke), se podrían esgrimir razones de prestigio, como recurrir para su base dramática con un relato parcial de Stefan Zweig, haber contado como uno de sus guionistas –y sin acreditar- con la figura de F. Scott Fitzgerald, o el hecho que para filmar las secuencias de la revolución francesa, se contara –también sin acreditar- con las tareas del director francés Julien Duvivier. Nada de ello, sin embargo, la hace elevarse de suponer una típica producción de la Metro Goldwyn Mayer –es curioso consignar como inserta un preludio musical, un intermedio y una conclusión-, más en su vertiente más caduca y ampulosa, que en aquella que podría plasmar esa capacidad del estudio para expresar lo novelesco.

No en balde, la película lleva la firma de W. S. Van Dyke, antiguo ayudante de Griffith, y en buena parte de carrera fiel servidor de los dictados del estudio más conservador de Hollywood. Capaz de una puesta en escena académica, en ocasiones incluso estéticamente brillante, Van Dyke se encontró sin embargo bastante lejos de directores tan “de la Metro” como Sydney Franklin –a quien se agradece en los títulos de crédito su aportación en la producción- o un Clarence Brown, que supo incorporar su propia personalidad en el seno del estudio. Hay un grave problema de partida en MARIE ANTOINETTE, que a mi modo de ver invalidan los posibles senderos dramáticos por los que podría haber girado su desarrollo. Senderos que en ocasiones llegan a aparecer, pero que nunca tienen su definitivo caldo de cultivo, pecando su –demasiado generoso- metraje, de indefinición. Me refiero a la evidencia de haber dado forma a esta producción de grandes fastos, destinada al lucimiento de su máxima estrella, una Norma Shearer en aquel tiempo unida a la figura del magnate del estudio Irving Thalberg. Confieso que en mi juventud detestaba el referente de actrices como la Shearer, representativas de ese concepto caduco que en aquel tiempo vislumbraba tanto en sus películas, como en su propia presencia. El paso del tiempo me ha permitido apreciar una sensibilidad notable en ella, tanto a la hora de introducirse por los senderos del melodrama, como en los de la comedia. Sin embargo, por más que fuera nominada al Oscar a la mejor actriz, lo cierto es que en MARIE ANTOINETTE su presencia parece no estar dirigida por la mano de director alguno. Más allá del asombroso diseñó de producción que atesora, la andadura de Marie Antoinette en el palacio de la Bastilla, es un constante, molesto e interminable recital de rictus, gestitos y mohines de la actriz, dejando de lado la complejidad de su personaje, por más que la misma representara un modo de sociedad condenado a ser eliminado.

Sin dejar de lado ese elemento, aunque en todo momento relegándolo a un terreno muy secundario, la película nos describirá el pacto establecido con las casas reales de Austria y Francia, para unir a la protagonista con el nieto de Luis XV (encarnado por un magnifico John Barrymore). El joven (interpretado por un sobresaliente Robert Morley en su debut en la gran pantalla, logrando mostrar la evolución y vulnerabilidad de su complejo rol) es un ser obeso, dominado por los complejos, carente de sensibilidad social y, lo que es peor, no posee capacidad reproductora. Muy pronto Marie será rechazada, llamándola “la Austriaca”, recibiendo la contestación de seres relevantes de la Corte de París, como la antigua sombrerera y protegida del Rey, Mme du Barry (Gladys George). Será la dura convivencia de Antoinette en el mundo de las clases altas de la capital francesa, en la que solo podrá exteriorizarse, cuando bajo el manto del taimado Duque de Orleáns (Joseph Schidkraut), manipulador en ese mundo, aunque en el fondo utilizando sus resortes para adelantarse en la destrucción de los fastos monárquicos. Será algo que Luis XV anunciará a la corte que le rodea, apelando de manera lúcida al hecho que solo él, con su capacidad para dominar terrenos en apariencia opuestos, ha logrado mantener el imperio francés.  Pero mientras Marie ha logrado airearse como una mujer dada una vida de fiestas, juegos y diversiones, el monarca se apagará de manera repentina, convirtiendo a su marido en Luis XVI, y a ella en reina consorte. Con gran contratiempo por su parte, la noche anterior conocería y quedaría deslumbrada por la apostura, gallardía y sentido de la dignidad, que le transmitirá el Conde Axel de Fersen (un Tyrone Power derrochando carisma pese a su juventud). Será el contrapunto a la ligereza de su comportamiento, a la que sucederá una mirada más compasiva hacia el entorno de miseria que envuelve al pueblo francés, e incluso a la figura de ese marido con el que se ha casado por cuestiones de estado, con el que solo se plantea una relativa amistad, y que con el que poco a poco generará una creciente comprensión, sabiendo este sus devaneos amorosos.

