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CINEMA DE PERRA GORDA

Robert Ellis Miller

SWEET NOVEMBER (1968, Robert Ellis Miller) Dulce noviembre

SWEET NOVEMBER (1968, Robert Ellis Miller) Dulce noviembre

Ya desde iniciada la década de los sesenta, y al margen de la apuesta de los grandes especialistas del género -Donen, Edwards, Quine, Minnelli, Wilder, Lewis, Tashlin, Logan…-, discurrió en el entorno de la comedia americana, una corriente que adaptaba referencias directamente emanadas de la escena newyorkina, bajo la cual se registraría el debut de realizadores que, con el paso del tiempo, jamás alcanzaron la antorcha del relevo de sus predecesores. Sería un ámbito en el que podríamos encontrar referencias como la de SUNDAY EN NEW YORK (Un domingo en Nueva York, 1963. Peter Tekwsbury), y que se extendería a la traslación a la pantalla de las exitosas comedias de Neil Simon, por lo general filmadas por Gene Saks, de las que me quedaría con la muy divertida THE ODD COUPLE (La extraña pareja, 1968). Lo cierto y verdad es que aquellos que vieron en dicho contexto una posibilidad de evolución del género, erraron en sus posibilidades. Por más que entre las mismas aparecieran propuestas de cierta eficacia, jamás pudieron sustituir a los cineastas que le precedieron, hasta el punto que jamás se ha vivido otro periodo de similar brillantez en la comedia americana, y aunque en aquellos años, a la chita callando, fuera probando sus armas Woody Allen, con títulos de muy limitada efectividad.

Pues bien, fruto de dicho enunciado aparece SWEET NOVEMBER (Dulce noviembre, 1968) -de la que en 2001 Pat O’Connor filmó un remake-. Dirigida por Robert Ellis Miller -que ya en 1966 dirigiera otra propuesta de esta corriente; ANY WEDNESDAY (Cualquier miércoles)-, nos encontramos ante una comedia de procedencia teatral, que alberga la singularidad de haberse comprado los derechos del original escénico de Herman Raucher, antes de que este se llevara a escena. Lo cierto es que nos encontramos ante una propuesta auspiciada por el tándem de productores formado por Jerry Gershwin y Elliot Kastner, que en sus proyectos de aquellos años favorecieron títulos insertos en el género, destacados por su capacidad a la hora de describir exteriores urbanos y, del mismo modo, establecer en sus ficciones personajes dominados por su entronque con la moderna sociedad en la que se plasman sus historias.

Punto por punto, todo ello se cumple en esta comedia romántica desarrollada en entornos casi contraculturales en la ciudad de la gran manzana, y que combina en su discurrir elementos cercanos a la contracultura, con el desarrollo de una curiosa historia de amor, quizá en su tomento tomada de manera superficial como transgresora, pero que con el paso de los años revela bien a las claras su carácter inofensivo. La película muestra a primera instancia el frenético devenir del joven empresario de cajas de cartón Clarlie Blake (el extraño actor y cantante inglés Anthony Newley), quien se dispone a examinarse para renovar su carné de conducir, en cuyo tribunal conocerá a la excéntrica Sara Deever (Sandy Dennis), cuya injerencia le hará ser expulsado del examen. Pese a lo poco halagüeño del encuentro, este finalmente cederá a la pretensión de la muchacha de quedar con ella, hasta el punto de visitar su destartalado apartamento en Greenwich y, lo que es peor, ir acercándose hasta ella, hasta el punto de ser elegido protagonista de su relación con Sara durante el mes de noviembre, ya que la joven tiene la costumbre de variar de amante cada mes. Así pues, y pese a su rechazo inicial, Charlie irá abandonando su habitual rutina empresarial habitual, hasta el punto de dejarse imbuir en el entorno y las extravagancias de la muchacha, sin saber a ciencia cierta las razones de los relevos de sus amantes, aunque acercándose cada vez más a su hechizo y, en última instancia, conociendo la terrible circunstancia por la que esta decidió estructurar temporalmente el marco de sus relaciones.

Al igual que sus compañeras de corriente, SWEET NOVEMBER acusa en buena parte de su metraje esa ascendencia teatral, que Miller intenta dinamizar por medio de una ágil planificación de sus secuencias de interiores -en las que tiene importante presencia el uso de la grúa-, y en las que destacará una atractiva escenografía. Sin embargo, nos encontramos ante un relato que deviene especialmente parchanchín, y que en su primera mitad no termina de conectar, puesto que nos acercamos a dos personajes quizá demasiado extravagantes, y al mismo tiempo los dos actores que los encarnan no desprenden la necesaria química para que el espectador empatice con sus estrafalarios comportamientos. Es cierto que para hacer más atractiva esta parte del relato, encontramos dos importantes aliados, como es la vivacidad y luminosidad en la fotografía en color dispuesta por Daniel L. Fapp y, de manera muy especial, la calidez que desprende la banda sonora de Michel Legrand -una verdadera debilidad personal- que permiten que todas aquellas secuencias que exteriorizan y airean la película, alberguen una inusual temperatura vitalista y romántica.

Por fortuna, y pese a esa primera mitad en la que no se termina de encontrar el tono, lo extravagante va dejando paso a un cierto grado de complicidad romántica. Los histrionismos de Newley irán dejando paso a una interpretación más convincente, al tiempo que las asperezas de la generalmente estupenda Sandy Dennis, poco frecuentada en la comedia. En ello tendrá bastante que ver la presencia mediadora del entrañable y vegetariano Alonzo, encarnado por un magnífico Theodore Bikel -atención a la secuencia en la que Charlie y este se sinceran, revelando la realidad del trágico futuro de la muchacha, quizá la más hermosa del relato-. Es por ello que la segunda mitad se va imbricando de una extraña mezcla de romanticismo y melancolía, que iniciará su estallido en la impactante, divertida y coreográfica secuencia del retorno de Charlie, quien se ha marchado del apartamento de Sara, que se iniciará con la recepción de esa enorme caja de siete caras, simbolizando la decidida apuesta del empresario por vivir con ella el resto de la vida de Sara. Todo ello acogerá, con ayuda de los elementos antes señalados, una dinámica planificación y un vivaz montaje, unos pasajes donde el romanticismo de la pareja parecerá desafiar el tiempo que Sara se habrá autoimpuesto, precisamente para evitar que el inevitable amor que siente por el empresario le haga sufrir una vez su enfermedad vaya acabando con su vida. Todo ello, en esa brillante espiral de doloroso romanticismo, culminará en unos minutos finales dominados por una irresistible emotividad, en la que el sentimiento amoroso de Charlie desbordará con mucho -al tiempo que respetará- el deseo de Sara de separarlo de su entorno. Hermosa conclusión, para una película a la que justo es reconocer, le cuesta arrancar y desprenderse de su cáscara exterior, pero que en última instancia acierta al imbricarse de una singular aura de melodrama. Lástima que tarde tanto en hacerlo.

Calificación: 2’5