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CINEMA DE PERRA GORDA

GOLDEN SALAMANDER (1950, Ronald Neame) La salamandra de oro

GOLDEN SALAMANDER (1950, Ronald Neame) La salamandra de oro

Artífice de una filmografía extendida como director durante prácticamente cuatro décadas en unos veinticinco títulos, en líneas generales caracterizada por un nivel como mucho discreto, lo cierto es que quizá se podría calificar a Ronald Neame en calidad de poco distinguido representante del artesanado británico –en líneas generales caracterizado por una menguada inspiración-, desarrollando un tipo de cine quizá un gramo por debajo del nivel medio generado en dicha cinematografía. Un nivel por cierto bastante superior al que se le suele reconocer. Es por ello curioso señalar que GOLDEN SALAMANDER (La salamandra de oro, 1950), siendo como es su segundo largometraje, me aparezca quizá como el título más solvente de cuantos he contemplado hasta la fecha de su filmografía, sin que ello me haga señalar que nos encontremos ante un exponente de una valía superlativa. No obstante, sí asistimos a una propuesta modesta en su expresión, centrada en el género de la intriga de aventuras, que hemos de reconocer se integra dentro de ese estimable nivel medio presente en el cine de las islas. Un cine en el que la intriga y el misterio, ejercería durante décadas una parte importante de su producción.

GOLDEN SALAMANDER se inicia con un nocturno casi inhóspito, dirigiendo la cámara al interior del vehículo que desplaza con grandes dificultades David Redfern (Trevor Howard) en medio de una espesa tormenta, circulando por una peligrosa carretera. Su aguda percepción le permitirá librarse de un desprendimiento, contemplando como en el mismo se ha despeñado un camión. Caminando como puede entre la tormenta y la nocturnidad, Redfern descubrirá que el camión porta un cargamento de armas, logrando esquivar la llegada de dos sujetos que se acercan el accidentado vehículo, y llegar hasta la pequeña localidad costera turca que es objeto de su destino, ya que se trata de un arqueólogo británico destinado para recuperar un tesoro etrusco localizado varios años atrás en tierras turcas, y custodiado hasta ese momento por el acaudalado, elegante e influyente Serafis (Walter Rilla). El visitante se hospedará en una taberna, en la que pronto recibirá la atención de la joven Anna –la ya entonces bellísima Anouk Aimée, aunque anunciada tan solo como Anouk en los títulos de crédito-, con quien poco a poco irá acercándose. Anna es hermana del joven Max (Jacques Sernas), conservando ambos el deseo de poder retornar hasta Francia -su país de origen- en un plazo no muy lejano. Por su parte, Max será el ayudante del siniestro Ranki (Herbert Lom) –se observará entre ellos una extraña nuance homosexual, detectable en el instante en el que el segundo contempla la chaqueta que Max tiene en el respaldo de su silla- y que Redfern le ha dejado para poder huir de la población y llegar hasta Francia, donde le envía una carta de contacto a un marchante de pintura, dadas las actitudes pictóricas del joven.

Sin embargo, lo que en un principio se planteaba ante la imagen del simple traslado de un tesoro –en donde destacará la presencia de esa salamandra de oro, cuya leyenda llegará a obsesionar a nuestro protagonista-, se articulará en el film de Neame como un relato sencillo en su base argumental, pero que destaca en la articulación de una atmósfera malsana, en la que ese mundo rural y costero que aprecia nuestro protagonista no deja de aparecer con matices en ocasiones siniestros –ese ayudante árabe en cuyas manos encontrará el arqueólogo el colgante que portaba Max antes de su partida-. No cabe duda que uno de los elementos que potencia esa circunstancia, lo ofrece la aportación de Oswald Morris como operador de fotografía. Pero también lo hará la planificación de Neame, centrado en la búsqueda de encuentres cerrados y opresivos –sobre todo en las secuencias de interiores- encaminadas a crear un aroma malsano y de peligro latente, que tendrá asimismo elementos sorprendentes, como la manera con la que se plasma el –previsible- encuentro de David con el cadáver de Max. Lo hará mientras se encuentre bañándose, contemplando junto a unos peñascos una extraña nube de gaviotas. Su intuición le hará introducirse en el interior de dichas aguas, encontrándose bajo las mismas el cuerpo inerte del desdichado joven, al que de alguna manera había forzado a intentar abandonar un modo de vida dominado por la dependencia –hasta entonces oculta para el arqueólogo- de Serafis, de quien Ranki era uno de sus múltiples colaboradores –otro de ellos será el máximo representante policial en la localidad-.

Contemplando GOLDEN SALAMANDER, uno tiene la ligera impresión de asistir a versiones en tono menor de adaptaciones de novelistas como Eric Ambler, en títulos como THE MASK OF DIMITRIOS (1944) y tantos otros. En esta ocasión, el grado de interés de la propuesta no llega al del citado de referente de Negulesco. No existe en la película la suficiente complejidad y si, sin embargo, la sensación de asistir a una pequeña película, en la que no hay excesivo margen para la sorpresa, pero cuya atmósfera, la propia eficacia de sus elementos, o incluso algunos de sus episodios –la huida del arqueólogo de la persecución de Raski, a través de una escarpada montaña, merced a la ayuda de Agno (Wilfrid Hyde-White), uno de los responsables de la taberna-, proporcionarán a esta pequeña producción el suficiente interés, demostrando que también en Inglaterra el funcionamiento de una determinada serie B, podía proporcionar resultados cuanto menos estimables como el que nos ocupa.

Calificación: 2’5

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