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CINEMA DE PERRA GORDA

BARRIO (1947, Ladislao Vajda)

BARRIO (1947, Ladislao Vajda)

El paso de los años, ha permitido que vaya aflorando la certeza de que el cine español de la posguerra, albergaba una producción más entroncada con el franquismo, emanada de Cifesa, y destacada en sus lujosos diseños de producción, el proteccionismo del régimen y unos repartos poblados por rutilantes estrellas. Pero junto a estos exponentes que todos conocemos, y con los que el paso del tiempo ha sido bastante inclemente, coexisten otros títulos que en aquellos años de carestía, se colaron –por así decirlo- por las rendijas de lo parámetros oficiales marcados por el eco franquista más recalcitrante. Conocidos son en aquellos años los ejemplos de VIDA EN SOMBRAS (1948, Lorenzo Llobet Gràcia) y producciones que –generalmente rodadas al amparo de productoras escoradas en los que podríamos denominar una serie B hispana-, permitieron mostrar la entraña de una sociedad traumatizada por la no demasiado lejana contienda, permitiendo además mostrar dichas heridas con la anuencia de un lenguaje visual y narrativo mucho más fresco que el manejado por las producciones “mimadas” por el régimen.

Uno de esos ejemplo lo supone la muy poco conocida BARRIO, coproducción hispano portuguesa rodada en 1947 por el húngaro Ladislao Vajda, partícipe de nuestro cine desde inicios de los cuarenta –ya atesoraba tras de sí una andadura prolija-,  convirtiéndose en uno de nuestros directores más valiosos, por más que en su producción se alternaran títulos alimenticios como RONDA ESPAÑOLA (1952), como otros en los que su conexión con la herencia del sainete y su visión tragicómica de la vida española de aquel tiempo, permitiera logros como MI TIO JACINTO (1956), con policíacos de la altura de EL CEBO (1958), sin omitir que su exponentes más exitoso fuera MARCELINO PAN Y VINO (1955). Capaz de alternar una brillantez técnica desusada en nuestro cine, así como una capacidad descriptiva de personajes y situaciones poco habitual en el mismo, lo cierto es que pese a la alternancia de brillo y convención que caracterizó su filmografía hispana, nos encontramos ante uno de los cineastas más valiosos en activo en la España de las décadas de los cuarenta y cincuenta.

Claro exponente de todos los rasgos señalados nos los brinda la señalada BARRIO. Rodada con diferentes repartos en sus versiones españolas y portuguesas –las secuencias de exteriores se filmaron en el puerto de Oporto-, caracterizada por un ajustadísimo metraje que apenas ronda los setenta minutos de duración, y definitiva en una atmósfera claustrofóbica y de claras concomitancias expresionistas –que se erigen, a fin de cuentas, en su cualidad más perdurable-. La película se inicia con unos sencillos planos, rodados en una neblinosa penumbra, que en muy pocos instantes nos introducen en un cerrado y alambicado barrio ubicado junto a una ciudad costera industrial. La narración nunca se detendrá en señalarnos en que lugar nos encontramos, pero sí en describirnos una fauna de seres que pueblan aquellas callejas enracimadas que, por momentos, nos parecen recordar el entorno árabe de PÉPÉ LE MOKO (1937) de Julien Duvivier. Calles que se encuentran perfectamente delimitadas por una dirección artística de clara serie B, pero que en la conjunción de una planificación que sabe extraer el máximo partido de las mismas, contribuyen a que en realidad se erijan como las máximas protagonistas del relato. Muy pronto descubriremos la fauna coral que habitan sus viejas viviendas. Esos muchachos que de forma inclemente avasallan a la anciana mujer a la que denominan de forma insultante “marquesa”, y que durante veinte años acude cada día al puerto a esperar infructuosamente a su hijo. Y unos adultos que no dejan de desconfiar de los seres que les rodean y con los que conviven día tras día. Es algo que sucederá a la casera que sirve de portera en la angosta finca en la que reside como alquilado el introvertido Don César (Guillermo Marín). A partir de esa aspereza en sus relaciones, el suceso de un asesinato pondrá en jaque a los agentes de policía, siendo encargado el inspector Castro (Manolo Morán) del descubrimiento del crimen.

