EACH DAWN I DIE (1939, William Keighley) Muero cada amanecer
Atisbando las imagines y los primeros pasos de la propuesta argumental que presenta EACH DAWN I DIE (Muero cada amanecer, 1939. William Keighley), resulta bastante fácil percibir el giro que iban adquiriendo las producciones que en el seno de la Warner Bros, se iban insertando dentro de los parámetros del cine policíaco y de gangsters. Esa simplicidad y moralismo que hasta muy pocos años antes había caracterizado –y limitado- su producción –con excepciones notables como I AM A FUGITIVE FROM A CHAIN GANG (Soy un fugitivo, 1932. Mervyn LeRoy)-, se vería revestido de complejidad en un título como este, o el excelente THE ROARING TWENTIES (1939, Raoul Walsh). Al éxito, la ambientación y la capacidad de inmediatez de dichas propuestas, de manera paulatina se irían introduciendo una serie de matices argumentales que irían teniendo su justa correspondencia con una mayor madurez expresiva. De tal modo asistiremos a relatos en los que tendrá una presencia destacada la crónica social, o el abandono progresivo de ese maniqueísmo que en más ocasiones de las deseables lastraran títulos por otra parte nunca desprovistos de interés. Dentro de esa visión cada vez más desencantada de una sociedad como la norteamericana, traumatizada por la Gran Depresión, las difusas fronteras que separaban hasta entonces la fachada de respetabilidad de las instituciones y sus representantes, de la que lo hacían los en apariencia temibles delincuentes, poco a poco irían desapareciendo, hasta emerger una nada solapada crítica de ese contexto de hipocresía inherente al contextote aquel país. Un ámbito donde quizá aquellos estandartes de la respetabilidad eran en esencia mucho más cuestionables, más definitorios de un modo de vida castrante e hipócrita, que aquellos delincuentes que se encuentran confinados en las prisiones, arremolinados como desechos de una sociedad injusta, pero que dentro de su condición como tales, albergan un código de conducta y lealtad revestido de humanidad.
Todo ello tiene un atractivo exponente en EACH DAWAN I DIE, en donde el irregular pero en ocasiones inspirado William Keighley sabe penetrar en la entraña de la novela de Jerome Odlum, transformada en guión por Norman Reilly Raine y Warren Duff. Sus primeras imágenes están revestidas de tensión y parecen acercarnos a un relato de claros tintes policiacos. Bajo la lluvia y con una cámara en constante movimiento, seguiremos una turbia acción bajo la lluvia, contemplando como unos hombres de siniestro aspecto queman unos documentos presuntamente comprometedores. En el primer plano del film, la cámara ha destacado el cartel que pide la elección de Jesse Hanley (Thurston Hall) como gobernador, adelantando al espectador la importancia que este personaje va a tener, y determinando el devenir de la andadura vital de un periodista que se encuentra agazapado, contemplando la destrucción de unas pruebas incriminatorias. Se trata de Frank Ross (James Cagney), quien iniciará una campaña desde su periódico para desacreditar al candidato. Este desplegará todas sus artimañazas, logrando inculpar a este de triple homicidio involuntario al conducir –todo ello estará falseado al dejar a Ross sin conocimiento- su coche estando bebido. Ross mantendrá la certeza de que sus compañeros lograrán sacarlo de la cárcel, al buscar a aquellos que lo llevaron hasta allí por orden del corrupto político. Sin embargo, las cosas no resultarán tan fáciles, aunque por el contrario el periodista logre entabla una relación de amistad con oro condenado, este si por acciones delictivas. Se trata de Hood Stacey (uno de los mejores trabajos de George Raft), un duro exponente del dicho submundo, pero que poco a poco demostrará a nuestro protagonista un acentuado sentido de la amistad. Será el máximo representante de un modo de ver la existencia regida por una ética quizá ausente fuera de las rejas de la prisión. Stacey estará a punto de matar en la prisión a Limpy (Joe Downing), el soplón que lo delató, aunque en el último momento –en una secuencia caracterizada por una gran tensión, desarrollada durante la exhibición a los presos de una película- no sea él quien ejecute el crimen. Pese a ello motivará a Ross para que testifique en contra de él, permitiéndole escapar en una rocambolesca huída que servirá para que el preso periodista sufra una previsible situación de presión por parte de los representantes penitenciarios, a las que responderá con una entereza centrada en el compromiso que el huido le proporcionó de ayudarle a sacarlo de la cárcel, descubriendo a aquellos que le llevaron a la misma de manera injusta.
