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CINEMA DE PERRA GORDA

BOB LE FLAMBEUR (1956, Jean-Pierre Melville) [Bob el jugador]

BOB LE FLAMBEUR (1956, Jean-Pierre Melville) [Bob el jugador]

A la hora de efectuar cualquier análisis en torno a BOB LE FLAMBEUR (1956), conviene establecer que nos encontramos ante el cuarto de sus largometrajes, teniendo como hecho constatable que el director francés ya había logrado uno de los más brillantes debuts del cine francés de postguerra con la magnífica LE SILENCE DE LA MER (1949). Una obra delicada y sensible que revelaba un talento como realizador que, cierto es reconocerlo, manifestaron de manera desigual sus títulos inmediatamente posteriores. Así pues, es a partir del título que comentamos, cuando a ciencia cierta puede decirse que Melville dio rienda suelta a su singular poética, donde de manera ya precisa delimitó un campo de actuación temático que, con muy pocas excepciones, se vendría reiterando durante el resto de su filmografía, dentro de un corpus que permitió a su artífice ser considera con justicia, uno de los cineastas más personales de su tiempo, ubicandole un lugar de privilegio junto a nombres especialmente significativos –unos más reconocidos, otros menos, la elección es indudablemente muy personal-, como Bresson, Becker, Guitry o, en menor medida, Clouzot, Clement…

 

Nombres algunos de cuyos exponentes procuraron un caldo de cultivo de especial vitalidad en ese cine francés previo a la nouvelle vague, inclinándose en no pocas de sus vertientes por una adaptación tardía y muy personal del cine noir norteamericano, que en este periodo de mediada la década de los cincuenta, produjera referentes tan magníficos como TOUCHEZ PAS AU GRISBI (1954, Jacques Becker), DU RIFIFI CHEZ LES HOMMES (Rififí, 1955. Jules Dassin) o el extraordinario y algo posterior PICKPOCKET (1959, Robert Bresson). Es precisamente retomando la presencia argumental del novelista Auguste Le Breton, que había ejercido como guionista del célebre y exitoso film de Jules Dassin, cuando Melville –que firmó la película con este único apellido- decide plasmar la que será su primera historia policiaca, dentro de unos ambientes que, más o menos evolucionados según el paso del tiempo, irá reiterando en su obra posterior. Con BOB LE FLAMBEUR mostrará por vez primera ambientes urbanos nocturnos y decadentes, una cierta elegancia y ética en un mundo en teoría inclinado al delito, en la fuerza de la amistad, el contrapunto de la traición, la presencia de un personaje central taciturno y carismático, o en el propio discurrir de un destino que, generalmente, para sus protagonistas, estará marcado por la sublimación –en muchas ocasiones de manera trágica- de aquellos elementos que han conformado la ética de sus comportamientos.

 

En esta ocasión Melville retrata la figura de Bob Montagné (espléndido Roger Duchesne), un hombre ya entrado en la madurez, pero que al mismo tiempo conserva una inmarchitable charme. Aunque en el pasado protagonizó hechos delictivos, purgó ya suficientemente por ellos, conservando a su paso un aura de respeto tanto por parte de las gentes que viven la noche parisina de Montmatre, como incluso viejos amigos de la policía. Dentro de este contexto humano e incluso vitalista, Bob goza de un respeto que en el fondo no puede ocultar la sensación que el propio protagonista mantiene de haberse convertido en un ser sin esencia. Pese a su enfervorizada pasión por el juego –que en pocas ocasiones le acompaña en los resultados-, su vida se ha convertido en una auténtica sucesión de vaciedades. Más que vivir, cualquier día para él supone la recreación de un rito capitalizado por la rutina y delimitado por los bares, clubs y garitos de Montmatre. En un momento determinado, Bob conocerá a una joven muchacha, a la que recogerá en su casa para evitar que se integre en la práctica de la prostitución. Quizá sea simplemente un gesto revelador de la búsqueda de esa juventud definitivamente  perdida por nuestro protagonista, y es probable también que todos estos matices, sean los que lleven a su mente la posibilidad de realizar un atraco a las complejas instalaciones del Casino de Deauville. Será algo que sobrellevará inicialmente con su fiel amigo Roger (excelente André Garet), captando la necesaria presencia de un equipo amplio y competente, que será financiado por un extraño personaje –un antiguo comandante (Howard Vernon)-. A partir de dicha circunstancia, a primera instancia crecerá la inquietud existencial de nuestro protagonista. Tras tantos años ajenos a prácticas delictivas, se siente realizado al poner en práctica un arriesgado plan con botín multimillonario, aunque sin embargo muy pronto se registrarán filtraciones, centradas en las inoportunas confidencias que se han tenido con dos mujeres. Una de ellas es la que acogió el propio Bob, que en un alarde de honestidad le contará al propio destinatario, mientras que la segunda irá directamente a la policía, ya que es la ambiciosa esposa de un timorato croupier con pasado delictivo, que ha ayudado al equipo dirigido por Bob. Al final, y pese a los chivatazos producidos, el golpe se realizará tal y como estaba previsto. Sin embargo, una inesperada circunstancia modificará por completo el objetivo del plan.

