SONG OF LOVE (1947, Clarence Brown) Pasión inmortal
Es posible que contemplada desde un registro de verosimilitud histórica, SONG OF LOVE (Pasión inmortal, 1947. Clarence Brown) sea un título cuanto menos discutible. De lo que estoy seguro es que no era la intención de sus responsables ceñirse a ese criterio de fidelidad, en el relato que muestra la relación existente entre el compositor vienés Robert Schumann (Paul Henreid), su esposa Clara (Katharine Hepburn) y el compositor amigo de ambos, Johannes Brams (Robert Walker). De hecho, al inicio de la película, un rótulo señala las libertades dramáticas tomadas a la hora de elaborar la película. A partir de dichas premisas, SONG OF… se describe como una muestra más de las brillantes formas narrativas que Clarence Brown describió en el transcurso de una filmografía, de la cual está sería uno de sus últimos exponentes.
La acción se inicia –situando la acción en el Dresden de 1839- mostrando uno de los primeros conciertos de la entonces joven Clara, ya avezada pianista, quien prefiere en la conclusión de su recital ante la propia casa real, desatender las indicaciones de su vehemente padre –el profesor Wieck (Leo G. Carroll)-, quien le había indicado que interpretara una obra de Liszt, optando por el contrario por hacerlo con una composición de Schumann. Este se encuentra presente en la cita musical, sorprendiéndose de tal elección, aunque agradeciendo a Clara, que ya es su prometida, la confianza que le ha producido tal elección, aún a costa de provocar el enfado de su progenitor. A partir de ese momento, el film de Brown se articula en el devenir de los avatares de la familia Schumann, recorriendo la vida matrimonial de ambos, su conversión en una familia numerosa, las dificultades laborales y domésticas vividas por el matrimonio, la incorporación en su seno de Brahms, al cual el matrimonio anfitrión profesarán admiración, mientras que el recién llegado pronto se enamorará de la esposa del compositor. Toda una serie de vivencias que se irán sucediendo, reflejando la crisis personal y mental del atormentado Schumann, quien sobrelleva como puede las limitaciones económicas de su hogar, con el deseo de ofrecer una nueva obra que definitivamente lo consagre como músico.
Se suele decir que SONG OF… es un exponente más o menos ilustre del biopic inserto en el cine norteamericano clásico. De suponer en definitiva una muestra más o menos distinguida, más o menos valiosa, de ese subgénero tan pródigo en el cine USA de la década de los cuarenta, destinado a ofrecer biografías de músicos relevantes del pasado. Una vertiente en la que, justo es reconocerlo, poco se pudo atisbar el buen cine, y sí por el contrario predominaba en ella la mediocridad o el kistch más desaforado –unamos a ello el hecho de que la conservadora Metro Goldwyn Mayer fuera el estudio más proclive de este tipo de producciones, como lo muestra el título que evocamos-. Se trata sin embargo, de un recelo inicial que muy pronto queda diluido ante la auténtica naturaleza de este extraño melodrama, en el que ante todo se detectan ¡y de qué manera! las formas fílmicas de este director que hizo de la humildad como tal, su seña de identidad más perdurable. En efecto, la contemplación del trazado de la película, se va alejando poco a poco de los parámetros del biopic, erigiéndose por el contrario en una crónica intimista y muy personal sobre el acontecer de sus principales personajes. Una crónica en la que no se excluyen los apuntes humorísticos –la secuencia en la que los tres protagonistas no se atreverán a matar una gallina, las argucias de Brahms para convencer a la veterana Bertha (Elsa Janssen), el ama de llaves de los Schumann, para que retorne a sus tareas- pero en la que sobre todo se encuentra integrado el componente melodramático con una sinceridad, una sobriedad de formas y una entrega tal, que a fin de cuentas proporciona a su conjunto su auténtica razón de ser. Soslayando por medio de la elipsis aquellos instantes que podrían proporcionar un mayor énfasis dramático, la cámara de Brown prefiere detenerse en momentos casi cotidianos, o quizá al límite de lo previsible, aunque en su plasmación revelen un rasgo suplementario o de avance ante lo que va a desarrollarse con posterioridad en el relato. Es algo que manifiesta ese insólito episodio en el que los invitados que celebran la Navidad en la casa de los Schumann, participan en un extraño juego: derretir soldaditos de plomo, para luego con la materia resultante echarlos a una pecera y obtener extrañas formas que puedan ser interpretadas como presagio de futuro. Será una práctica que nos avanzará ese porvenir inquietante para el músico protagonista, y que poco después se manifestará en ese primer plano sostenido sobre su rostro mientras asiste a una interpretación al piano –extraordinario Paul Henreid, que en todo momento sabe entender a la perfección el difícil rol que asume-, comprobando por la mutación de su expresión los indicios de esa enfermedad que con el paso del tiempo se convertirá en su trágico destino.