Tras su coronación como reina, esta romperá por deber su relación con Axel, aunque sabiendo que podrá contar con él en cualquier situación que lo necesite. El entorno de conspiraciones de la corte, forzará a la demonización de su figura, a partir del rechazo que siempre ha producido por haber sido una extranjera, y también teniéndola como punta de lanza para derribar la monarquía. Surgirá la Revolución Francesa, y con ello un periodo de desestabilización que provocará el rechazo a la figura de Luis XVI y su esposa. Curiosamente cuando más unida se encuentra la pareja –que cuenta con dos hijos-, esta se pondrá a prueba en su huída, detención y posterior ejecución, con la mirada puesta en la añoranza del ya envejecido pero siempre galante Axel, por ese amor perdido, simbolizado en el anillo que porta en su mano.

No se puede pedir en MARIE ANTOINETTE, más que la expresión de un gran espectáculo, en el que la dirección artística y el diseño de producción albergan un especial protagonismo, y en donde casi todo se sacrifica en el logro de unos determinados “cuadros plásticos”, bastante caducos, y que no dudo tuvieron referencia en las posteriores producciones históricas de nuestra Cifesa años después. Sin embargo, sin dejar de reconocer este lastre, el maniqueísmo que se brinda en la descripción de la brutalidad de las clases populares revolucionarias ¡Que diferencia con A TALE OF TWO CITIES (Historia de dos ciudades, 1935. Jack Conway)! El servilismo a los molestos modos y tics de la Shearer, lo cierto es que casi ocho décadas después de su realización, hay suficientes valores para resaltar dentro de un conjunto por momentos polvoriento. Es decir, sobrevive en ella su letra pequeña. Aspectos como el gusto estético de Van Dyke, intentando insuflar cierta personalidad a escenas como la de la boda de Marie y el futuro monarca, insertando un impactando picado, y a continuación una elección pictórica en contrapicado, mostrando al oficiante delante de una composición de estilizados velones. Momentos como la descripción de la muerte de Luis XV, mostrando a sus sucesores en unas dependencia desde las que se ven las ventanas en donde el monarca agoniza, llegando incluso a utilizar un tipo de lente que destaca la combinación de nitidez y borrosidad a la hora de manejar las distancias. O momentos como esa sobreimpresión entre el rostro de la monarca de paseo en carruaje, sobre los rostros marcados de los ciudadanos, a punto de estallar en la revolución.

Cierto es que el film de Van Dyke no ofrece una crítica sólida de ese mundo superficial y frívolo, en el que se generó la célebre y sangrienta revolución. No es, sin duda, esa su intención. Pero tampoco en su vertiente romántica, se incide como debiera en la relación entre ella y el conde Axel de Fersen. Podría decir, a fin de cuentas, que las secuencias en la que ambos comparten plano, centradas todas en la creciente pasión que ambos se profesan, pueden situarse entre lo mejor de esta película de generosa duración. Hay en ellas un pudor, una sensibilidad y, por que no decirlo, una química entre ambos intérpretes –en ello la Shearer tuvo la intuición de elegir al emergente Power, estrella de la Fox, al que convenció invitándolo a una cena-, que por desgracia se echa de menos en demasiados instantes de su recorrido. Si más no, será uno de sus aspectos más perdurables, como lo será esa nueva mirada a la familia de Luis XVI, unida en sus últimos momentos, mostrando incluso el rey una sensibilidad hasta entonces no vista en él. Veremos incluso como en la asamblea que torpemente quiso coartar, se votará su posible ejecución, siendo el detonante de la misma el voto de su primo, el Doque de Orlenas (Joseph Skildraut). Se sucederán unas brillantes secuencias de exteriores nocturnos, describiendo la huída de la diligencia en la que viaja la familia real, orquestada por Axel, finalmente serán descubiertos y escoltados hasta ser recluidos en prisiones. Serán ya los últimos minutos, cuando poco antes de la ejecución de ese monarca al que humillan, este se muestra sensible con sus hijos. Ese mismo día, los revolucionarios separarán a la madre del heredero, al que llegarán a volver en contra de ella. La revolución se corrompe en función de sus excesos… y en un alarde de valentía, Axel deseará contemplar a Antoinette por última vez, estando ella confinada en una oscura celda. Totalmente envejecida, será el último encuentro con una mujer, que horas después asumirá tan digna como catatónica, la llegada con la guillotina. Desde la lejanía, el gran amor de su vida contemplará la ejecución con dolor, pudiendo ver como evoca ese anillo que perpetuará su amor por encima de cualquier circunstancia.

