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CINEMA DE PERRA GORDA

Manuel Mur Oti

ORGULLO (1955, Manuel Mur Oti) Orgullo

ORGULLO (1955, Manuel Mur Oti) Orgullo

Dentro de la aparente atonía que definía el cine español de su tiempo, la presencia de ORGULLO (Orgullo, 1955. Manuel Mur Oti) supone una pequeña singularidad. Es el año en que se celebran las célebres conversaciones de Salamanca, al tiempo que nos encontramos con una producción tardía de Cifesa, en la que detectamos como jefe de producción a un joven Pedro Masó. No es nada de extrañar que se produzcan estas extrañas circunstancias, a las que cabe añadir la propia y singular configuración de la propia película, ya que se trata del cuarto largometraje de una de las figuras más extrañas e inclasificables de nuestro cine a partir de la posguerra, como fue el vigués Manuel Mur Oti. Partiendo de un guion escrito por el propio director al alimón con Jaime García Herranz, asistimos a un relato que en todo momento deja entrever el gusto por la retórica tanto en sus diálogos como en su puesta en escena, ecos de clásicos literarios como el Romeo y Julieta de Shakespeare… al tiempo que una clara apuesta por trasladar a la iconografía de nuestro cine no pocos estilemas del western.

Tras diez años estudiando en París, regresa a un indeterminado entorno de Castilla la joven Laura Mendoza (Marisa Prado). Le recibe su madre -una estupenda Cándida Losada, en una de sus escasas participaciones cinematográficas- de la que desde los primeros instantes percibiremos la aspereza y adustez de su carácter. E incluso el inesperado encuentro con el motivo de su hosca personalidad. Se trata de Enrique Alzaga (Enrique Diosdado, brillante trabajo de otro intérprete poco frecuente en el cine), el dueño de las tierras de los Alzaga, que han venido luchando contra la de los Mendoza de manera lejana en el tiempo. Y todo por la frontera que marca el uso del agua de un río -en ocasiones escasa- para que surta la sed de ambos terruños. Laura ha sido reclamada por su madre, viuda, ya que esta ve como se acrecienta en ella la madurez, y quiere dejarle el testigo del mando de sus tierras. Y será en el propio deambular de la muchacha por esas extensas propiedades a las que está destinada, cuando se encuentre con un joven que llamará su atención. Se trata de Enrique Alzaga, hijo del anterior (encarnado por un pésimo Alberto Ruschel, lo peor de la película). Se trata del heredero de las tierras colindantes, que tienen separadas las aguas del rio por unas cercas. Como resulta previsible, pese a las circunstancias que los separan y al rechazo sobre todo propuesto por la madre de ella -Enrique padre será más comprensivo pese a su oposición inicial-, ambos caerán enamorados, y lograrán convencer a sus progenitores de su decisión de contraer matrimonio y, con ello, romper con esa especie de maldición que se cierne entre ambas familias. Es más, hasta en la madre de Laura se establecerá una cierta nostalgia hacia Alzaga padre, con quien mantuvo en el pasado una relación amorosa.

Todo se encuentra preparado para la boda, pero la noche previa el veterano Enrique descubrirá los indicios de que el cauce del río está próximo a agotarse y, con ello, a volver a vivirse la guerra entre ambas familias. Pese a intentar adelantar la boda, a sus esfuerzos y los de la madre de Laura, el enfrentamiento se volverá a vivir con especial crudeza, e incluso la muerte de algunos de los granjeros impedirá que la situación se relaje. El entorno de la hacienda de los Mendoza se encuentra asfixiado por la falta de agua, para lo cual Laura, en un arranque de valentía dentro de la dureza que vive por haberse frustrado su boda, logrará comprometer a sus hombres para viajar a unas cumbres donde se señala se encuentra suficiente líquido elemento para su ganado. El viaje será penoso y se encontrará al límite de su resistencia, pero finalmente logrará su objetivo, estableciendo allí unas cabañas para establecerse allí mientras el ganado puede consolidarse de manera precisa. Todo parece funcionar ya a las mil maravillas, comprobando asimismo la rápida madurez e implicación de la muchacha, pero la enfermedad de su madre obligará a Enrique a ir en su búsqueda. Será un reencuentro no deseado, o quizá el destino así lo ha marcado.

