THE MAN IN THE IRON MASK (1939, James Whale) La máscara de hierro
Cuando al británico James Whale, se le ofrece la realización de THE MAN IN THE IRON MASK (La máscara de hierro, 1939), puede decirse que su carrera como hombre de cine, está prácticamente finiquitada. Llevaba un año en el dique seco y. tras ella, tan solo rodaría un par de largometrajes -poco exitosos-, iniciando su acomodado retiro y, con él, el drama personal que culminaría con su trágica muerte, proceso este narrado en la novela de Christopher Bram, y llevado al cine con óptimos resultados, en GOOD AND MONSTERS (Dioses y monstruos, 1998. Bill Condon). Whale ya había saboreado las mieles del éxito, con sus aportaciones dentro del cine fantástico, en especial con su díptico en torno a la figura de Frankenstein y su criatura, conociendo además un inmenso triunfo comercial, con la hoy totalmente olvidada SHOW BOAT (Magnolia, 1936) -protagonizada por Irene Dunne, Allan Jones y el cantante negro Paul Robeson, que conoció un remake a inicios de los cincuenta, protagonizado por Ava Gardner-.
Director caracterizado por sus refinadas películas, de impronta pictórica, asumió el encargo del productor independiente Edward Small que, al amparo de la United Artists, auspició un total de cinco largometrajes, de los cuales este fue el más costoso. No era de extrañar, ya que el mismo se desarrollaría en la lujosa Francia del siglo XVII, asumiendo diversos pasajes de la tercera de las novelas de Alejandro Dumas, dedicadas a los célebres tres mosqueteros. Estos describían la leyenda de la existencia de un hermano gemelo del monarca Luis XIV. Conviene señalar que existen, diversas versiones de este argumento, que transformó en guion George Bruce. Entre ellas, citaremos una previa, silente, rodada por Allan Dwan en 1929, otra muy posterior, realizada para el medio televisivo en 1977 por Mike Newll, protagonizada por Richard Chamberlain y, finalmente, la más reciente, rodada en 1998 por Randall Wallace, al servicio del melifluo histrionismo de un emergente Leonardo DiCaprio.
La producción, para la que no se regatearon medios, recreó unos cuarenta escenarios, permitiendo a Whale contar incluso con un porcentaje en la taquilla generada. Sin embargo, la traslación cinematográfica de este conocido argumento, en modo alguno satisfizo las inquietudes de su director. Ello fue, fundamentalmente, debido al excesivo apego que su productor, mantuvo hacia una historia muy cercana a sus gustos. No olvidemos que Small, a lo largo de los años, promovió no pocos exponentes de cine de aventuras de capa y espada. Todo parece indicar que formaban parte de sus preferencias personales, y cabe intuir que sería esa, la raíz que permitió en todo momento, intentar situarse por encima de las tareas de Whale, quien finalmente se rindió a la evidencia de considerarse un auténtico convidado de piedra, viendo como en cualquier disputa suscitada con el equipo técnico y artístico de la película -en especial, su protagonista, Louis Hayward-, su productor se ponía de manera inevitable, en contra del realizador. Hasta tal punto llegó la ausencia de sintonía entre director y Small, que el primero fue invitado a abandonar su cometido, haciéndose cargo de la filmación de diversas secuencias, y el rodaje de algunas previamente recreadas, el propio guionista George Bruce, en las últimas nueve jornadas de rodaje. Llegado el momento de su estreno, la película recibió críticas desiguales, pero fue un considerable éxito de público, lo que le permitió al director de FRANKENSTEIN (El doctor Frankenstein, 1931), obtener jugosos beneficios, que al menos compensaron la amargura de un rodaje, que prácticamente dejó sellada su andadura como hombre de cine.
Lo cierto es que THE MAN IN THE IRON MASK debió haber contado, de entrada, con un director más especializado en este subgénero de aventuras con reconstrucción histórica y entraña bizarra, como Rowland V. Lee, ya entonces consolidado en dicha faceta. Estoy convencido que, con Lee, se hubiera logrado esa sintonía director-productor, en la medida de albergar de entrada ambos, la misma comunión de intereses. En su oposición, James Whale plantea en la película -dominada por una cuidada ambientación, que aparece en cualquier caso carente de vida propia-, a partir de un tramo inicial, en el que los devaneos de la corte, las intrigas palaciegas, se sucederán desde el inicio del relato, donde el espectador contemplará la extraña circunstancia del nacimiento de dos gemelos como herederos de Luis XIII, decidiéndose esconder a uno de ellos -encarnados los dos personajes, por el mismo Louis Hayward-, y llamándose al que se oculta su auténtica personalidad, como Phillipe de Gasconia, al objeto de evitar un casi irresoluble problema sucesorio. El tiempo revelará la insensibilidad de Luis XIV, y su adscripción como monarca disoluto. Conocedor de la existencia de su hermano gemelo, se le sugerirá sustituirle, evitando con ello sufrir atentados. Lo que no podrá imaginar es que este adquirirá vida propia, ofreciendo un perfil lleno de sensibilidad, e incluso llamando la atención de Maria Teresa (Joan Bennett), la hija del embajador español, con la que el monarca se ha prometido. Tal circunstancia, propiciará que Luis XIV decida deshacerse del que considerará su peor enemigo, condenándolo a las mazmorras de la Bastilla, y enfundándolo en una cruel máscara de hierro, que ocultará su rostro. Sin embargo, nunca podrá atisbar que, mediante un plan urdido por Colbert (Walter Kingsford), utilizará a los mosqueteros, para secuestrar al monarca, y sustituirlo por su bondadoso hermano, posibilitando con ello una inesperada venganza.
A grandes rasgos, cabe señalar que el film de Whale se brinda en dos miradas. La que describe las incidencias de la corte, se puede señalar que está dominada por la convención, aunque en ella se detecte, un interés de su director para evitar el estatismo en sus secuencias, mediante una invisible pero muy eficaz movilidad de la cámara, que permite que a tantos años vista, dichas secuencias se conserven con cierta vivacidad. Sin embargo, si por algo desataca esta apreciable, aunque no especialmente destacable película, se centra cuando sus imágenes descienden al lado siniestro del subsuelo de la Bastilla. Algo que ya avanzará esa cruel secuencia, en la que Luis XIV asiste a la tortura de un anciano, buscando en él la confesión de quien ha intentado atentar contra él, pero que se acentuará a partir de la puesta en marcha de los deseos de este, de encarcelar y ocultar el rostro de su hermano, logrando su climax, en la definitiva humillación recibida por el absolutista monarca, sufriendo en carne propia, las consecuencias de sus maquinaciones y crueldad. Así pues, THE MAN IN THE IRON MASK adquiere en esos pasajes, minoritarios en el conjunto de su relato, esa tensión que se ausenta en el resto de su conjunto. En ese desequilibrio, en ese décalage, se encuentra una película que, a título anecdótico, alberga fugazmente, una de las primeras apariciones cinematográficas, del gran Peter Cushing.
Calificación: 2
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