LA BATAILLE DU RAIL (1946, René Clément)
Habría muchas manera de enfrentarse al análisis de LA BATAILLE DU RAIL (1946), el auténtico debut en el largometraje del francés René Clément –tras ciertas experiencias en el corto documental y en diversas realizaciones de menor calado-. De antemano, podría considerarse como uno de los grandes debuts del cine francés de posguerra –como el que, en otra vertiente, ejemplificaría Jean-Pierre Melville en LE SILENCE DE LA MER (1949), también utilizando ecos de la invasión nazi en Francia. Podríamos enclavarla como una de las obras que han mostrado con mayor fisicidad el esfuerzo del mundo humano que se encuentra en la profesión ferroviaria. También uno de los títulos que mejor refleja el esfuerzo de la resistencia europea frente a los totalitarismos nazis y fascistas, trasladando dicha faceta a los prolegómenos de la definitiva lucha que el mundo ferroviario aunará conjuntamente con la llegada de loa aliados americanos, en el verano de 1944. Sin embargo, por encima de todos estos elementos, que bastarían por sí solos para situar esta película en un lugar destacado dentro de la cinematografía francesa de la época, su propuesta adquiere su definitiva razón de ser, en esa sensación de inmediatez, de sinceridad compartida por otros títulos que constituyeron una expresión inolvidable, sincera e irrepetible, de esa consecución de la libertad, tras su sometimiento de los yugos imperialistas del eje marcado por el III Reich y su derivado, el fascismo alemán. En esta ocasión es el primero de ellos, que desde 1940 invadió Francia, sometiéndola al régimen de Vichy, estableciendo una frontera entre el terreno ocupado y el libre, precisamente marcada por las pricipales vías ferroviarias.
La acción de la película –que es interpretada por actores no profesionales, destacando en todo momento por su alcance colectivo; ninguno de los mismos adquiere un protagonismo suplementario-, tiene su eje casi absoluto en la lucha constante de los muy organizados componentes de la resistencia establecidos en el contexto de la vida del ferrocarril, contrarrestando mediante constantes sabotajes las intenciones de las autoridades nazis por utilizar este imprescindible medio de transporte para sobrellevar en ella suministros esencialmente bélicos, con los que esperan contrarrestar y oponerse a la casi anunciada ofensiva aliada de Normandía. En realidad, el film de Clément abandona cualquier tentación más o menos grandilocuente en este sentido, prefiriendo introducirse desde sus primeros fotogramas en el sendero de una crónica verista, sincera y creíble, en la que el espectador casi parece sentir el esfuerzo físico, la dureza de las condiciones de trabajo, el esfuerzo colectivo, la sensación de que el personal ferroviario parece sobrevivir dentro de un mundo paralelo al que los invasores nazis no saben penetrar. Las imágenes de LA BATAILLE DU RAIL respiran el sudor de sus héroes anónimos, parecen transmitir también el fuerte aroma de esas vías de antaño que recordamos los que ya peinamos ciertas canas, y en todo momento el realizador aparece mostrarse inspirado a la hora de mostrar ese mosaico coral. Un colectivo en el que la importancia del detalle deviene fundamental para esa lucha constante contra un enemigo poderoso, pero que en el desgaste y la altanería de su dominio, no sabe entender que en realidad está viviendo una versión trágica y cercana de la lucha de Goliat contra David.