 

Desde sus primeros instantes, se puede apreciar en BOB LE FLAMBEUR la intrínseca personalidad y el grado de estilización formal esgrimido por su realizador en esta película que combina lo arriesgado de sus formas visuales, con la autenticidad de sus personajes. Es algo que podemos comprobar ya en esos fascinantes y al mismo tiempo sencillos minutos iniciales, mostrando ese vehículo que desciende de las pendientes de Montmatre, mientras la cámara de Melville y Henri Decae nos logra introducir en ese casi evanescente paso del final de la noche al inicio de un nuevo día. Se trata quizá de un detalle en apariencia poco importante, pero que mucho tendría que recordar para lograr evocar otra película que logre transmitir de manera más física esa auténtica “captura” del tiempo manifestada en apenas esos instantes. Sin embargo, el film de Melville es mucho más. Como anteriormente señalaba, su discurrir nos lleva a un contexto que bien pudiera estar dominado por el delito, pero en el que impera una ética y una camaradería absoluta. Será casi un sentimiento sin mácula, con la sola excepción del deplorable Marc (Gèrard Buhr), un explotador de las mujeres que desde el primer momento merece el desprecio por parte de Bob, y que aunque desee vengarse de él dando el chivatazo del golpe en Deauville, finalmente será abatido a tiros –en una secuencia breve y rotunda- por parte del joven Paolo (Daniel Cauchy), uno de los fieles de Bob, además de responder también al uso que Marc pretendía realizar sobre su chica.

 

Más allá de este sucinto recorrido argumental, la grandeza del film de Melville reside en esos pequeños detalles, en esos regueros de verdad que el protagonista va dejando a su paso, en ese elegante pero al mismo tiempo desvencijado piso que le sirve como residencia, revelador de un pasado más esplendoroso que ese presente lleno de incertidumbre en el que desarrolla su existencia. Está también en esa vieja máquina tragaperras que tiene ubicada en un armario, en la espléndida banda sonora insertada –obra de Eddie Barclay y Jo Boyer-, en ese insólito ensayo del atraco, realizado en un campo y recreando en el suelo un plano de las instalaciones, en la sincera amistad existente entre Bob y el comisario Ledru (Guy Decomble), o en las palabras cariñosas de apoyo que le brinda la ya madura dueña del club quien, agradecida por que Bob en el pasado le prestara dinero para abrir el negocio, está dispuesta a ofrecerle la cantidad que este necesite. Sin embargo, todos estos atenuantes o muestras de fidelidad o admiración, aunque sinceras, en modo alguno podrán influir en aquello que está inscrito de manera solemne en el alma de nuestro protagonista y manifestado en su huída hacia delante, al ser consciente de que la rutina de su vida es la prueba más palpable de la necesidad  casi patológica que tiene de abandonarla, aunque esta decisión alcance finalmente una vertiente trágica. En definitiva, este Bob no supone más que la primera muestra de la galería de personajes característicos del cine de Melville, taciturnos, con una gran vida interior camuflada de aparente escepticismo existencial y que, día tras día, encuentran cada vez más irrespirable su existencia cotidiana –por más que en ella se encuentre frecuentemente incorporada la actividad delictiva-.

 

En esta ocasión Melville no se atrevió a llegar tan lejos en esa búsqueda del pathos, permitiendo al protagonista, inadvertidamente, insertarse en una inmensamente afortunada sesión en diferentes juegos del casino, que le reportarán una extraordinaria fortuna, mientras las personas apalabradas se encontraban a punto de ofrecer el asalto preparado. Será este un bloque narrativo magnífico que, en definitiva, quedará como un necesario homenaje a ese caballero anacrónico y señorial, amigo de todos y enemigo de la ruindad, quien llegará a ser detenido, pero al que junto a su amigo Roger quizá el futuro les brinde la tranquilidad de vivir cómodamente sus últimos años de existencia. Será este un final irónico e incluso cómplice, alejado de los sacrificios envueltos en el manto sagrado de la amistad y la lealtad, que más adelante poblaría el cine del francés. Un cierto margen de optimismo afrontará los últimos instantes de BOB LE FLAMBEUR, tan solo matizados por ese plano final con el coche desierto pilotado por Paolo –caído por los disparos de la policía-, ubicado ante el amanecer junto a la arena de la playa. El recuerdo, la ausencia del amigo y la oportunidad del veterano, concluirán esta fascinante propuesta, en la que libertad formal está ligada al escrute de los rostros de los actores, en un relato que habla de amistad y sinceridad, mostrando un cariño verdadero por sus personajes, y una mordiente narrativa expresada en la planificación y desarrollo de sus secuencias, facilitando esa apuesta por la libertad del individuo que, a fín de cuentas, se erige como objetivo último del film. El film de Melville mostraba ya a un hombre de cine maduro, a un hombre que sabía de lo que hablaba y además lo plasmaba con unas personalísimas formas. En sus obras inmediatamente posteriores ese equilibrio se perdería ocasionalmente, pero bien es cierto que a partir de esta película supo a ciencia cierta cual sería el rumbo cinematográfico de su manera de transmitir la vida, tamizado de imágenes teñidas de amistad y lealtad.

 

Calificación: 4

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