MI TÍO JACINTO (1956, Ladislao Vajda)
Aunque un título como EL CEBO (1958) haya adquirido ya la condición de clásico de nuestro cine –pese a resultar una coproducción- o el descomunal éxito de MARCELINO PAN Y VINO (1955) supusiera uno de los más grandes de la historia del cine español, lo cierto es la obra del húngaro Ladislao Vajda (1906 – 1965) sigue manteniéndose en la sombra del semi olvido, aspecto en el que todos hemos contribuido por activa o por pasiva, y en el que tampoco hemos de olvidar la decadencia con la que cerró su filmografía. Una obra que se extiende en más de cuarenta títulos, de los cuales puede decirse que prácticamente la mitad de ellos fueron rodados en la España franquista en la que refugió, a partir de 1943. Entre ellos, no me gustaría dejar de destacar el brío aventurero mostrado en CARNE DE HORCA (1953), o la destreza con la que se elevaba de los convencionalismos de guión que planteaba TARDE DE TOROS (1956), que se erige como una de las crónicas más valiosas de cuantas se han rodado de temática taurina. Pero junto a la mencionada EL CEBO, si hubiera que destacar un título entre el conjunto de su obra –aunque de ella posea muchas lagunas-, no dudaría en destacar MI TÍO JACINTO (1956); segundo de los tres títulos que filmó con el protagonismo del mejor –quizá el único realmente genuino- niño prodigio que brindó el cine español; Pablito Calvo. Este protagonizó el ya señalado MARCELINO, PAN Y VINO y en 1957 cerraría su trilogía con la también estimulante fábula UN ANGEL PASÓ POR BROOKLYN. De ellas, es probablemente en el título que comentamos, donde se aúna con mayor perfección su condición de producto al servicio de un pequeño que contempla con ojos despreocupados el entorno que le rodea. Al mismo tiempo, se erige como una demoledora crónica sobre las miserias vividas en ese Madrid de los años cincuenta, en donde junto a su aspecto casticista parecen no haberse dejado detrás las consecuencias de una posguerra que aparece vigente en todos y cada uno de sus fotogramas.
La película se inicia con presteza, mediante la inútil búsqueda que un cartero realiza para un novillero que atiende al nombre de Jacinto. La carta circula por diversas direcciones –lo que nos indicará la decadencia vital que ha ido sufriendo el personaje-, hasta que en el estafeta de correos se logre detectar su dirección; una chabola situada en los suburbios de Madrid. Pese a la ligereza que pueda suponer conocer dicho emplazamiento, no dejará de ser un interesante punto de partida para conocer a los dos seres que protagonizarán la acción. De un lado Jacinto (Antonio Vico), un hombre al que se le supone un pasado en la fiesta taurina, pero al que el alcohol ha sumido en un estado de lamentable decadencia, al que acompaña su sobrino Pepote (Pablito Calvo), que con su ingenuidad y encanto se encarga de cuidar a su único familiar. Muy pronto Vajda nos mostrará el carácter fantasioso del pequeño, cuando con la llegada de una inesperada lluvia utilice un juego que tiene para formar una especie de balsa… que inundará la chabola en la que ambos viven. De inmediato atisbaremos la vida cotidiana de estos dos seres perdidos y marginales de la sociedad, que pasan sus días en el entorno del rastro madrileño. A partir de ese encuentro, Vajda desplegará con su deslumbrante técnica –que apenas se aprecia, ya que se encuentra al servicio de la historia narrada-, el hecho de que la carta a Jacinto obedece al error de un empresario taurino que lo había incluido en una charlotada. La realidad es que la ausencia del hombre que tenía previsto, en realidad proporcionará al decadente protagonista la posibilidad de retornar a los ruedos… pero para ello tendrá que alcanzar las trescientas pesetas con las que pueda alquilar el traje de luces que le brinda el dueño de la tienda de ropa vieja (Juan Calvo). En realidad, el nudo central de MI TÍO JACINTO, se centra en la búsqueda de esa ingente cantidad de dinero para poder cumplir con el encargo y, con ello, obtener un pago de mil quinientas pesetas. Y es desde ese punto de partida, desde donde comprobaremos toda una amplia galería de seres destinados al timo, al engaño del respetable, y por otra parte honrados ciudadanos que no dudan en picar en estas pequeñas estafas, convencidos con ello de haber logrado algún beneficio económico. Lo cierto es que la visión que se nos ofrece de ese Madrid castizo es demoledora, acentuando dicha visión la extraordinaria fotografía en blanco y negro de Enrique Guerner, y la agudeza de un guión en el que no se desaprovecha la oportunidad de las situaciones situadas en un primer plano, para introducir aspectos secundarios que subrayan ese estado de miseria vivido en aquel entorno, de lo cual será un ejemplo palmario el dictado a sus superiores que ofrece el inspector (José Marco Davó), de las lamentables condiciones que sufren sus dependencias –se llegan a citar hasta sus aseos-, mientras atiende la detención de Jacinto y la decisión del pequeño de llevarlo al tribunal de menores.