En realidad, si analizamos los valores del film de Vajda en base a las propuestas de su guión –basado en la novela Panique de George Simenon-, lo cierto es que poco podemos encontrar de extraordinario. Los instrumentos y trucos que utiliza el agente devienen pueriles y previsibles. En su oposición, el gran valor que transmite la obra de Vajda –hablando en función de la versión española de la misma, ya que al unísono se realizó otra en portugués, variando los intérpretes, y salvando sobre todo a la –endeble- actriz y cantante Milú, en su papel protagonista de Ninón-, reside sin duda en la angustiosa atmósfera que llega a palparse en la pantalla. Todo ello, a través del extraordinario uso de una escenografía que acentúa ese aspecto angosto y enracimado del entorno descrito, caracterizado además por una constante sensación de decadencia y angustia existencial, el director no huye a la tentación en su descripción de mostrar constantemente la actitud, la dureza y el comportamiento de una serie de personajes vencidos, hundidos y enracimados en sus propias miserias, que no pocos historiadores señalan definen a la perfección el estado de una sociedad como la española de la época, y a cuya censura quizá escapó por no ver delante de sus propios ojos que se estaba plasmando una visión descarnada que bien nos podría remontar a los grabados más descarnados del pincel de Goya.

La puesta en escena del film se enriquece del magnífico uso de una escenografía en la que destacan elementos verticales –travesaños, escaleras…-, en la aplicación de planos de detalle que permiten avanzar los trucos y artimañas esgrimidos por el inspector, o en el resentimiento de una población que no duda –a través de esa portera- en acusar a Don César, hasta hacerlo someter a una persecución y un linchamiento mediante lapidación en la misma zona costera portuaria, en el episodio más espectacular y doloroso del relato. Sin embargo, uno antes se queda con un instante en apariencia menor, que define a la perfección la auténtica esencia de la película. Ese contraplano subjetivo del personaje encarnado por el joven Marín, al ser mirado por el amante de Ninón, emergiendo del siniestro barrio que aparece en penumbra, mientras el citado contraplano nos muestra una ciudad diurna y normalizada. Un detalle casi fantastique, en una película que no deja de incorporar elementos deudores del sainete –el rol que encarna un joven Tony Leblanc, acercándose e invitando a la hija de la portera a que inicie una vida en común con él-, o esa conclusión antes señalada del linchamiento que, por momentos, nos acerca al Fritz Lang de M –no es nada curioso, por cierto, que una década después Vajda se acercara a dicho universo con la que es su obra más prestigiosa; EL CEBO-. Lo logrará a través de ese magnífico plano general de la muchedumbre alejándose de esa portera que ha provocado el enardecimiento de la población, una vez la policía encabezada por Castro llega hasta la misma y a duras penas logre salvar la vida de César, proporcionando al agente la oportunidad de expresar una dura diatriba hacia ese grupo de seres que apenas se pueden denominar humanos.

Ante este bagaje ¿Qué es lo que me impide considerar BARRIO un logro dentro de nuestro cine? Personalmente la escasa enjundia de su base argumental. Cierto es que precisamente en propuestas de estas características, no resultan más que un punto de partida para expresar un malestar social y existencial. Pero no es menos evidente que nos encontramos con una intriga previsible, que avanza sin ningún sentido de la progresión, y en la que la actitud de algunos de sus principales personajes devienen apresuradas y sin justificación –la propuesta de César de irse hasta Brasil junto a Ninón y abandonar aquel mundo degradado, cuando es la primera vez que han hablado juntos-. Unamos a ello su pobreza interpretativa y la escasa enjundia que como personaje esgrime Fernando Nogueras, encarnando a “el señorito”, ese chulo que protege a Ninón y que muy pronto descubriremos en sus oscuras intenciones.

Titulada en su versión portuguesa “Viela, rua sem sol”, además de por sus intrínsecos valores, y de acentuarnos la curiosidad para acercarnos a otros exponentes de la filmografía de Vajda en estos años, adelanta una corriente de cierta herencia entre expresionista o neorrealista, que muy pronto tendría su prolongación en títulos como LA CALE SIN SOL (1948, Rafael Gil), de la cual retoma no pocos elementos, y en la que, curioso detalle, también recupera la presencia de Manolo Moran en su reparto. En todo caso, el film del autor de MI TIO JACINTO, nos habla bien a las claras de esa veta generada por nuestro cine, tan oscura en su visionado, como valiosa siquiera sea parcialmente en sus resultados.

Calificación: 2’5

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