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CINEMA DE PERRA GORDA

Paul Czinner

THE RISE OF CATHERINE THE GREAT (1934, Paul Czinner) Catalina de Rusia

THE RISE OF CATHERINE THE GREAT (1934, Paul Czinner) Catalina de Rusia

Creo que a cualquier aficionado al cine le debe resultar familiar esa inclinación de las producciones de los hermanos Korda, escoradas a la narración de episodios históricos del pasado. Apuestas cinematográficas que tuvieron su apogeo en el contexto del cine británico de los años treinta y en definitiva, no fueron más que exponentes distinguidos de una tendencia que durante décadas ha sido primordial en la producción inglesa, y en la que se encuentran ilustres exponentes, títulos más o menos apreciables, junto a otros absolutamente caducos. Por norma general, cabría decir que no es precisamente en este contexto donde se encuentran los referentes más remarcables de un ámbito como el que a lo largo del tiempo ha manifestado el marchamo fílmico de las islas, pero sin por ello menospreciar una corriente que por lo general se cuidaba con esmero y mostraba unos condicionamientos de producción notables, al tiempo que se centraba en ofrecer una mirada intimista y distanciada -una “segunda oportunidad”- a los grandes momentos consagrados por la historia. Ejemplos de ellos lo tendríamos en la célebre THE PRIVATE LIFE LIFE OF HENRY VIII (La vida privada de Enrique VIII, 1936. Alexander Korda) –quizá el ejemplo más representativo de esta tendencia en aquellos años-, pero también tuvo un ejemplo previo de cierta distinción en su diseño de producción en THE RISE OF CATHERINE THE GREAT (Catalina de Rusia, 1934. Paul Czinner), evocando el proceso que llevó a la joven Catherine (Elisabeth Bergner) a ser consagrada como emperatriz de Rusia. De todos es sabido que de forma paralela a esta producción, Joseph Von Sternberg dio vida otra mirada sobre idéntico personaje, con THE SCARLET EMPRESS (Capricho imperial, 1934). Podrían ambos títulos ejemplificar miradas contrapuestas sobre similares circunstancias pero, por encima de todo, manifiestan que el retrato de un personaje o unas circunstancias no deben ir necesariamente unidos de la mano a la hora de ofrecer un resultado artístico y cinematográfico válido. Bajo esta premisa, y sin atender a una mayor o menor fidelidad del relato, considero el film de Sternberg una de las cimas de su cine, logrando aplicar abstracción, inventiva y creación visual a un conjunto que se prestaba para un resultado anquilosado y polvoriento.

 

Bajo mi punto de vista, y pese a los destellos que en su conjunto se puedan manifestar, son estas últimas, las sensaciones finales que me quedan al contemplar el film dirigido por Paul Czinner, que nos mostrará el recorrido de la joven noble para ser convertida por la emperatriz Elizabeth (Flora Robson), en la esposa de su sobrino y heredero el Gran Duque Peter (Douglas Fairbanks, Jr.), los desprecios que la ya esposa recibe de un marido calavera e irresponsable, la llegada de este al trono tras la muerte de su tía, y la conversión de la mujer del ya Emperador en la encarnación de la cordura de una Rusia en crisis, que se encuentra harta de sobrellevar el mandato de alguien incapacitado para gobernar. Será algo que reiteradamente rechazará la monarca consorte, luchando en todo momento por preservar el amor que siente por alguien que no solo no la corresponde en absoluto, sino que incluso insistirá en humillarla públicamente, despechado por el creciente carisma de esta. Ni que decir tiene que nos encontramos con un atractivo material como punto de partida, pero no es menos evidente que su conjunto muestra desde sus primeros compases el lastre de un estatismo y dirección de actores marcadamente teatral que, pese a alcanzar en determinados instantes cierta personalidad específicamente cinematográfica, no llega a impedir que aflore esa sensación de acartonamiento. Y es que en todo momento se tiene la sensación de que ese extraño personaje que fue el húngaro Paul Czinner –cuya esposa fue la actriz protagonista del film-, pensaba primordialmente en base a una ascendencia teatral que tiene demasiado protagonismo en el resultado final. Se trata de una circunstancia que manifiesta de forma poderosa incluso su dirección de actores, y que tiene su exponente más molesto en la recreación del personaje del Gran Duque, del cual Douglas Fairkbaks Jr. ofrece un retrato que roza abiertamente la caricatura. Sin embargo, pese a esas composiciones estáticas, a esa ampulosidad y ausencia de ritmo cinematográfico, ese apergaminamiento en suma en que inciden igualmente las simplificaciones de guión mostradas en la mayor parte del metraje, no evitan que de tanto en tanto nos encontremos con algunas soluciones visuales que logran despertarnos del letargo de la función. Se trata de composiciones centradas fundamentalmente en la utilización y planificación en base a la escenografía, y en la que tendrá especial incidencia ese plano general de las escaleras que se describen casi como una especie de laberinto dentro de palacio. Allí se desarrollará el instante en el que finalmente el Gran Duque será detenido –lo que permitirá a Czinner ofrecer una sucesión en montaje de breves planos de índole dramática, de leones que están plasmados como elementos decorativos con claros ecos einsenstenianos-, pero esa puesta por el uso de la escenografía, tendrá asimismo muchas demostraciones en la película –como la profundidad de campo que se ofrece a esa sucesión de puertas por las que emergerá inicialmente Catherine, y que quedará como una autentica metáfora al creciente protagonismo que adquirirá en la función-.

 

Entre destellos de la búsqueda de un interés visual expresado a través de la dirección artística, algunas breves notas de comedia –el mayordomo del matrimonio real recién reconciliado, preparando el lecho de la pareja tras una panorámica de la cámara que abandona a los dos esposos-, una reflexión no demasiado bien meditada sobre los mecanismos de poder y la hipocresía que rodea su entorno, una mezcla no demasiado conseguida de relato historicista con elementos tragicómicos, algunos buenos personajes secundarios –la emperatriz que encarna con su habitual aplomo Flora Robson, y el fiel protector de Catherine, Grigory Orlov (Griffith Jones)-, y demasiadas concesiones a la teatralidad –las estáticas composiciones de los cortesanos en las fiestas- y la grandilocuencia –los momentos más afectados por el histrionismo de Fairkbanks-, THE RISE… deviene finalmente un intento bastante caduco, del que emergen algunos instantes dominados por una inquietud estética, pero que no logran elevar su conjunto de un rasgo de estatismo en ciertos momentos diluido, pero en otros –demasiados- determinante.

 

Calificación: 1’5