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CINEMA DE PERRA GORDA

John Francis Larkin

QUIET PLEASE: MURDER (1942, John Francis Larkin)

QUIET PLEASE: MURDER (1942, John Francis Larkin)

Contemplar un título de la singularidad y las características de QUIET PLEASE: MURDER (1942, John Francis Larkin), no es más que una prueba más, de la ingente tarea que aún resta a la historiografía cinematográfica, a la hora de establecer un contexto completo en la evolución del cine noir. Modestísima producción de la 20th Century Fox, supone la primera de las dos aportaciones como director de Larkin, mucho más familiarizado en tareas de guion y argumentista. Y la misma bajo un muy ajustado metraje que no alcanza los setenta minutos, introduce un relato policiaco, matices freudianos, patologías psicológicas, sadismo y masoquismo, cierto sentido del nonsense”, y una acusada querencia por la intriga whodnuit. Muchos, quizá demasiados, ingredientes, para un relato en el fondo mínimo, pero que en sus propias irregularidades y desequilibrios, proporcionan no solo un cierto encanto, sino la sensación de asistir a un producto insólito, que quizá merecería más atención de la nula concedida -pienso en el desmedido culto que desde hace cierto tiempo alberga STRANGLER OF THE THIRD FLOOR (1940, Boris Ingster)-. Lo menos atractivo de QUIET PLEASE: MURDER, es reconocer que sus primeros instantes son fascinantes. Del plano de detalle de un manuscrito escrito por el primer actor que interpretó los roles shakesperianos -un libro extremadamente codiciado, que se muestra protegido tras una cristalera en una conocida biblioteca-. Una atractiva planificación y juego de sombras, punteado con un siniestro fondo sonoro, nos presentará a un extraño personaje -interpretado por George Sanders-, que se acerca hasta el ejemplar con admiración, manteniendo una breve conversación con el guarda que lo custodia, evidenciando que es la primera ocasión que acude, culminando la secuencia con el asesinato por parte de Sanders del vigilante, robando la codiciada publicación.

Un inicio noqueante, que nos presenta el modus operandi de Jim Flegg (Sanders), un sofisticado coleccionista, dominado por una desbordante cultura, que se extiende en manifestaciones que abordan los límites de la maldad en el comportamiento humano. El robo de este ansiado volumen, le permitirá realizar falsificaciones del mismo, vendidas a adinerados coleccionistas de manera clandestina, teniendo como ayudante para ello a la ambigua Myra Blandy (Gail Patrick), con la que le une una extraña relación personal, basada ante todo en una dependencia mutua. Para contrariedad de ambos, una de dichas copias será vendida al siniestro Martin Cleaver (Sidney Blackmer), representante de coleccionistas nazis, que descubrirá el engaño. Por su parte, el joven investigador Hal McByrne (Richard Denning), actuará encargado por otro de los coleccionistas estafadois, acercándose hasta Myra, e iniciando con ella una extraña relación, plena de desconfianzas, que llevará a todos los personajes implicados, a la biblioteca donde se produjo, que se erigirá como centro neurálgico de la intriga. Y será a partir de la incorporación de dicho recinto, con sus rincones, sus estancias, los claroscuros lumínicos que proporcionan sus dependencias, la amenaza que brinda el contexto bélico con la cercanía de bombardeos, donde se dirimirá una trama argumental dominada por los desequilibrios, en el que junto a instantes magníficos y amenazantes -aquellos que apuestan de manera más clara por su aspecto visual y de atmósfera-, coexisten otros que en algunos momentos rozan -quizá involuntariamente- la parodia, e incluso aspectos que conectan involuntariamente con el mundo de Damon Runyon -esa presencia de falsos policías que controla Flegg.

Así pues, el film de Larkin se degusta en sus nada despreciables cualidades, teniendo que atender para ello el desprecio a su embarullada trama, que por momentos parece heredada de cualquier comedia de los Marx Brothers. Personajes sin enjundia, apergaminados -el inspector que encarna el insípido Denning-, dominados por su carácter casi psicotrónico -ese asesino mudo, que parece una mezcla de Peter Lorre y Harpo Marx-, y una situación que apenas puede sostener su credibilidad -esa reata de falsos policías, con los que Flegg quiere dar un gran golpe en el recinto, robando una serie de ediciones bibliográficas de incalculable valía, o incluso la relación dominada por la falsedad, que se establece entre McByrne y Myra, en la que incluso se ausenta la necesaria perversidad en el personaje femenino-.

Pero como tantas veces sucede en el arte cinematográfico, en muchas ocasiones resulta más interesante un producto imperfecto y desequilibrado, pero invadido de sugerencias, que otro perfectamente ejecutado, aunque caracterizado por su inanidad. Por fortuna, aquí nos encontramos en el primer apartado, y hay que reconocer que QUIET PLEASE: MURDER, ofrece no pocos placeres. El primero de ellos, que duda cabe, es poder deleitarse de nuevo con la prolongación del sempiterno rol cinematográfico de George Sanders, disfrutando sin duda al encarnar al culto asesino y estafador, dominado por su vasta cultura y sus constantes precisiones de matiz psicológica. Será una muestra más de esa galería de retratos cinematográficos -que tuvieron su punto más álgido en sus colaboraciones con las películas de Albert Lewin- y que, por momentos, otorgan a esta modesta película un atractivo suplementario. Pero no cabe omitir la capacidad de Larkin para crear atmósferas, y jugar con los contrastes de luces y sombras que brinda el escenografía de la biblioteca, con instantes tan impactantes como el inesperado asesinato de Cleaver, o el notable partido fílmico que se logra extraer, de la circunstancia del obligado apagón de dichas instalaciones, a consecuencia de la alarma por amenaza de bombardeo. Sin embargo, dentro de dicho ámbito, nos encontramos con dos pasajes admirables, que si no fuera por la casi total coincidencia de fechas en su estreno -esta película se estrenó apenas veinte días después del CAT PEOPLE (La mujer pantera, 1942) de Jacques Tourneur-, uno estaría tentado en pensar que Larkin se inspiró en la novedosa plasmación de lo inquietante, plasmada en la admirable propuesta de Tourneur bajo el amparo de Val Lewton. Y es algo que uno cabe ligar, al plasmar la penúltima secuencia del relato, en la que Myra vivirá en el exterior de la biblioteca una persecución nocturna de trágicas circunstancias. Con ser brillante este breve pasaje, mucho más lo será, el episodio más memorable del conjunto; esa admirable persecución de uno de los pistoleros de Flegg, por entre los oscuros pasillos del almacén de la biblioteca, al objeto de asesinar con su pistola a la joven bibliotecaria. Serán unos instantes dominados por una creciente sensación de angustia, jugando con la oscuridad, el dominio del espacio escénico -esas estanterías casi infinitas- e incluso la ausencia de sonido -la muchacha se quitará sus zapatos, para evitar que su perseguidor de con ella-. Por sus características, uno no puede por menos que remitirse a la célebre persecución nocturna vivida por Simone Simon en el admirable film de Tourneur. En definitiva, que una vez más, se tiene la sensación que jamás puede poner uno la mano en el fuego, a la hora de adjudicar determinadas innovaciones en la pantalla. Esta bien pudiera ser una de ellas.

Califiación: 2’5