Calificación: 2

GUILTY HANDS (1931, W. S. Van Dyke) Manos culpables

GUILTY HANDS (1931, W. S. Van Dyke) Manos culpables

Si alguien me pidiera un ejemplo de los males que trajo al cine la llegada del cine sonoro, sin duda hoy por hoy vendría a mi mente el referente de GUILTY HANDS (Manos culpables, 1931. W. S. Van Dyke). Impecable representante del estatismo y la rigidez que asumió buena parte del cine norteamericano con la incorporación de la palabra, con ello se abandonaron en gran medida los increíbles avances estéticos y plásticos que aportaron los últimos años del periodo silente. GUILTY HANDS representa, precisamente, la oposición a ese grado de madurez fílmica. Escueto de metraje pero rebosante de pesadez y periclitado tanto en su planteamiento como en su desarrollo cinematográfico. Y lo peor de todo, es que sus momentos de apertura de entrada tienen algún atractivo, ya que parecen proyectarse como sombras chinescas mientras escuchamos la tertulia que mantienen unos prohombres en un trayecto en tren. Hablan sobre la justificación del asesinato, la pena de muerte, o la existencia del crimen perfecto. Uno de los contertulios es el prestigioso y veterano fiscal Richard Grant (Lionel Barrymore), quien a su llegada al encuentro con su hija –Barbara (Madge Evans)-, descubre que esta se va a casar con uno de sus clientes. Se trata de Gordon Rich (Alan Mombray), conocido por su fortuna y su constante condición de impenitente mujeriego. El fiscal intentará por todos los medios que su hija renuncie a dicho matrimonio y, en su lugar, considere la relación que siempre ha mantenido con el joven Tommy (William Bakewell). La negativa de este a renunciar a dicho esponsal, provocará en Grant la ira de una amenaza de muerte hacia Rich que recibirá el interesado con aparente desapego, aunque poco a poco el temor haga mella en él. En ese tenso ambiente, el fiscal cumplirá con su amenaza, intentando dejar todos los indicios preparados para que aparezca como un suicidio. A primera instancia, todos los invitados de la mansión compartirán dicha primera impresión, asumiendo mientras llega la policía la investigación el propio Grant. Todo parece encajar para él como la evidencia de un crimen perfecto. Sin embargo, habrá algo que contradiga la intención de este de hacer simular el asesinato como un suicidio. Se trata de la insistencia de la joven Marjorie (Kay Francis) –amante del fallecido-, quien pocos instantes antes de su muerte había tenido una conversación con este. Decidida a probar su intuición de la existencia de un crimen, finalmente logrará encontrar los indicios necesarios para confirmar sus impresiones. Pero no contará con la astucia y capacidad persuasiva que Grant desplegará ante ella.

 

A tenor de lo comentado, podría inducirse que nos encontramos ante una interesante propuesta que pusiera en tela de juicio la frontera del asesinato y el crimen justificado –la acción del fiscal estaba únicamente destinada a preservar la felicidad de su hija, que en última instancia y de manera arbitraria confesará a su padre que finalmente no se hubiera casado con él ¡Y la boda se iba a celebrar al día siguiente!- Lamentablemente, GUILTY HANDS tiene plomo hasta por las alas. Todo en ella resulta polvoriento, y no importa que en ciertos momentos Van Dyke intente insuflar un mínimo de interés y agilidad a la inane propuesta argumental de Ballard Veiller con determinados movimientos de cámara. Es tan rotundo el estatismo de sus imágenes, tan nula la descripción de sus personajes –los dos vigilantes negros, insertados como pretendido contrapunto humorístico, el bondadoso pretendiente de pelo engominado, que muestra sus sentimientos sinceros a esa novia que simplemente lo tiene como un buen amigo, la villanía arquetípica del posterior asesinado-, resultan tan poco creíbles las incidencias que se desarrollan en su con todo escueto metraje –por ejemplo, con el muerto de cuerpo presente, los invitados vivirán un concierto de piano, la presencia de la policía no se produce hasta la mañana siguiente, la facilidad con la que todos aceptan la teoría del suicidio-, que el espectador tiene que asistir a un desfile de frases hechas y huecas, a monigotes que lucen trajes de principios de siglo, a incidencias sin sentido de la progresión, en las que solo se agradece finalmente constatar que se escore una visión más o menos justificatoria del asesinato o, por el contrario, se centre en consideraciones moralistas. A este respecto, tan solo el giro final parece despertarnos del letargo que hemos vivido en carne propia a lo largo de esos interminables setenta minutos, culminando la función con la mirada cómplice de Marjorie, que considera que finalmente el destino ha permitido hacer justicia, y al mismo tiempo cumplir la sentencia que el fallecido pronunció a su ejecutor cuando fue amenazado por él. Ojo por ojo, diente por diente. Da igual. Ya que GUILTY HANDS no deja de parecerme una de las propuestas más caducas y polvorientas emanadas por la Metro Goldwyn Mayer en los primeros años treinta.