Y es que en realidad, MI TÍO JACINTO es una película de aparente “guante blanco”, pero que contiene una “bola de acero” dentro. Desde ese presunto prisma de crónica de un neorrealismo tardío a la española, sus fotogramas en ningún momento abandonan esa sórdida crónica de una España en donde la miseria, el trapicheo, el estraperlismo y la carencia de medios, son moneda corriente en su vida diaria. Cierto es que en ella no se ausentarán aspectos divertidos –como el momento en el que el estafador José Isbert es pillado por un agente cargado con los relojes falsos que porta en su pechera, o el previo en el que Pepote discurre corriendo a poner en hora los relojes de un viejo dueño de tienda que se encuentra durmiendo, cuando dan las campanadas de las doce del mediodía-. Pero incluso en instantes en los que puede aparecer el apunte amable y divertido, en ellos aflora el tinte dramático –la secuencia en que Pepote tiene que hacer de toro ante una pandilla de chavales para sacarse unas perras y ayudar con ello a su tío a obtener esas trescientas pesetas que aparecen como inaccesibles-. En otras comprobaremos la clásica picaresca española –los timos con los falsos relojes de marca que efectúa Gila, o esas guías falsificadas que permitirán que incautos acaudalados compren presuntas y fraudulentas obras de arte-. Todo ello queda desplegado con inusual acierto por un Vajda en estado de especial inspiración, dentro de un espacio temporal que abarca unas pocas horas, para lograr ese objetivo cada vez más inalcanzable; el alquiler del traje de luces que permita a Jacinto cumplir el compromiso que le otorgue una nada desdeñable cantidad de dinero y, sobre todo, el retorno de su dignidad como persona –algo que expresará muy bien el actor de forma interiorizada en los instantes en que va a desarrollar su faena-. Una corrida en la que el director húngaro incidirá de nuevo y de manera muy especial en su vertiente sórdida y decadente, llegando a contagiar al espectador de los esfuerzos sobrehumanos realizados por este, que fructificarán en una serie de pases jaleados por el público. De nada valdrán ante las cogidas que recibirá, la ayuda de esos tristes payasos contra los que pretenderá luchar Jacinto y, finalmente, la presencia de esa cruel e inoportuna lluvia que anulará la posibilidad de regeneración de un hombre acabado, al que solo esperará el ayudante de la tienda del ropavejero –encarnado por el popular “Tip”-, quien se situará al lado del protagonista con la única intención de recuperar el traje prestado.
Demoledora visión de una sociedad que no sabe emerger de una miseria y unos comportamientos sociales ligados a la picaresca, MI TÍO JACINTO no deja de auspiciar aspectos amables, pero en última instancia se erige como una película de enorme crueldad, de la que solo con la fantasía de su protagonista ante su sobrino –relatándole una faena que en realidad no se ha producido-, intentará sublimar un estado de decadencia moral de casi imposible evasión. Ni que decir tiene, que unido a la pericia narrativa y técnica desplegada por un Vajda que parece transmitirnos casi los aromas de ese rastro en donde se traduce un trasunto de la picaresca española, en la que tampoco se ausenta su vitalismo y también la presencia de ciertos personajes positivos –la amable vendedora de sellos- una vez más cabe destacar un impresionante reparto de característicos, entre los que no me gustaría dejar de resaltar a un extraordinario José Marco Davó, Juan Calvo o Mariano Azaña, encarnando a ese cerillero comprador de las sobras de tabaco que tanto Jacinto, Pepote como muchos otros, van recogiendo por las calles para obtener unas míseras perras. En definitiva, nos encontramos con un exponente que se erige por derecho propio, como un pequeño clásico del cine español de los cincuenta
Calificación: 3
2 comentarios
Pepote -
Teo Calderón -
Con ello, en cierta medida vengo a rectificarme sobre el telegráfico y poco justiciero comentario mío que en su día incluí en "Movie Movie" (fiándome para hacerlo de lo que en mi memoria quedaba de un lejano visionado). Me quedé corto a la hora de resaltar las virtudes del film. En estos últimos meses he tenido ocasión de revisar la cinta dos veces, merced a la suculenta programación de cine español que mantiene el canal televisivo "8 Madrid", y como digo más arriba, es como poco una de las tres mejores realizaciones de Ladislao Vajda, junto con "CARNE DE HORCA" y "EL CEBO" (versión internacional).
Un abrazo.