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CINEMA DE PERRA GORDA

Karl Freund

MAD LOVE (1935, Karl Freund) Las manos de Orlac

MAD LOVE (1935, Karl Freund) Las manos de Orlac

En los instantes finales de MAD LOVE (Las manos de Orlac, 1935. Karl Freund), y con la lucidez que le proporciona su propia y compleja personalidad, el Dr. Mogol (Peter Lorre) comentará; “el hombre, cuando ama a una mujer, empieza a matarla”. Precisamente –aunque por lo general al comentar esta película se incida especialmente en su componente fantastique-, lo cierto es que nos encontramos ante un melodrama extremo llevado a los confines de los propios límites de su lógica. Y es que, tal y como ya prefigura su título original, con MAD LOVE  podrá disfrutar el aficionado de un producto plenamente ligado a las corrientes europeístas que habían poblado el cine norteamericano a partir de las postrimerías del periodo silente. Pero resulta evidente que de las intenciones de Freund, se muestra con transparencia la tragedia de ese amor no correspondido. Un amor que supone quizá para el Dr. Mogol el máximo anhelo de su vida. Resultará sorprendente la manera con la que aflorará dicho sentimiento, cuando se trata de un prestigioso cirujano caracterizado por su ayuda incondicional que opera sin tregua a niñas y niños. En resumen; se trata de un hombre respetado y admirado, pero al cual su aspecto un tanto extraño posibilita esconder una doble personalidad. Esa dualidad llevada a una expresión extrema, es la que le llevará a acudir durante decenas de representaciones, salvando con su presencia e inyección económica la continuidad de la función que protagoniza la bella Yvonne Orlac (Frances Drake), casada con el pianista Stephen Orlac (Colin Clive). Este por su parte se encuentra en Londres realizando un recital a piano, desde donde le manda diferentes señales que ratifican su amor hacia ella.

           

Pero la desgracia llegará hacia el joven matrimonio por el descarrilamiento que sufrirán los pasajeros del tren en el que viajaba Stephen para reencontrarse con su esposa. Según comentarán los primeros médicos, estos apostarán por amputar las dos manos del pianista. La noticia horroriza a Ivonne, quien no dejará de recurrir al siniestro Mogol para que se ofrezca a realizar la operación pertinente, siempre rogando que las manos de su esposo puedan ser reconstruidas. Partiendo de una dificultad casi insalvable, el doctor sugerirá finalmente reimplantar al pianista las manos de Rollo, un condenado que ha sido ajusticiado por guillotina. Esta arriesgada iniciativa devolverá a Orlac una esperanza de vivir. Será sin embargo algo que pocos meses después se revelará falso, ya que además de resultar imposible que pueda interpretar música con sus miembros reimplantados, le permitirá comprobar con espanto que dichas arterias se inclinan con facilidad a la violencia, lanzando cuchillos y plumillas que clava instintivamente en la pared. Todos estos siniestros augurios llevan casi a la catarsis al abatido instrumentista, quien incluso se atreverá a recurrir a su padrastro para solicitarle dinero. Entre ellos se entabla una violenta discusión, tirando el hijastro un puñal que rompe el escaparate de la ventana. Poco después, la pesadilla que vive Stephen tendrá dos elementos suplementarios de enorme incidencia. De un lado la violenta muerte de su padrastro –en el que las pruebas le inculpan-, y por otro un extrañísimo encuentro en un lugar lúgubre con una persona dice ser Rollo, y que pese a que le amputaron la cabeza y las manos, la primera le fue insertada de nuevo por medio de la cirugía de Mogol. Orlac huirá horrorizado, pero Mogol acudirá a su casa sin saber que dentro de ella se encuentra Ivonne, que ha logrado penetrar en la mansión de este, y en un momento determinado sustituye la estatua de cera con su imagen, que el doctor había comprado tras concluir el espectáculo de la joven y en donde esta actuaba como elemento de atracción. En esos instantes, el aparente doctor de las buenas acciones y de los pobres dejará ver su auténtica faz, torturado por no poder lograr en modo alguno el amor de la protagonista, mientras esta además comprueba no solo que este se haya hecho suplantar por Rollo ante Orlac, sino que incluso relata la manera con que mató al padrastro de este, para así llevar a Stephen a la guillotina. Paralelamente, la policía y un estúpido periodista norteamericano así como el propio encausado, acudirán finalmente hasta la mansión de Mogol, donde solo con la improvisada destreza que a Orlac le han proporcionado las manos de Rollo, le llevarán a matar al siniestro galeno antes de que este estrangule a su mujer.

