LES MAUDITS (1947. René Clément)
Se suele decir –y no con poca razón- que el subgénero del cine “de submarinos”, se ha caracterizado por ser unos de los más soporíferos, inmersos en esta ocasión dentro de las coordenadas del género bélico. El paso de los años me ha hecho redefinir mi antigua aversión a una temática que, contra lo que parecía percibir tiempo atrás, encuentra numerosos exponentes de valía… entre los que se encuentran incluso algunos pertenecientes a esta vertiente. DESTINO TOKIO (1943, Delmer Daves) sería uno de ellos. Pero unos años después, en el contexto del cine francés de posguerra, un ya experimentado René Clément ofrecía el que quizá sea uno de los más valiosos –y hasta el momento menos conocidos- referentes de esta tendencia. Cercano en sus características a la estupenda 48th PARALEL (Los invasores, 1941. Michael Powell) –lo que revela quizá la superior valía de las propuestas europeas insertas en esta vertiente-, LES MAUDITS (1947) plantea un relato que funciona en diversas vertientes, logrando en su conjunto un resultado tenso, asfixiante, en el que tanto el perfil sociopolítico que marca de la caída del nazismo, nunca queda por encima de la precisa descripción que se ofrece de su galería de personajes. En él, de forma contrapuesta, el espectador encuentra su único asidero, al tiempo que la aspereza, crueldad y rechazo que estos desprenden, contribuyen a que dicho asidero sea de manera paralela casi imposible de ser asumido. Curiosa y al mismo tiempo poderosa paradoja, que a fin de cuentas se erige como el nudo gordiano del atractivo de una película en líneas generales magnífica y, por momentos, casi apasionante.
La acción se inicia mostrando el regreso del joven doctor Guilbert (un adecuado Henry Vidal), al que ha sido su hogar hasta antes de la II Guerra Mundial. Estamos situados en la primavera de 1945. La localidad francesa a la que retorna –son impactantes los planos del regreso de los paisanos dentro de un contexto de desolación casi neorrealista-, se encuentra dominada por la ruina. Clément planifica con un largo plano la entrada del galeno a su casa, en la que incluso la puerta no tiene ni cerradura. Sería un retorno a una supuesta normalidad, que la voz en “off” del protagonista –e incluso los planos iniciales desarrollados sobre los títulos de crédito- nos desmienten. Ello dará inicio al extenso flash-back que nos retrotraerá no a ese retorno que nos muestran las evocaciones del protagonista, sino la que provocan esos escritos que vemos en los títulos de crédito, y que de alguna manera justificarán la –un tanto pillada por los pelos, aunque defendible-, conclusión positiva del film, cuando todo parecía indicar que el pesimismo más absoluto iba a presidir su devenir último. Las evocaciones del doctor ya se encuentran en ese retorno a su ruinoso hogar, desde donde retomará el ejercicio de su profesión. Al mismo tiempo –y de alguna manera saltándose la narración en off que preside la película-, nos situamos en el puerto de Oslo, desde donde en las postrimerías del nazismo, cuando ya se afirma como inevitable el triunfo aliado, un grupo de seguidores del III Reich abandonan Alemania a bordo de un submarino con destino a tierras sudamericanas. La galería que protagoniza este viaje –dejemos al margen la tripulación ordinaria-, es en sí misma una expresión perfecta de la mezquindad que ha sostenido un régimen que se derrumba, al tiempo que una expresión fidedigna de alguno de los peores rasgos planteados por la condición humana. En ella viajará como máxima autoridad militar el general Von Hauser –que no dudará en embarcar en el aparato a su amante; Hilde (Florence Marly), aún incluyendo en el lote de pasajeros a su esposo, al que ubicará en un camarote diferente al de ella-, pero en realidad que quien sobrellevará el poder del viaje será un siniestro ideólogo nazi que encarna con fuerza Andreas von Halberstadt. A partir de dichas premisas, un accidente grave que Hilde sufrirá en la cabeza, forzará un aterrizaje de urgencia del submarino en las costas francesas, secuestrando literalmente a Guilbert, e introduciéndolo en el viaje casi de manera insospechada –un instante que será mostrado por Clément por un casi interminable y opresivo travelling frontal, que nos mostrará el discurrir del joven doctor por el pasillo central de la nave. A partir de este brusco y sombrío cambio de vida, este tendrá que utilizar su temple ante todo psicológico, para intentar revertir la irreversible situación que se le plantea, agravada por la intuición y los indicios que le comentan, de que este será sacrificado cuando su labor como doctor ya no sea necesaria.