Pero lo verdaderamente hermoso en SONG OF…, lo que le brinda de manera expresa su personalidad y singularidad como melodrama, proviene de la cotidianeidad con la que se muestran sus situaciones; la sobriedad con la que Brown expresa su puesta en escena. Erigiéndose como una especie de puente intermedio –en ocasiones un paso por detrás, en otras a su misma altura- entre las formas planteadas por cineastas de la talla de Leo McCarey o Frank Borzage, Clarence Brown logra desplegar una visión personal de los sentimientos, con momentos tan hermosos como la declaración amorosa de Brahms ante Clara –con su sorprendente y cotidiano epilogo de esta con su esposo, quien sabe de estos sentimientos y de alguna manera los respeta-, o tan rotundos como la forma con la que se describe la muerte del compositor protagonista, a través –no podía ser de otra forma- de una elipsis de deslumbrante expresión. Poco a poco, sus fotogramas se van deslizando por la conmovedora pendiente de un sentimiento auténtico y personal, aplicando la madurez de unas relaciones poco frecuentes en el cine norteamericano de su tiempo, y máxime en el contexto de producción de la Metro. El director combinará esa cotidianeidad, la articulación de unos personalísimos rasgos de puesta en escena, y una mirada a ras de tierra en torno a las emociones y sentimientos humanos. Junto a todas estas cualidades, a la cadencia que articulan sus imágenes, el film de Brown posee la extraña cualidad de suponer una de las propuestas cinematográficas más acertadas a la hora de poner en práctica el tan comentado concepto de musicalidad de su puesta en escena. Más allá de que en la misma haya una casi constante presencia de piezas interpretadas al piano, o como fondo de las secuencias –siempre como una necesidad y una lógica dentro de su desarrollo argumental-, en todo momento estas se incorporan articulando una extraña sensación de musicalidad en sus imágenes. En algunos momentos lo hará de forma expresa, permitiendo que las acciones que se aprecian en primer término adquieran con el fondo que les acompaña ese extraño rasgo –la secuencia en la que los hijos de los Schumann revolotean por la casa-. Es en ese aspecto tan concreto, donde en última instancia se revela el empeño que este notable cineasta incorporó a una película que, en otras manos menos sensibles, se hubiera convertido sin duda en un producto olvidable. Secuencias como la que culmina la película, en la que cada plano tiene una precisa razón de ser –la presencia de esa estatua que permite que la evocación de Schumann tenga vida propia, la pose que el ya veterano monarca reitera, recordando cuando décadas atrás, de pequeño, escuchó por vez primera la pieza que una envejecida Clara recuerda en este esperado concierto, o la asombrosa grúa que culmina de manera simétrica, evocando la inmortalidad del veterano cineasta a través de su obra-, son reveladoras de los mejores modos de un cineasta como Clarence Brown, en su momento tan valorado, como posteriormente sepultado en el olvido. Intentemos acercarnos a su cine con una mirada desprejuiciada, porque en sus fotogramas se encuentra impreso el marchamo de un hombre de cine no solo humilde y sincero, sino con los rasgos innegables del fino estilista, cronista del sentimiento humano.
Calificación: 3’5
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