 

Como puede deducirse del relato de sus propuestas argumentales, MAD LOVE –nueva versión del título rodado por Robert Wiene en 1924- se erige como una de las propuestas más radicales del cine fantástico de los años treinta, algo que quizá hasta la fecha no le ha permitido alcanzar el estatus que merece; el de una de las obras más interesantes que el género legó en aquellos años en el conjunto del cine norteamericano. Lo cierto es que la película de Freund –más conocido por su labor como excelente operador de fotografía, y que ya había debutado como realizador con la interesante THE MUMMY (La momia, 1932)-, demuestra en esta película un notable atrevimiento, al exponer lo que en una sociedad tan conservadora como la norteamericana podría suponer todo un catálogo de perversiones. En realidad, la génesis de la película habla de un hombre aparentemente piadoso y con un historial de avances en su profesión médica, pero al que por un lado su aspecto siniestro, y por otra el rechazo que recibe sobre todo por la mujer con quien desea ver compartido este sentimiento, le forzarán a inclinarse y potenciar el lado oscuro de su personalidad. Se trata de un elemento de índole psicológica que Freund resuelve en la pantalla a través de algunas secuencias de sorprendente eficacia, en las que el papel de los espejos resultará esencial para poder plasmar visualmente ese tormento interior de Mogol.

 

MAD LOVE se inicia de forma admirable, arrebatadora. Una sombra aparece junto a los títulos de crédito, que finalmente son rotos por una pedrada. La cámara describe un primer plano de un objeto decorativo de rasgos demoníacos, desvaneciendose y comprobando que nos encontramos en un pequeño teatro destinado a funciones terroríficas. El espectador se encuentra ya en ese momento totalmente atraído por sus imágenes. Es un rasgo que el realizador manejará con un alcance cercano a la maestría, por un lado con una narración concisa en la que no sobra un solo plano, que sabe ir a lo directo y permite con ello la inexistencia de puntos muertos en la narración. Pero es que al mismo tiempo logra vertebrar la propuesta argumental como un doloroso canto en torno a la inútil busca del amor por parte de ese doctor jamás amado por “ser diferente”, pero al que no duda nadie en recurrir cuando se trata de salvar a alguien de su propio entorno, algo que tiene su principal exponente en Ivonne con su marido Stephen. Ello propiciará en el fondo la conversión de la película en un melodrama “bizarro” –en la línea de muchos de los títulos protagonizados por Lon Chaney en pleno cine mudo-, en el que esa tímida frontera que siempre ha existido entre el amor y el odio, en esta ocasión llega más lejos, convirtiéndose entre amor o muerte.

 

De forma paralela, nos encontramos con un film en el que tiene una crucial importancia la escenografía y dirección artística, con especial mención al diseño de la mansión de Mogol, la propia del hospital en donde este opera, o incluso los exteriores del teatro de los horrores con el que se inician sus imágenes. En la interacción de todos estos elementos, la presencia también de cierto aire de comedia burda –como ese periodista americano que no aporta nada al conjunto- y un pequeño componente fetichista –la estatua de cera que sirve a Mogol para intentar olvidar que no tiene con él a la auténtica Ivonne-, pienso que podríamos incluso emparentar MAD LOVE a esa otra rareza del fantástico “bizarro” que es THE BLACK CAT (Satanás, 1934. Edgar G. Ulmer), llevando el título de Freund a ejercer como un involuntario precursor de tantas y tantas películas y personajes de estas mismas características que desde poco tiempo después, se adueñaron de la pantalla. Más allá de esa circunstancia posterior, lo cierto es que el ejemplo que nos ocupa ofrece un resultado magnífico al que se debe hacer justicia, situándolo dentro del amplio abanico de grandes exponentes que el cine de terror generó en los años treinta desterrando además –esta es una producción de la M.G.M.- el falso mito que señala que en aquella época los grandes títulos del género surgieron únicamente de la mano de la Universal. Referentes como ISLAND OF LOST SOULS (La isla de las almas perdidas, 1932. Erle C. Kenton), WHITE ZOMBIE (La legión de los hombres sin alma, 1932. Victor Halperin), SUPERNATURAL (Sobrenatural, 1933. Victor Halperin), DR. JEKYLL AND MR. HYDE (El hombre y el monstruo, 1931. Rouben Mamoulian), el imprescindible FREAKS (La parada de los monstruos, 1932. Tod Browning) y tantos otros, hablan bien claro sobre una de las mayores falacias asumidas con vergonzosa comodidad por no pocos estudiosos y comentaristas.