LES MAUDITS se esgrime como un relato de extraordinaria precisión, en el que lo que importa de verdad es el pequeño detalle, la fuerza de una mirada furtiva, la crónica de una cotidianeidad instaurada y basada en un contexto monstruoso. En realidad, ese largo viaje a ninguna parte, esconde en las entrañas de ese viejo submarino, una mirada desoladora en torno a lo peor del ser humano, representado en una galería en la que es difícil entresacar el más mínimo aspecto positivo. Cierto es que no todos sus caracteres adquieren el mismo grado de abyección. Incluso en algunos de ellos se detecta una debilidad apenas encubierta, en otros una turbia y oscura relación –la mantenida por parte del ideólogo nazi con Willy Moris (Michael Auclair), en la que no cuesta atisbar una nuance homosexual que aborda incluso tintes masoquistas-, y en algunos de sus pasajeros incluso una actitud cobarde y débil ante la vida. En medio de ese microcosmos, el en apariencia débil médico sabrá sobreponerse a este perverso juego del gato y el ratón, utilizando su psicología, con las inesperadas fidelidades que irá propiciando, o con las debilidades que se producirán en el discurrir del viaje. La película adquiere además la virtud de la adecuación de los comentarios en off del protagonista, como oportuno contrapunto a las situaciones que va compartiendo la cámara con el espectador. Con la inapreciable ayuda de la opresiva fotografía en blanco y negro de Henri Alekan, la película va articulándose como una auténtica hiedra envenenada, erigiéndose casi como un cuento cruel en medio de una fauna humana condenada a extinguirse entre sí misma, ya que representa aquello que puede mantenerse oculto por rechazable en los comportamientos de las personas. El viaje del submarino hacia tierras sudamericanas tendrá su objetivo en el deseo de extender los ejes del III Reich, aunque en realidad se ofrezca como una agónica metáfora sobre la decadencia de un modelo totalitario, sustentado por comportamientos y caracteres, por una espiral en suma, que irá devorándose a sí misma. René Clément ya había abordado las consecuencias de la última gran contienda mundial en la espléndida LA BATAILLE DU RAIL (1946), aunque en esta ocasión decidió asumir de manera más abierta los terrenos de la abstracción y, sin olvidar el marco en que se inserta la película, discurrir por el análisis de comportamientos, mostrados ante la cámara con un sentido de la precisión casi físico. En un momento determinado, la acción surgirá al exterior, en el aterrizaje del submarino en tierras presumiblemente argentinas, dirigiéndose hacia el almacén del importador Larga (Marcel Dalio). Las secuencias desarrolladas allí emergerán como el inicio de la catarsis de la película, marcando un terrible punto de inflexión en el intento de este de hacer claudicar a Willy de su devoción con el ideólogo alemán. El retorno de este marcará un tour de force de casi irrespirable tensión –la persecución de Willy dentro del almacén lleno de sacos de café, identificándolo de su escondite al ver que de un saco salen granos-, que culminará con el asesinato de Larga –la planificación de la muerte de este, sujetándose en una cortina que romperá sus arandelas, parece prefigurar la homónima descrita en la mítica de la ducha en PSYCHO (Psicosis, 1960. Alfred Hitchcock)-. A partir del retorno de los enviados al submarino, el encuentro con un bote, y el conocimiento de que el régimen nazi ha culminado con el suicidio de Hitler, la película alcanzará un clímax casi insoportable, convirtiéndose en una progresiva masacre de la que intentará librarse y dirigir el malvado personaje encarnado por Halberstadt. Será a su conclusión –caracterizada por su demostración de las mayores atrocidades posibles cometidas por el hombre-, cuando nuestro protagonista aparezca como único superviviente, sobreviviendo en alta mar sin casi posibilidad de resurgir en una situación de extrema gravedad. Su abrupto rescate, no permite discrepar de la existencia de dicho final feliz, sino precisamente de la forma tan brusca en que aparece. En cualquier caso, no impide que nos encontremos ante un título que logra sus objetivos de hacer sentir al espectador la cercanía de una fauna despreciable, mostrando en su conjunto una película magnífica que revela el primerísimo cineasta que casi siempre fue Clément, al tiempo que su capacidad de observación de los comportamientos humanos.
Calificación: 3’5
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