Antes lo señalaba, ORGULLO parece como un relato casi configurado fuera de su tiempo. Ni por su factura se integra con el tipo de cine que ya se venía plasmando en aquel tiempo, ni se emparentaba con propuestas con las que podía mantener cierta semejanza, como la por otro lado interesante y cercana en el tiempo CARNE DE HORCA (Carne de Horca, 1953. Ladislao Vajda). Lo cierto es que nos encontramos ante una propuesta muy propia de un hombre de cine singular, quizá aún preciso de un recorrido riguroso de su obra -en la que se alternan propuestas muy cercanas a su mundo, con otras absolutamente alimenticias, incluyendo en ellas algún producto al servicio del inefable Joselito-. En cualquier caso, desde sus primeros instantes -la descripción de la llegada de la protagonista a la estación de tren- se percibe un envolvente juego de cámara. Una sensación de que esta siempre se encuentra a flor del fiel, y que se manifiesta en la intensidad de una dirección de actores que sirve y adecua la entraña dramática de un argumento tan previsible en sus costuras pero que, contra todo pronóstico, y dado el tratamiento que le brinda Mur Oti, brinda no pocos destellos de sinceridad cinematográfico.

Y sin embargo, y aun reconociendo la eficacia que albergan las secuencias de interiores, en especial en la vieja estancia de los Mendoza -magníficos y creíbles decorados del gran Enrique Alarcón-, lo cierto es que lo mejor, lo más auténtico y genuino de ORGULLO proviene de sus numerosos episodios y pasajes rodados en exteriores. Da igual que se produzca cierta querencia romántica en aquellas secuencias fronterizas en las que los dos jóvenes consolidan su mutua atracción, o en las nocturnas y diurnas que marcan ese indeseado y violento recrudecimiento en el enfrentamiento. Sin embargo, donde la película encontrará su más clara expresividad formal será en el extenso y magnífico fragmento donde los expedicionarios en búsqueda del agua, sobrellevando las cada vez más sedientas piezas de ganado, irán deambulando por un sendero cada vez más escarpado, más peligroso. Será en ello cuando el film de Mur Oti asuma las costuras del western itinerante y albergue tanta sensación de verdad como auténtica catarsis para unos seres en la búsqueda de un futuro mejor, aspecto por el cual el avistamiento de ese deseado lago suponga un instante en donde un aura de felicidad se extienda al conjunto de sufridos expedicionarios, y la puesta en escena nos evoque, por unos momentos, a algunos de los más grandes cineastas norteamericanos. Entre esa querencia por la fisicidad como elemento de evolución de sus personajes, el director gallego acierta a incluir secuencias en donde su garra cinematográfica potencia la evolución de sus personajes. Fruto de ello podemos destacar momentos admirables, como intenso primer plano sobre Marisa Prado, que acierta a transmitir su transformación en torno a su vivencia de la dureza rural, al contemplar como una de las yeguas da a luz un potrillo -quizá el mejor plano de la película-. También la intensidad con la que se recibe en la acción el retorno de la terrible sequía en el río. O la secuencia en la que Laura, una vez sobrepasada de la separación con el hombre que ama, implora a sus hombres a acudir en esa odisea en busca de agua. Al contemplar como ninguno de ellos se echa atrás, indicará la hora de salida. Sin embargo, por un instante, la antigua muchacha volverá a aflorar, para decir emocionada; “Gracias”. Esa facultad para proporcionar diferentes capas dramáticas, tendrá un ámbito de especial significación en el espléndido episodio en que la muchacha, ya curtida en la batalla, acuda de nuevo a su hacienda, que encontrará sola, hasta llegar a la alcoba de su madre, en donde estallará a llorar al ver como el lecho se encuentra vacío. Y finalmente, la liberación vivida cuando lleguen de forma rotunda la lluvia y las aguas. Una limpieza de sentimientos que proporcionará futuro a las tierras y, quizá, la posibilidad definitiva del amor en la pareja de jóvenes. Tan retórica con audaz en su plasmación física. Tan previsible como contundente en sus mejores momentos, ORGULLO es una muestra de la singularidad en el cine de Manuel Mur Oti.

Calificación: 2’5