 

Calificación: 3’5

THE MUMMY (1932, Karl Freund) La momia

THE MUMMY (1932, Karl Freund) La momia

El paso del tiempo ha permitido redescubrir a muchos aficionados no solo la producción de cine fantástico en la Universal en la década de los años 30, sino al mismo tiempo otros títulos que abordaron el género desde otras productoras y con planteamientos incluso más atrevidos y logrados cinematográficamente que el del mitificado estudio creado por Carl Leammle –y viene al recuerdo enseguida la aportación de Victor Halperin (aún por redescubrir en toda su probable dimensión) o el caso de Merian C. Cooper y Erenst Schoedsack entre otros-. De forma paralela entre la propia apuesta de la Universal por el cine de horror de aquellos años se encuentran títulos justamente valorados, otros que presentan bastantes deficiencias y su valor real está muy por debajo de sus reales méritos y finalmente quedan ejemplos de films en su momento poco apreciados y que con el paso de los años han ido ganando la estima de estudiososo y aficionados –es el caso de SATANÁS (The Black Cat, 1934. Edgar G. Ulmer) o DOBLE ASESINATO EN LA CALLE MORGUE (Murders in the rue Morgue, 1932. Robert Florey)-.

En cualquier caso podemos situar THE MUMMY (1932) –LA MOMIA en España-, como una producción que se configura entre varios de esos apartados, puesto que en su momento supuso el debut como realizador del prestigioso director de fotografía alemán Karl Freund y al mismo tiempo inauguraba uno de los mitos del terror barajados posteriormente en dicho estudio en títulos de menor entidad. LA MOMIA fue otro de los mitos que más de dos décadas después abordó la inglesa Hammer Films de la mano del gran Terence Fisher, con una película que si bien no puede contarse entre las cimas del maestro británico sí considero de mayor nivel que el resultado que ahora comentamos.

Y es que a pesar de su indudable interés el debut de Kart Freund presenta como principal lastre ese determinado apergaminamiento que se hace extensivo a la mayor parte del cine fantástico de la productora. Pese a una duración muy ajustada de setenta minutos y contando con el evidente esfuerzo de realización de Freund que ahora intentaremos desvelar, en ocasiones ese residuo de orígenes teatrales se manifiesta. Pese a esta circunstancia, LA MOMIA es una película que sobrelleva con bastante buen pulso sus más de siete décadas de antigüedad, sobre todo debido al propio empeño de Freund en apostar visualmente por los elementos de su puesta en escena, procurando que la misma carezca de secuencias subidas de tono, abogando al uso de sombras y claroscuros, inserción de secuencias violentas siempre en off –con las que el efecto inquietante cobra más forma-, abundancia de momentos con predominio de lo visual sobre el diálogo y evidentemente apostando de forma decidida por el magnetismo de Karloff en su doble papel del contemporáneo Ardath Bey y su precedente, la momia de Imhotep. Por otra parte la película cuenta con un cuidado diseño de ambientación y la recreación de la propia momia es magnífica, con resonancias casi míticas.

