Blogia
CINEMA DE PERRA GORDA

THE MAN IN THE IRON MASK (1939, James Whale) La máscara de hierro

THE MAN IN THE IRON MASK (1939, James Whale) La máscara de hierro

Antepenúltimo título en la filmografía del británico James Whale, no sabría señalar si THE MAN IN THE IRON MASK (La máscara de hierro, 1939) supone una prueba del desgaste de un director que había aportado varias muestras míticas del cine fantástico durante dicha década, o el hecho de que en realidad el conjunto de su filmografía no superó un nivel medio estimable pero solo destacable en esas excepciones señaladas que están en la mente de todos los aficionados. Personalmente me inclinaría por la presencia en sus imágenes de ambas vertientes, puesto que por un lado Whale se estaba sometiendo a una producción al servicio de Edward Small. Es decir, engrosando la relación de un estudio de serie B y, de alguna manera, certificando el declive de su obra. Pero es que por otro lado, esa circunstancia no tendría por que haber tenido una necesaria repercusión en un cineasta con la suficiente imaginación o capacidad de adaptación en sus producciones. En cualquier caso, sea por una u otra circunstancia, lo cierto es que durante la mayor parte de su metraje, se tiene la molesta sensación de asistir a una polvorienta cinta de aventuras, en la que parecen importar más los diálogos que las imágenes, en la que el vestuario y el diseño de producción apareces pesados y plúmbeos, no teniendo el espectador casi ningún asidero en los personajes que aparecen de forma formularia por su metraje.

THE MAN IN THE IRON MASK es una de las diversas adaptaciones que el cine y la televisión asumieron de la célebre novela de Alejandro Dumas y, en esta ocasión concreta, una nueva apuesta por el cine de aventuras por parte del productor Edward Small, quien no logra en su resultado final trascender ese aroma aventurero logrado en varias de sus apuestas, planteada con la rocambolesca historia generada por la existencia de dos hermanos gemelos como posibles herederos del rey francés Luis XIII. Esta circunstancia posibilitará los primeros minutos del film, caracterizados por un cierto siniestro dinamismo que, por desgracia, no tendrá la deseada continuidad en la mayor parte del metraje. Muy pronto la acción se trasladará en el tiempo, cuando se produzca el relevo en el gobierno de Francia, proclamándose a Luis XIV (Luis Hayward) como gobernante absolutista del imperio galo. Ya en los primeros momentos de la contingencia, el segundo gemelo –Philiph- es enviado para ser criado en Vasconia junto con los denominados tres mosqueteros, sin saber este sus orígenes reales de cuna. El gobierno del nuevo emperador se caracterizará por los excesos con sus súbditos, una consumada maldad y profusión en el empleo de la horca, y toda una serie de rasgos que hablan bien a las claras de su desprecio por la ciudadanía. Para lograr consolidar y extender sus fronteras, el monarca o cejará en  sus pretensiones al comprometerse con la princesa Maria Teresa (Joan Bennett), hija del emperador español, quien de manera sumisa acepta el compromiso, aunque en su interior no pueda esconder el desprecio que le merece su futuro marido. La llegada del aviso de un atentado en torno a la máxima autoridad francés, llevará a este a utilizar a su hermano gemelo –que desconoce tal parentesco-, al que convencerá para que asista a un acto fúnebre, viviendo en carne propia la rebeldía de los ciudadanos, y abriéndose en su hasta entonces despreocupado discurrir vital unas inquietudes a las que se unirá la atracción que sentirá hacia la princesa cuando simule ser el emperador. Por su parte, María Teresa se sorprenderá en sus encuentros con Philiph de Gasconia –al que considera el auténtico emperador-, una sensibilidad que hasta entonces no había vislumbrado en este.

Será todo ello el nudo argumental de una peripecia que, sobre el tapete, debería poseer las cualidades y la frescura del mejor cine de aventuras, pero que en esta ocasión se abandona casi por completo a un engolamiento casi insólito en este tipo de producciones, en las que uno echa de menos las buenas maneras y el sentido de lo siniestro que en estas mismas circunstancias ofrecería el aún no suficientemente reivindicado Rowland V. Lee. En cualquier caso, lo mejor, lo más perdurable de THE MAN IN THE IRON MASK –de la que confieso incluso preferir la versión realizada por Randall Wallace y protagonizada por el blando Leonardo DiCaprio en 1998-, se encuentra en el episodio centrado en su tercio final, en el que se describe con un adecuado sentido de lo bizarro, la agonía y prisión que ha de sufrir Philiph por parte del emperador, al tener que portar una terrible máscara de hierro en su rostro. Es en esos minutos, cuando Whale da rienda suelta a una puesta en escena asfixiante y tenebrosa, sintiendo el espectador de forma muy pertinente el sabor oscuro y siniestro de las lóbregas mazmorras, o la agonía del joven gascón al tener que padecer tan tremenda tortura. La planificación manifestada en dicho fragmento –atención a los primeros planos de la máscara-, la propia configuración plástica de la misma, son elementos que logran transmitir esa tensión casi existencial del preso, y por momentos nos permiten olvidar el insufrible amaneramiento que Louis Hayward encarnando al emperador francés –aunque se muestre por el contrario creíble en su encarnación de su gemelo-, que cabría extender a un Joseph Schildkraut dando vida a un Fouquet pasadísimo de gestualización y casi caricaturesco en su definición como personaje.

Calificación: 2

0 comentarios