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CINEMA DE PERRA GORDA

Albert Finney

ALBIE (Albert Finney - 1936-2019)

ALBIE (Albert Finney - 1936-2019)

Juan Carlos Vizcaíno Martínez

El mejor Sábado Cine de mi vida

Era la noche del 23 de octubre de 1982 en Valencia. Mi madre estaba de viaje y yo me encontraba solo en casa. Tenía 16 años. Ya anidaba en mí la pasión por el cine. Era sábado, y se avecinaba en “Sábado Cine” la proyección de Tom Jones. Por aquel entonces, era uno más de lo homogénea corriente, extensible a múltiples generaciones de aficionados, que consideraban el cine británico un erial polvoriento. Para más inri, se trataba de una película de época -¡horror, terror y pavor!-. Pero como no tenía otra alternativa, me senté antes el televisor. Diez minutos después de empezar, el film de Tony Richardson, modificó por completo, mi percepción sobre el hecho cinematográfico. Hay ocasiones, en las que determinadas películas, por encima de gustarte más o menos -más lo primero que lo segundo, obviamente-, te rompen los esquemas. Y es algo que me brindaron las imágenes de esta desvergonzada adaptación de la novela de Henry Fielding, que sigue transmitiendo, bajo mi punto de vista, mejor la alegría de vivir de los años sesenta -por más que su argumento se remontara siglos atrás-, que ninguna otra película rodada en aquel tiempo. Pero, por encima de todo, la extraordinaria -y eternamente controvertida- película de Richardson, me presentó a un actor que desconocía por completo, y que me deslumbró por su modernidad y, sobre todo, por la extraordinaria manera que tenía, de alcanzar una asombrosa complicidad con el espectador, hasta unos niveles que sigo considerando inauditos. Era mi carta de presentación a Albert Finney -Albie para sus amigos- que, a partir de entonces, se convertiría para mí, en uno de esos extraños cómplices, que cada espectador encuentra en la pantalla.

Y llegó Mark Wallace… Y llegó Dos en la carretera

En aquel entonces, era mucho más difícil que en la actualidad, logran información de cualquier tipo, y menos aún en materia cinematográfica. De todos modos, fui buscando en revistas atrasadas, descubriendo la notable y al mismo tiempo efímera importancia, que Albie se había granjeado en el cine inglés de los años sesenta, donde se había erigido como uno de los símbolos más visibles de su Free Cinema.

Pero al mismo tiempo, aquel año entraba dentro de esa corriente, en la que el actor británico había iniciado una reentré cinematográfica, rodando cinco películas desde 1980. De ellas, solo pude recuperar en pantalla, la simpática Annie, donde su labor del cascarrabias Papa Warbucks, sobresalía dentro de un conjunto tan amable como olvidable, para desesperación de los incondicionales de John Huston -entre los que me encontraba entonces-. Sin embargo, casi a punto de finalizar el año, se produjo el instante que confirmaría a Albert Finney, como uno de mis actores preferidos de todos los tiempos. Fue en la noche del 30 de diciembre, en una de esas veladas que marcan el recuerdo de todo aficionado. En la vieja filmoteca, sede del “Valencia Cinema”, pude contemplar, en una copia en estado lamentable, Dos en la carretera. Sabía, antes de entrar, que la película me iba a marcar. Ya entonces tenía a Stanley Donen como un tótem -lo sigo teniendo-. Audrey Hepburn, Henry Mancini, comedia de los sesenta… y Albert Finney. Lo que no podía imaginar es que me impactara tanto. Salí de allí emocionado y con lágrimas en los ojos. Se había convertido en mi película preferida. Al día siguiente, era fin de año, y no volví a la sala. Pero sí lo hice de nuevo el 1 y 2 de enero de 1983 -se proyectaba solo esos cuatro días-. Han pasado 38 años de aquel momento. Habré visto la obra maestra de Donen unas 35 veces, y sigue manteniendo intacta esa capacidad para mostrar los claroscuros, entre la felicidad y la congoja y la melancolía, de la relación de pareja de un joven matrimonio inglés. Es decir, sigue siendo una cima jamás superada, de mis preferencias cinematográficas.