Pero relatemos brevemente su conocido argumento, transformado en guión por John L. Balderston. La película se inicia tras un breve preámbulo con citas invocando a la muerte según la tradición faraónica y nos lleva a la expedición británica de arqueología en Egipto en 1921. Allí se ha encontrado el sarcófago de una momia cuya disposición revela que su cuerpo murió en atroz tormento, teniendo junto a su hallazgo un cofre en cuyo exterior se expone la inscripción de una maldición. Ante la misma los doctores Whemple (Arthur Byron) y Muller (Edward Van Sloan) confrontan sus divergentes puntos de vista; uno respetuoso ante lo oculto y otro escéptico y basado en la ciencia. Junto a ellos se sitúa un joven ayudante impulsivo que no se resiste a abrir el cofre una vez estos salen a meditar sobre el alcance de dicha maldición. Como si fuera la caja de pandora, la momia (Karloff) volverá a la vida y el joven quedará enloquecido hasta su muerte.

La película avanza hasta 1932 en una nueva excavación en El Cairo que comanda Frank Whemple (David Manners), hijo del veterano arqueólogo. Cuando están a punto de culminar una temporada sin piezas de especial relieve la pista que les ofrece el enigmático Ardath Bay (otra vez Karloff) les permite encontrar el sarcófago de la princesa Anckesen-Amon (Zita Johann). Sus restos y enseres son llevados al Museo de El Cairo donde se exponen en una muestra pública. Paralelamente la acción nos lleva hasta Helen Grosvenor (igualmente la Johann), una bella y extraña joven que de pronto siente impulsos atávicos sobre el antiguo Egipto. En realidad se trata de la reencarnación de la princesa egipcia y Bay, que es el heredero espiritual de la momia fue en el pasado su amante que desafió a las dioses y por ello fue castigado a morir.

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Es así como se establecerá por un lado la dualidad entre la atracción amorosa de Bay y la Grovesnor como herederos de sus sentimientos en las pasadas reencarnaciones hace 3.700 años y por otra la dualidad del sentimiento de la joven demuestra por Frank. En esa tesitura las fuerzas esgrimidas por Ardath Bay tienen sus contraposición con las ejercidas por Frank y el doctor Muller, hasta que finalmente sea la invocación de la mítica personalidad de la joven la que logre invocar a los dioses y eliminar a Bay, deshaciendo su cuerpo, y apostando por el amor del joven arqueólogo.

Tal y como antes señalaba, lo mejor de LA MOMIA viene de la mano del intento –logrado en la mayor parte de las ocasiones- por parte de Kart Freund de dotar de una singularidad visual al film. Ese predominio de sombras, claroscuros y efectos de esa índole, la apuesta decidida por ofrecer las secuencias violentas fuera del encuadre –la primera aparición de la momia es ejemplar en ese sentido, como lo es la muerte del vigilante del museo en plena noche-, logran aportar una especial temperatura basada en lo sugerido, que tiempo después retomarían maestros del género. Al mismo tiempo resulta de especial interés esa dualidad pasado – presente en la relación que se produce con la nueva encarnación de Imhotep y la princesa, proporcionando un especial erotismo al relato en el que el aporte sensual de la Johann y la presencia de esos atrevidos e inquietantes primeros planos de Karloff con su mirada punitiva y potenciada en la iluminación le dotan de un especial carácter. Todos estos rasgos emparentan siquiera sea de soslayo esta película con los atrevimientos estéticos auspiciados al año siguiente por Edgar G. Ulmer en su magnífica –aunque creo que hoy día excesivamente mitificada- SATANAS, ya señalada anteriormente.

Pero si hay una secuencia que reviste carácter de excelente en esta película es sin lugar a dudas el momento en que Bay y la joven se reúnen mientras él la tiene bajo su influjo frente a un pequeño estanque. Una suntuosa grúa se eleva sobre ellos abriéndonos la vista ante la bruma que se extiende en el mismo y que sirve para relatar el origen de la maldición que propició la condena a Imhotep. Lo singular de esa amplia secuencia es que tiene toda la textura del cine mudo. Incluso su tono fotográfico se torna más contrastado y carece de diálogos, brindándose como un sorprendente homenaje al cine silente y una arriesgada apuesta estética, y erigiéndose quizá como una de las secuencias más brillantes de todo el cine de terror de la Universal en aquellos dorados del género.

Calificación: 3