A partir de unos primeros minutos en los que asistimos a un ritmo trepidante y preciso, digno del mejor Raoul Walsh, EACH DAWN I DIE se introduce muy pronto en al ámbito de esa prisión, donde se expresa con un tono desencantado, en algunos momentos quizá estático, ese mundo que la sociedad quiere dejar a su lado. Un conjunto de despojos humanos, en los que también se germinan nobles sentimientos. Sin embargo, dentro de ese recinto revestido de ausencia de libertad, se observará un código ético mucho más sincero y profundo que el que marcará una sociedad arribista y corrupta. Será ese uno de los elementos más atractivos del film, pero no el único. Junto a esa mirada caracterizada por su humanidad, en la que se contempla a esos seres humanos derrotados, catatónicos en algunos casos –ese preso que muestra sus manos y su semblante ido en el patio de la prisión, tras vivir mucho tiempo en el denominado “agujero”-, en otros embrutecidos, o algunos ruines y rastreros –por momentos me vino a la mente la muy posterior LE TROU (La evasión, 1960. Jacques Becker)-. Todos ellos conformarán una galería compacta y creíble, en la que casi se puede palpar un atisbo de comprensión colectiva, y donde destaca esa ligazón que se manifiesta entre Ross, el periodista condenado de manera injusta, y el delincuente Stacey. Serán unos lazos teñidos de amistad en estado puro y, sobre todo, de respeto a una palabra comprometida en un momento dado. Ese sentimiento se encontrará ausente en el exterior de esos muros, aunque queden resquicios de ello en la prometida de Ross y, por supuesto, en la madre de este –quien le visitará conmovida en la prisión-. Pero junto a esta crónica matizada y creíble del universo carcelario, la película apunta diversas cuestiones interesantes, como la querencia innata de Ross por su profesión –ese aviso dado a los fotógrafos de su periódico para que se mantengan a la expectativa ante la huída de Stacey-, sin preocuparle que ello le motive aparecer sospechoso de connivencia con este.
Serán matices que enriquecerán una película que en ocasiones deviene algo simplista –la descripción maniquea del estridente oficial de prisiones-, pero que ofrece numerosas rachas de buen cine, nervio y precisión narrativa, ayudado por la estupenda definición de su tipología de rostros de presos y, de manera muy especial, de la espesa y densa fotografía en blanco y negro ofrecida por el excelente Arthur Edeson. Al magnífico episodio inicial –que quizá permita intuir ese logro absoluto que, en definitiva, no ofrece la película-, cabe añadir secuencias tan brillantes como las citadas de la huída en la vista que vivirá de nuevo Ross o la del asesinato de Lipsy, a las que cabría añadir la rotunda y esperada ejecución del sádico oficial de prisiones y, en definitiva, la catarsis que se produce con la fuga colectiva de presos que se convierte en motín, rodada con una enorme convicción, hasta llegar a ese último contacto entre esos dos seres de personalidad opuesta, en los que se establecerá una corriente de afectividad, como si en la interacción de ambos uno hubiera encontrado en el otro, aquello que se encontraba ausente en su propia personalidad. Cierto es que la conclusión de EACH DAWN I DIE aparece un tanto complaciente, como si no se atreviera a apurar aquello que la mayor parte del metraje ha venido postulando, acrecentando la importancia de ese director de prisión –encarnado por el veterano George Bancroft-, de talante mucho más humano que el personal que se encuentra a su mando. En cualquier caso, incluso en una conclusión un tanto acomodaticia, podemos emocionarnos con esa foto dedicada de Stacey que el propio director entregará a Ross, con la breve dedicatoria “Encontré un tipo honesto”. Será uno de los instantes más emocionantes de un título que, al margen de su interés como tal relato, ofrece una mirada bastante más realista de ese mundo ligado a la delincuencia, que ya en esta película era mostrado con una mayor complejidad, ligándolo como una consecuencia más de esa compleja estructura social existente en la sociedad de su tiempo.
Calificación: 3
0 comentarios