Albie vuelve a la cima

Nos encontramos ya en 1983, y un par de meses después, mi amigo cinéfilo -y de la vida- Rafael Gonzalvo, me entregó un recorte de prensa del diario “El País”, describiendo la entusiasta acogida que la película La sombra del actor (Peter Yates), había tenido en la Berlinale. Pocos días después, festejé como si me lo dieran a mí, el Oso de Plata al mejor actor de dicho festival a Albert Finney que, como sería habitual, no acudió a recoger. Pocos meses después, en el otoño, las revistas de la época, anunciaban que Albie iba a repetir con John Huston, en la esperada adaptación de la novela de Malcolm Lowry Bajo el volcán -escritor y novela de los que no tenía la menor idea-. En concreto, la revista “Casablanca” publicó un estupendo reportaje sobre aquel rodaje, mientras que en un cine de barrio en Valencia, se estrenaba de tapadillo un policiaco bastante simpático, del que nunca más se ha vuelto a saber; Golpe maestro (John Quested), con Finney, Susannah York y Martin Sheen en cabeza de reparto. Ahí que me tienen el lunes por la tarde, comprando la primera entrada, como si fuera un rito obligado con ese fiel amigo que había descubierto el año anterior y que, una vez más, no me defraudó.

Poco a poco iba recuperando películas suyas en el aún novedoso VHS de mis amigos -yo aún no lo tenía-, como Lobos humanos (Michael Wadleigh) que se ha convertido en un título de culto. Y en febrero de 1984, me llevé la alegría de verlo nominado al Oscar por La sombra del actor, que tardaría más de un año en llegar a las pantallas españolas. Cuatro nominados ingleses contra un americano -Robert Duvall-, con lo que Finney no tenía la más mínima posibilidad, compartiendo nominación por la misma película con su otro viejo compañero de peleas de los sesenta; Tom Courtenay. Una vez más, se ausentó de la platea de la ceremonia, ubicándose su imagen en el panel televisivo, para cubrir su eterna laguna.

Aparece el cónsul Firmin, y en Cannes de vacío

El caso es que el nombre del británico volvía a encontrarse en la cima de la que nunca debió descender, y que cuando lo hizo fue por deseo propio. Mayo de 1984 suponía la presentación de Bajo el volcán en el Festival de Cannes, y hasta allí se desplazó John Huston que, en incontables entrevistas, se deshacía en elogios ante la performance de su protagonista, no dudando en considerarla una de las mejores realizadas bajo su dirección. De nuevo, Albie no apareció al evento. Sabiendo como conocía el día de la première, atento estuve a los espacios cinematográficos radiofónicos y, de buena mañana, corrí a los kioskos a comprar los diarios nacionales, al objeto de recopilar las desiguales reseñas recibidas. Bajo el volcán, desde el primer momento, se convirtió en un título polémico, con mayor abundancia de críticas tibias e incluso negativas. En cualquier caso, y aunque en su momento no faltó quien puso peros a su performance del cónsul Geoffrey Firmin, el paso del tiempo ha definido su trabajo, como uno de los retratos más hondos que del alcoholismo, se han plasmado en la pantalla. Recuerdo que el presidente del jurado de Cannes era el británico Dirk Bogarde, y en el mismo se encontraba Stanley Donen. Ello propició ingenuamente, en la mente de aquel chaval que aún vivía en Valencia, que el premio al mejor actor, caería sin discusión en mi admirado actor. Para más satisfacción, Televisión Española anunció de manera inesperada, que emitiría en directo la ceremonia de entrega de premios. Comido de los nervios, me mantuve ante la pantalla, viendo poco después la razón de aquella retransmisión; la concesión del galardón de interpretación masculina -colectivo, por insistencia de Pilar Miró, ya que inicialmente solo iba a ser destinado a Landa-, a Paco Rabal y Alfredo Landa, por Los santos inocentes (Mario Camus). Por aquellas fechas, pude disfrutar de su Hércules Poirot en Asesinato en el Orient Express (Sidney Lumet) -segunda de sus nominaciones al Oscar-, y en la Semana Santa de 1984, accedí merced a un fantasmagórico pase televisivo, a la película más insólita -y prescindible- de su carrera, la extrañísima The Picasso Summer (Serge Bourguignon), destacable ante todo por la banda sonora de Michel Legrnad, y en la que Finney prolongaba superficialmente, los perfiles de su personaje en Dos en la carretera.

Pese a la decepción de Cannes, con el otoño llegaba el estreno español de Bajo el volcán, que en Valencia tuvo lugar en el cine Artis, si mal no recuerdo. De nuevo, el ritual de comprar la primera entrada, e incluso a la salida, atreverme a preguntar que le había parecido la película al crítico Pepe Vanaclocha, de la “Cartelera Turia”, que en aquel entonces devoraba semanalmente. El hombre fue contemporizador, aunque se notaba que no le había vuelto loco. Como tampoco me lo había vuelto a mí, pese a que en su momento me engañara, quedando esta apuesta de Huston como un entrañable y, ocasionalmente, apasionado melodrama. Llegado 1985, la actualidad de la trayectoria de Finney, le llevaba a una nominación al Oscar por segundo año consecutivo -la cuarta en su andadura-. Esta vez tenía más oportunidades, ya que algunos premios de asociaciones de críticos, lo avalaban. Pero la presencia del boom Amadeus (Milos Forman) y la renovada inasistencia de Albie a la ceremonia, ratificó quedar de nuevo de vacío.

