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CINEMA DE PERRA GORDA

THE MAN WHO CAME TO DINNER (1942, William Keighley) [El hombre que vino a cenar]

THE MAN WHO CAME TO DINNER (1942, William Keighley) [El hombre que vino a cenar]

Uno de los puntales de inspiración en la comedia cinematográfica estadounidense, lo supuso sin duda la constante incorporación en la pantalla de probados éxitos de la escena newyorkina. La aportación en este sentido de autores teatrales tan conocidos como George S. Kaufman, Norman Krasna y tantos otros, fueron siempre un auténtico manantial en el que Hollywood recurrió con presteza puntual, cada vez que en Broadway se estrenaba cualquier comedia y el éxito de público y crítica avalaba sus representaciones. Dentro de esta vertiente, la adaptación cinematográfica de THE MAN WHO CAME TO DINNER (1942, William Keighley) responde, punto por punto, a este enunciado, como un par de años después lo podía ofrecer igualmente ARSENIC AND OLD LACE (Arsénico por compasión, 1944. Frank Capra) –film con el que mantiene no pocos puntos de contacto en su alcance cinematográfico-. Es decir, nos encontramos ante títulos que parten de una sólida raíz escénica, que sus respectivos realizadores se encargan en modo alguno de disimular, sino de adaptar a la pantalla dinamizando ese alcance teatral, y logrando con ello proporcionar a las propuestas un resultado óptimo. En el título que nos ocupa, la cámara de Keighley –un realizador de escasa personalidad al servicio de la Warner, y que acababa de rodar otra comedia THE BRIDE CAME C.O.D., 1941) se muestra en todo momento ágil y precisa, con una narrativa basada en la movilidad de la cámara dominando el plano secuencia con gran destreza, e incluso aportando elementos secundarios –la presencia de punteos musicales a algunas de las salidas de los actores-, que por momentos nos recuerdan ecos del cartoon.

 

Con estas características, sorprende en primer lugar la destreza con la que un realizador poco frecuentado por el género logra una comedia tan atractiva, de gran éxito en Estados Unidos, aunque en España jamás se estrenó comercialmente, limitándose su exhibición a pases televisivos y, más recientemente, a su edición en DVD. Es indudable que partimos de un material cómico y satírico de elevados kilates. La comedia del ya mencionado George S. Kaufman y Moss Hart, trasladada en forma de guión por los expertos Julius J. y Philip P. Epstein, alberga en su planteamiento y desarrollo una nada solapada sátira en torno al snobismo cultural estadounidense. En realidad, podríamos hablar de una lacra que se extiende a todos los ámbitos y llega hasta nuestros días, como es la bobalicona admiración existente hacia personajes que basan su previsible encanto en un superficial alcance transgresor. En la película, tal exponente queda representado en el ya maduro y prestigiado conferenciante y colaborador radiofónico Sheridan Whiteside (excelente y siempre insidioso Monty Woolley). Sherry es un ególatra de marca mayor, acostumbrado a réplicas brillantes y mordaces, que accede a mala gana a cenar en casa de unos amigos de su secretaria –Maggie (una brillantemente contenida Bette Davis)-, con tan mala fortuna que resbala en la puerta nevada de la pequeña mansión, teniendo que residir en ella durante semanas e instalando allí provisionalmente sus oficinas. Lógicamente, esta prolongada presencia, sus constantes excentricidades y su altanería, provocarán la desesperación del matrimonio Stanley, propietario y residente en la misma. A partir del planteamiento, la película se enriquecerá por un lado con la incorporación de divertidos personajes secundarios –ese médico plasta empeñado en que publiquen su vetusto libro de memorias, la enfermera caracterizada por su prominente nariz, constantemente objeto de la puyas de Whiteside-, e incluso un grupo de pingüinos que contribuyen al alcance surrealista de la función. Dentro de dicho contexto, la progresión de la película vendrá dada por el enamoramiento de la secretaria del protagonista con un editor periodístico local –Bert Jefferson (Richard Travis)-. A partir de dicha circunstancia, la mente de Whiteside no dejará de elucubrar estratagemas para poder persuadir a Maggie del paso que va a dar –y sobre todo, asumir que va a abandonarle en su cometido-, logrando que acuda hasta la mansión una estridente estrella cinematográfica –Lorraine Shelton, de la que Ann Sheridan ofrece una recreación irresistible-, intentando con ello que logre vampirizar al inocente Jefferson y que este deje de lado a su enamorada. También se incorporarán en la película personajes representativos del mundo del espectáculo –encarnados con acierto por Reginald Gardiner y Jimmy Durante-, todos ellos tomados como referentes de conocidas estrellas del mundo de Hollywood y Broadway. En este sentido, THE MAN… logra describirse como una acerada sátira de los vicios y costumbres del mundo de las estrellas, empeñadas en mantener una imagen altanera y artificiosamente chic, dominada por instintos egoístas e hipócritas y, en el fondo, sobrellevando sus vidas como si estas fueran una constante e ininterrumpida sobreactuación. En ese contexto, lo cierto es que funcionan a la perfección las estratagemas brindadas por todos estos personajes, logrando que el tercio final de la función alcance un ritmo casi vertiginoso –es por ello que antes señalaba las semejanzas en su construcción con el citado título de Capra-. Lo cierto es, en este sentido, que resultan hilarantes las apariciones de la Sheridan –especialmente en la secuencia en la que consecutivamente encarga a su doncella que envíe unos telegramas anunciando su inminente boda, y poco después desmintiéndola-, como lo supone esa constante concatenación de situaciones, que tiene en el pérfido rasgo demiúrgico de Whiteside –imprescindible escuchar a Woolley en versión original- el elemento vector. Un protagonista que sabe ser déspota y amable al mismo tiempo, desplegando únicamente una máscara de comprensión cuando esta se aviene a sus intenciones, aunque en algunos momentos este ofrezca un prisma de lucidez –los consejos que ofrece a los dos hijos del matrimonio anfitrión para que sobrelleven los deseos de sus vidas-. En definitiva, nuestro protagonista finalmente se convertirá en una extraña y cascarrabias versión de Papa Noel –la acción central de la película se desarrolla en plenas navidades-, intentando redimir su egoísta comportamiento con su abnegada secretaria. Del mismo modo, logrará finalmente desprender a Jefferson de la molesta presencia de la diva e interesada Lorraine –la manera con la que logra que esta desaparezca resulta atractiva sobre el papel, aunque poco creíble en la pantalla-, dentro de unos minutos finales que para este supondrán un auténtica prueba de fuego para su demostrado ingenio –el dueño de la vivienda le da quince minutos para tirarlo a la calle-. En este sentido, la llamada final de Eleanor Rooswelt resulta impagable –buscando la presencia de Whiteside-, como lo es la réplica que le ofrece la esposa de los Stanley: “mi marido no votó al suyo, pero yo si”.

 

En definitiva, un exponente francamente brillante de la comedia cinematográfica estadounidense, dominada por sus constantes alusiones a la vida sociocultural de aquel periodo, y servida con precisión por un inspirado William Keighley, que entendió que la mejor manera de extraer las posibilidades del material original, era la de lograr una dinámica combinación de cine – teatro por momentos, casi ejemplar.

 

Calificación: 3

1 comentario

Xavier Sans Ezquerra -

Gran comedia, grandes actores, bien escrita. ¿Que más se puede pedir?