Blogia
CINEMA DE PERRA GORDA

GERVAISE (1956, René Clément) Gervaise

GERVAISE (1956, René Clément) Gervaise

Una de las deudas pendientes existentes en el seno de la crítica francesa –la emanada al amparo de la revista Cahiers du Cinema-, en torno a aquella salvaje demonización que ofreció de la generación de cineastas de posguerra que dominaba la cinematografía gala, es sin duda el maltrato que sufrió la figura de René Clément. El paso del tiempo ha permitido una reconsideración ante su obra, quizá centrada específicamente en la condición de merecido clásico lograda por  PLEIN SOLEIL (A pleno sol, 1960). Sin embargo, y solo entre los títulos suyos que he alcanzado a ver, no me gustaría dejar de destacar el excelente y generalmente poco apreciado LES FELINS (Los felinos, 1964) o la merecidamente prestigiada JEUX INTERDITS (Juegos prohibidos, 1952). Ese aprecio hacia la figura de Clément, de alguna manera he podido ratificarlo al contemplar la posterior y realmente magnífica GERVAISE (1956), en la cual además se pueden apreciar numerosas de las virtudes que adornaron su andadura como realizador.

 

Adaptación del relato de Émile Zola L’Assomoir, transformado en forma de guión por el especialista Jean Aurenche, GERVAISE centra su mirada en la andadura vital sobrellevada desde su juventud por la joven protagonista de la historia –una espléndida María Schell, galardonada con el premio a la mejor interpretación femenina del Festival de Cannes- en un barrio humilde del norte de París a finales del siglo XIX. En un contexto de privación,  estrecheces y brutalidad, Gervaise Macquart es madre de dos hijos, viviendo sin matrimonio con el padre de estos, el vividor Lantier (Armand Mestral). Acostumbrado a ser infiel a la joven –que posee una cierta cojera-, este finalmente la abandona, logrando nuestra protagonista con el paso del tiempo casarse con el a primera instancia bondadoso Henri Copeau (François Périer). Con su verdadero primer marido dará a luz su tercer hijo, teniendo que cuidarle cuando Henri caiga accidentado mientras trabajaba en un tejado. Esta circunstancia detendrá en Gervaise su intención de abrir una lavandería en propiedad, hasta que con el paso de los meses acepte el préstamo que le ofrece un amigo de la familia, el bondadoso y secreto admirador de esta, Goujet (Jacques Hardem). Pese a ese paulatino ascenso en la prosperidad de la protagonista, poco a poco y de manera inapelable, su entorno irá hundiéndose en el opresivo marco en que desarrolla su existencia. Tanto la dureza social y humana en que se vive como la progresiva tentación al holgazaneo por parte de su esposo, forzarán esa espiral de abrupta decadencia donde tendrá un elemento de singular importancia el retorno de Lantier, que es acogido en la propia vivienda de los Copeau alentado por Henri. A ello, se unirá el encarcelamiento por huelga a que es condenado Goujet, que limitará la posibilidad de nuestra protagonista por emprender en sendero vital más alentador que el que tristemente padece. Sin embargo, cualquier esperanza será vana. Con cruel determinismo, como si apareciera predestinada en un contexto donde en poco pueden aflorar las virtudes de la condición humana, y si en cambio su vertiente más deshumanizada, la absoluta degradación dominará el discurrir de una mujer, a la que tan solo se podría oponer una mayor falta de decisión a la hora de emerger de dicho contexto.

 

Como absoluta traslación del universo cruel, despiadado, y casi sin margen a la esperanza, emanado por Zola, Clément apuesta desde el primer momento por una ambientación y dirección artística absolutamente deslumbrante. Admirable reconstrucción de un París de fin de siglo, adueñado por las penurias y el desamparo, que adquiere un protagonismo y una vigencia tal en el relato, que casi se pueden “respirar” los olores fétidos, las alcantarillas o las atmósferas recargadas de las tabernas. Un trabajo realmente asombroso por su fidelidad –y no por el lucimiento del departamento de escenografía y vestuario-, que proporcionan a la ficción un alcance de veracidad que en algunos momentos llega a incomodar. En este sentido, su desarrollo dramático no evita la existencia de algunos tours de force absolutamente magníficos –la pelea inicial entre Gervaise y la hermana de la amante de Lantier, en la que se contempla el primer desnudo de trasero femenino del cine francés; el estallido de furia final de Henri, destrozando la lavandería, y culminado con un plano de grúa exterior de enorme dramatismo; los momentos finales de la pequeña hija de Gervaise, en la que se pondrá a prueba la destreza de Clément dirigiendo a jóvenes intérpretes-, pero en líneas generales el relato –que va punteado por la esporádica narración en off de la protagonista-, opta por una mirada que deja de lado los instantes en teoría más proclives al dramatismo más exacerbado. Es más que probable que el realizador galo intuyera que ya de por sí el contexto mostrado ofrecía con justeza ese elemento sombrío y degradante, paseando su cámara en interiores por momentos asfixiantes, viviendas presididas por paredes mugrientas, y en un entorno humano en donde poco bueno puede emerger de seres embrutecidos y alienados por el trabajo o el alcohol. Dentro de ese ámbito casi sin esperanza, solo sobresaldrán de la misma el hijo mayor de Gervaise –Etienne- y la figura del siempre prudente Goujet. No por casualidad, serán los dos seres que llegarán a abandonar ese marco existencial alentados por un futuro profesional, siendo contemplados con infinita nostalgia por una protagonista que se sabe no merecedora del cariño de ninguno de ellos. Su comentario en off subrayará “ahí están los dos seres decentes que hay en mi vida”, resignándose a sufrir hasta el final de sus días un contexto del que no podrá huir por más que interiormente lo desee.

 

GERVAISE es un título notable, revelador del interés que podía ofrecer ese cine francés generalizado con interesada injusticia como “académico” –otro tanto cabría decir de la misma calificación que recibían sus colegas británicos-, y de la que quizá tan solo se podría oponer una cierta tendencia a dilatar innecesariamente algunas de sus secuencias. Escasa oposición para un film que aúna densidad, veracidad, un preciso dibujo de caracteres, y unos perfiles no demasiado frecuentados en la pantalla, al que cabe unir la brillante aportación de Robert Juillard como operador de fotografía, y George Auric como compositor de su banda sonora.

 

Calificación: 3’5

0 comentarios