El encuentro con Charlie Bubbles

1985 me trajo gozosas sorpresas, en el seguimiento de la trayectoria de mi ya consolidado colega de la pantalla. En febrero, aquella TV3 entonces tan -justamente- envidiada, estrenaba en España -aunque fuera por TV-, Charlie Bubbles, la única película que Finney dirigiera y protagonizara, en 1968, de la que había escuchado comentarios muy elogiosos, y que tuvo la buena suerte de ser exhibida en la sección oficial del Festival de Cannes de aquel año, con la mala suerte, valga la contradicción, de suspenderse la edición con los conocidos incidentes de mayo, a una semana de su conclusión. Las crónicas señalan que, hasta aquel momento, era la película que había suscitado comentarios más elogiosos. El destino truncó la andadura de una obra personal y minoritaria, que no gozó del interés del público inglés de su tiempo, y que hubiera tenido una especial acogida en sectores más especializados. Pero nos desviamos del tema, yo no sintonizaba TV3 en mi casa, ni tenía vídeo ¿Cómo solucionar poder disponer de una grabación? Al final, se me ocurrió una idea, llamando al responsable de la tienda cinematográfica “El espectador”, de Barcelona, a quien de vez en cuando le hacía algunas compras. El hombre, quizá comprendiendo mi desesperación, accedió de buen grado a grabar la película en una cinta Beta -que aún conservo-, enviada a mi casa, corriendo yo con los gastos ¡Que menos!.

De nuevo acudí a mi amigo Rafa, que disponía de un reproductor de ese sistema, con el tesoro recién recibido y, junto a él, una mañana del mismo mes, nos quedamos boquiabiertos, ante una obra admirable, narrada a ras de tierra, llena de sensibilidad y dureza al mismo tiempo, dominada por un extraño sentido del humor, y una visión demoledora de la propia personalidad de aquellos triunfantes Angry Young Men, de los que Albie fue parte destacada y, sobre todo, dotada con una extraordinaria inventiva cinematográfica. El hecho de que a Rafa le gustara tanto como a mi Charlie Bubbles, ratificaba mi grado de pasión por la película, que he intentado prolongar con el paso de los años, y que 33 años después, se ha trasladado al pequeño comentario que, sobre la misma, inserté hace muy pocos meses en la revista “Dirigido por…”, ya como colaborador. Un círculo se cerraba.

Aquel mismo año, y poco antes de viajar a les Fogueres de mi Alicante natal, La sombra del actor, se entrenaba en España de manera muy tímida, pero estimulante acogida crítica, llegando a Valencia de nuevo casi de tapadillo. Magnífica reflexión sobre la importancia de la interpretación teatral, en el contexto de la Inglaterra de la II Guerra Mundial, el mejor film que jamás haya dirigido Peter Yates, me sigue pareciendo una de las mejores obras del cine británico, rodadas en la década de los ochenta.

Una nueva mirada desde Alicante

A partir del traslado a mi Alicante natal, en septiembre de 1986, mi vinculación al cine decreció sobremanera y, con ello, el viejo colega de la pantalla, iría quedando en un segundo plano. Carente durante años de aparato televisivo, iría contemplando puntualmente, los estrenos que formarían parte de su producción a finales de los ochenta, y durante todos los noventa. Películas como Un ángel caído (Alan J. Pakula), su extraordinario rol en La versión Browning (Mike Figgis), Washington Square (Agnieszka Holland), el inolvidable gangster que encarnó en Muerte entre las flores (Joel y Ethan Joen), y cuyo rol asumió apenas días antes de iniciarse el rodaje, tras la inesperada muerte del actor inicialmente previsto; Trey Wilson. Y también a finales de los noventa, y en sendas grabaciones videográficas, podía recuperar, sus dos fundamentales colaboraciones con el gran Karel Reisz. Una de ellas, Sábado noche, domingo mañana, fue el estallido de una generación, de todo un movimiento, plasmando la inútil rebelión de un joven obrero, tan valiente como dañino y bravucón. La segunda de ellas, Night Must Fall, en su momento fue vilipendiada, quedando postergada durante décadas con el peor de los castigos; el olvido. ¡Que placer, descubrir en 1997, uno de los más escalofriantes y al mismo tiempo distanciados thrillers de la Historia del Cine! Y descubrir en sus imágenes, la que considero la interpretación más honda y arriesgada del actor, en un auténtico tour de force creativo, que compartió con el propio Reisz las tareas de producción.