 

Calificación: 0

AFTER THE THIN MAN (1936. W. S. Van Dyke) Ella, él y Asta

AFTER THE THIN MAN (1936. W. S. Van Dyke) Ella, él y Asta

Recuerdo que hace unos pocos años tuve la ocasión de repasar un número de la desaparecida revista “Nickelodeon” –que dirigía José Luís Garci- dedicado a la screewall comedy. Entre sus contenidos, y como ha sido norma casi habitual en la publicación, se formuló una encuesta entre 100 críticos y aficionados, destacando cada uno de ellos sus comedis predilectas. De su resultado me sorprendió que un título que no desconocía por completo, lograra un total de siete votos, y situándose por encima de la magnífica TWENTIETH CENTURY (La comedia de la vida, 1934. Howard Hawks) y detrás de la cima de la filmografía de los Hnos. Marx DUCK SOUP (Sopa de ganso, 1933. Leo McCarey).

Mantuve la curiosidad bastante tiempo hasta que finalmente he podido contemplar AFTER THE THIN MAN (Ella, él y Asta, 1936. W. S. Van Dyke) que en principio no es más que una secuela del gran éxito obtenido por THE THIN MAN (La cena de los acusados, 1934. W. S. Van Dyke), en la que se consagró la pareja de comediantes que formaba William Powell y Myrna Loy, y encarnando el primero a Nick Charles el detective, y la segunda a Nora, su esposa.

En esta ocasión el matrimonio visitará la casa de una antipática tía de ambos, que confiesa estar preocupada por la ausencia del marido de su hija. Ello no será más que inicio de una trama detectivesca en la que Nick se verá obligado a ejercer su auténtica vocación dentro de una historia en la que se producirán diversos crímenes –empezando por el del propio esposo desaparecido-, pero posteriormente extendidos a dos cadáveres más.

En todo caso, no encuentro por ningún lado las presuntas “grandezas” de la película de W. S. Van Dyke, que parecían señalar las preferencias de algunos de los votantes en la ya citada encuesta. Con AFTER THE THIN MAN se plantea una rutinaria producción policíaca con toques de comedia irónica, y cuya verdadera efectividad se ciñe a muy contados momentos. Entre sus elementos positivos es indiscutible señalar que la película tiene una notable soltura cinematográfica –algo sorprendente, viniendo de la mano del generalmente ampuloso realizador-. Por otra parte, una vez más se logra la química en la pareja protagonista, y en el caso de Nick, su mirada siempre irónica y distanciada y sus mordaces comentarios a modo de sentencia, logran algunos instantes realmente divertidos.

Al margen de esas características concretas, creo que el único fragmento realmente brillante de la película, se centra en el fragmento desarrollados en un pequeño hotel donde el detective es atacado en la oscuridad (por Joseph Calleia), descubre las claves de los asesinatos y hasta aparecen dos cadáveres más. El último de ellos surgirá en el interior de una cesta, y permitirá a Nick un diálogo memorable.

Pero más allá de estos elementos concretos, AFTER THE THIN MAN queda como un producto tan correctamente realizado, como gris en el resultado final. No dudo que en el momento de su estreno este ciclo fuera considerado como el “no va más” de la comedia sofisticada de misterio, pero décadas después se efectividad ha quedado como un residuo de pura arqueología cinematográfica. Eso sí, es estupendo el personaje del viejo criado de la tía Katherine, que en todo momento se encuentra casi a punto de desmotarse en sus evoluciones físicas.

Calificación: 1’5