Dentro de este contexto, Clément apuesta por una narrativa de carácter impresionista, entrelazada en diversos puntos y acciones, de alguna manera dejando de lado una narrativa convencional y, precisamente por ello, alcanzando ese grado de enorme autenticidad que respiran los poros de su relato –también obra del director, ayudado en sus escuetos diálogos por Colette Audry-. Es autenticidad, es la que desde sus primeros compases, han de permitirnos olvidar cualquier apego a un relato más o menos ortodoxo. Nos encontramos en 1946 y los ecos de la pasada contienda se encuentran bien presente, al tiempo que las carestías dejadas por su huella son perceptibles. Es por ello que esta película se inserta de lleno en ese inolvidable contexto de producción –siempre inserto en el cine europeo- que brindó títulos revestidos de autenticidad, como el ROMA, CITTÀ APERRTA (Roma, ciudad abierta, 1945) y GERMANIA ANNO ZERO (1948), ambas de Rossellini, entre otros, en los que esa voluntad de sincera cercanía en torno a los horrores narrados en sus historias, no se pueden mirar dentro de un marco de perfección más o menos convencional. Sería una pena que algún espectador cometiera el error de hacerlo, por que ello impediría percibir esa aura de verdad que brindan todos y cada uno de sus fotogramas, envueltos de esa grisura existencial mediante la labor como operador de fotografía de Henri Alekan. A través de esa visión envuelta en nieblas diurnas, en parajes dominados por la dureza y un desencanto tamizado de esperanza, podremos asistir a esa lucha de un casi ilimitado colectivo de seres, a los que no les importa perder su vida en su lucha por la libertad. Ese entusiasmo colectivo por ofrecer su propia existencia, no dudar ante el peligro, contraatacar incluso cuando se ven acosados por el enemigo alemán –sobre todo mediante esos trenes blindados que escoltan las comitivas-, adquiere en LA BATAILLE DU RAIL una consistencia, que llega al punto de que el espectador pierda la noción de asistir a una película y, por el contrario, se introduzca en una mirada en la que, en muchos momentos, se siente la sensación de asistir a un pedazo de historia trágica y hermosa al mismo tiempo. A una lucha descomunal de un puñado de hombres que se encuentran en inferioridad técnica, pero que mediante su unión, solidaridad, y conocimiento de los recovecos del funcionamiento del sistema ferroviario –recordemos como muchos de estos se esconden en los subterráneos y los almacenes de agua de los trenes-, saben contrarrestar la vigilancia –todo hay que decirlo, mostrada con cierta condescendencia en el film- de los invasores alemanes.
Esta auténtica demostración de que resulta más valiosa la unión de unos ideales de libertad, que la férrea organización de un ejército invasor, supone uno de los elementos más valiosos. Pero no podemos decir que sea el único. Como buen cineasta que ya demostraba ser, René Clèment sabe articular en numerosos instantes del metraje, ese gusto por el detalle que, a fin de cuentas, proporciona a la película un alcance y una credibilidad suplementaria, al margen de ir definiendo buena parte de los elementos que iría configurando su filmografía posterior. Se trata de detalles que dotan de una especial intensidad a momentos de especial fuerza en el relato. Es algo que podemos ya presenciar en los primeros instantes de la película, cuando muchos de estos resistentes se introducen en los subterráneos de la estación o en los depósitos de agua de las locomotoras. Pero se trata de aspectos como ese plano en donde se detallan los recorridos, que es emborronado por el encargado cuando se entera de que ha habido un sabotaje, o en la densidad que adquiere la secuencia de los resistentes que son detenidos y fusilados uno a uno, mientras uno de ellos contempla una araña que emerge del muro en que está confinado, observando el humo negro que emerge de aquel contexto, como últimas observaciones antes de ser asesinado. Es en detalles como la luciérnaga que encuentra uno de los resistentes refugiados cerca de las vías de noche, o en ese acordeón que cae y resuena cuando ha sido boicoteada la comitiva de vagones que portan un amplio envío de tanques para contrarrestar la ofensiva aliada.
Sin embargo, existe en LA BATAILLE DU RAIL un episodio revestido de una dureza atronadora, y al mismo tiempo provisto de una rara sensación de autenticidad. Me refiero al brutal bombardeo del convoy blindado nazi, respondiendo al ataque de los resistentes. Un ataque de una brutalidad inusitada, en el que no se atisba el menor rasgo de épica, y en donde destacará la lucha inútil del último de sus supervivientes, desplazándose herido por un arroyo, para intentar casi contra natura oponerse al avance de un tanque que lo destrozará a su paso.
Sincera hasta un límite ya infrecuente en el cine mundial de pocos años después, Renè Clément logró una admirable y, sobre todo, abrumadoramente sincera plasmación de un contexto coral de lucha por la libertad, que en los últimos momentos de la película será mostrado en off, escuchando por radio los vítores de una ciudadanía, deseosa pero al mismo tiempo temerosa de poder sacar a la calle la bandera de su país. Un pequeño y casi necesario matiz irónico, en una propuesta que merece ocupar por derecho propio, un lugar de honor en el cine francés de la década de los cuarenta, al tiempo que nos ponía en guardia sobre la categoría de su artífice como hombre de cine.
Calificación: 4
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