El paso de los años, y mi retorno, esta vez con el acelerador puesto, a la pasión cinematográfica, a partir de 1999, nunca dejé de lado a mi viejo cómplice. Revisaba títulos que me habían marcado de su producción. Podía llegar por fin a otros, como Detective sin licencia (Stepehn Frears) o la exótica Looker (Michael Crichton), Muchas gracias, Mr. Scrooge (Ronald Neame), que goza de cierto culto, aunque a mí, nunca me haya entusiasmado. Y al mismo tiempo iba contemplando como, ya convertido en un monstruo sagrado, atesoraba una filmografía envidiable a sus espaldas, en no pocas ocasiones casi a pesar suyo, siendo reclamado por realizadores como Steven Soderbergh o Tim Burton -que le brindaría uno de sus roles míticos con Big Fish-, o el Sidney Lumet de su última película, la durísima Antes que el diablo sepa que has muerto.

Hacía tiempo que sabía que Albert Finney se encontraba retirado, tras su personaje -magnífico, pero breve- en Skyfall (Sam Mendes). En vano soñé con la posibilidad que surgiera una película, un rol definitivo, que sirviera como testamento al inmenso talento de este actor descomunal. Personalmente, creo que si un personaje quedará como el epitafio de su talento, es el asombroso retrato de Winston Churchill, que encarnó en una magnífica producción televisiva, en el ya lejano 2002; The Gathering Storm / Amenaza de tormenta (Richard Loncraine) que, caso de haberse estrenado en la gran pantalla, le hubiera reportado ese Oscar tan reclamado por sus admiradores, y que tuvo su última oportunidad con el inolvidable retrato del abogado Ed Mashry en Erin Brokovich (Steven Soderbergh). Al ser una película para TV, le reportó los máximos galardones en la materia, una vez más, siendo recogidos en sendas ceremonias sin su presencia.

Un alma libre

El pasado día 7, tras una breve enfermedad, después de varios años de retirada por un cáncer, y con la misma discreción, que tuvo como norma de vida, fallecía Albert Finney a los 82 años de edad. El eterno bon vivant que, entre sus mujeres, logró casarse con la bellísima Anouk Aimée. Que desde mediados de los sesenta, y junto a su socio Michael Medwin, albergó la productora Memorial Enterprises, bajo la cual se financiaron algunas de las mejores producciones cinematográficas inglesas de aquellos años. El artista que rechazaba al definirlo como esnobismo, la concesión del título de Sir. Que casi nunca acudió a las entregas de sus múltiples galardones y que, por el contrario, se caracterizó por la protección de los actores desprotegidos que albergó su país. Que bebió mucho y muy bien. Al que le encantaban los caballos. Y que, por diferentes razones, rechazó títulos como Billy el embustero (John Schlesinger), Lawrence de Arabia (David Lean), El ingenuo salvaje (Lindsay Anderson), Lord Jim (Richard Brooks), Robin y Marian (Richard Lester), Muerte en el Nilo (John Guillermin), Macbeth (Roman Polanski)…

Nos dejaba el intérprete que desarrolló una carrera ejemplar, pero a trancazos. Que tuvo que evolucionar con inesperada rapidez, de su condición inicial de “galán a la inglesa”, a actor de carácter. Que logró en 1958, en su debut en el West End londinense con “The Party”, robar el protagonismo al veterano Charles Laughton, con quien compartía la cabecera del reparto. Que describió una amplísima andadura teatral, en la que logró un rol inolvidable -en Londres y Broadway-, con su protagonismo de la obra “Luther” de John Osborne. A quien Laurence Olivier calificó, casi, casi, como su heredero.

Me sorprendió que, tras conocerse la noticia de su muerte, se hiciera externa una cálida corriente de admiración, verdaderamente sincera, hacia una figura como Finney, que nunca mantuvo, por deseo propio, su deseo de figurar en un determinado star system, aunque dicha condición estuviera presente en su ADN artístico, desde su brevísimo debut en El animador (Tony Richardson). El intérprete versátil y robusto, naturalista e histriónico, de voz intimidante, capaz de modular cualquier secuencia en la que participara, con el personalísimo juego de su mirada. Uno mis mayores cómplices como entusiasta del séptimo arte. A su memoria. A los numerosísimos buenos momentos que me brindó ante la pantalla, brindo estas líneas, opuestas y complementarias, a todo cuanto se ha escrito en torno a su figura, ya que van llenas de melancolía a un artista, por aquellos momentos, y los recuerdos personales que me brindó. Con el que conecté y me seguiré comunicando, mientras viva, ante la magia de la pantalla.

¡Te lo debía, Albie!