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CINEMA DE PERRA GORDA

LÉON MORIN, PRÊTRE (1961, Jean-Pierre Melville) León Morin, sacerdote

LÉON MORIN, PRÊTRE (1961, Jean-Pierre Melville) León Morin, sacerdote

Orillada en líneas generales a la hora de establecer un análisis genérico de la obra de su director, lo cierto es que LÉON MORIN, PRÊTRE (Léon Morin, sacerdote. 1961), es uno de los títulos menos comentados de la filmografía del francés Jean-Pierre Melville, aunque al mismo tiempo aparece como uno más, de los encuadrados en ese periodo de especial vigencia en su obra, desarrollado en la década de los sesenta. Para Melville –al parecer ateo-, la adaptación de la novela de Beatriz Beck, supuso una nueva vuelta de tuerca para, por un lado, retornar al marco de la ocupación y la resistencia francesa en la II Guerra Mundial –algo que abordó en su excelente debut con LE SILENCE DE LA MER (1949)-, y por otra insertarse en ese mundo expresivo,  dominado por sombras y sentimientos contrapuestos que, por encima de la adscripción genérica de sus títulos más conocidos, definió el conjunto de su obra. Y hay que señalar, que al hablar de esta magnífica película, en su discurrir se manifiesta ese mismo despego existencial. Incluso a la hora de narrarnos la historia de una presunta –y, como veremos, falsa e interesada- convicción religiosa de una joven librepensadora, en realidad nos insertamos en el terreno de una búsqueda de realización personal. De emerger de un oscuro marco de existencia, enmarcado en el ámbito de la ocupación alemana a una pequeña localidad francesa.

Es el entorno en el que se inicia LÉON MORIN, PRÊTRE, con la ayuda de la voz en off de Barny (Emmanuelle Riva). Nuestra protagonista trabaja en una oficina de correos provisional que ha sido trasladada desde Paris, donde se encuentran sobre todo compañeras. La inicial llegada de los ocupantes italianos, será asumida en la población como algo pintoresco, mientras que Barny, viuda aún joven y con una niña, sorprenderá al espectador al exteriorizar en sus diálogos íntimos, la fascinación que le provoca la belleza, y que exteriorizará de manera muy tímida hacia una hermosa compañera de la oficina. Aunque a primera instancia pudiera parecer una tendencia lésbica, en realidad es una muestra de la extrema sensibilidad que asume esta mujer viuda de un judiio que, como varias de sus compañeras, ha decidido bautizar a sus hijos para que sobre ellos no pese la estigmatización como tales.

Desde el primer momento, ayudado por la húmeda fotografía en blanco y negro de Henry Decae, la película pronto se posicionará en ese tono sombrío y melancólico, en el que resaltará la búsqueda de la comprensión, por parte de un contexto dominado por el recelo y el temor. Una de las virtudes del film de Melville, reside en no mostrar de manera directa sus consecuencias. Escucharemos bombardeos y ruidos de cañones nocturnos, siendo percibidos por la protagonista. Veremos como el viejo profesor de filosofía que se encontraba en la oficina tiene que huir de manera inesperada, dada su condición de judío, o como esa bella empleada admirada por Barny, en poco tiempo se convertirá casi en una anciana, trasladando en su rostro el sufrimiento al haber detenido a su hermano por parte de los alemanes, sin saber ya más de su existencia. Es por ello, que teniendo como contexto ese marco de opresión, Melville articula con sensibilidad y voz callada este drama de sentimientos, que tendrá un sorprendente grado de inflexión en la visita de la muchacha a la iglesia de la población, con ánimo provocador. Llevará sus intenciones hasta el confesionario, deparándole el destino su primer encuentro –en el confesionario- como el joven y atractivo Léon Morin (Jean-Paul Belmondo). La cámara encuadrará a ambos personajes desde un ángulo imposible –un plano frontal que muestra los dos rostros, teniendo como separación la rejilla del confesionario-. La secuencia será reveladora de las intenciones de la protagonista, señalando inicialmente su descreimiento, y siendo muy pronto contrarestada por la seguridad de los planteamientos del sacerdote. Será el inicio de una extraña relación establecida entre hombre y mujer, que poco a poco irá llevando a la hasta entonces descreída por la senda del catolicismo –que en un momento dado ella misma calificará interiormente como “una catástrofe”-. Será el punto de partida de un relato de ascendencia bressoniana, que logra por un lado esa integración con el universo melvilliano, dentro de unos parámetros ligados a una determinada tradición de cine literario en la cinematografía francesa, pero al mismo tiempo con una sencillez, desnudez y capacidad de observación admirable. Desde la visión que Berny tendrá del zurcido que se encuentra en el hombro de la túnica del sacerdote, ese instante en el que este le toca con la manga, antes de iniciar una misa, la secuencia crucial en la que esta le pregunta a Morin si se casaría con ella si no fuera sacerdote católico y tuviera que mantener los votos de castidad. Esa interrelación entre ambos personajes, será el epicentro de una historia, en la que en un momento dado la invasión alemana desaparecerá, sin que ello repercuta en exceso en su desarrollo. Cierto. Hasta entonces, el joven párroco se ha destacado en su ayuda a los judíos perseguidos –aspecto este mostrado de manera sutil y elíptica-. Sin embargo, lo que en realidad va importando en este relato estructurado en base a sencillas secuencias delimitadas en intensos fundidos en negro, es ese acercamiento establecido entre el sacerdote y la convertida Barny, integrándose en el relato un cierto toque de comedia, al comprobar el espectador la creciente atracción de Morin ante el público femenino. Incluso una atractiva mujer mundana, se acercará hasta él con declaradas intenciones de seducirle, resistiendo el religioso todas ellas.

Dentro del contexto de desdramatización que preside esta magnífica película, en donde las emociones parecen surgir en cada uno de sus encuadres, uno destacaría las sensaciones que se transmiten en cada uno de los instantes desarrollados en la escalera interior que sirve de acceso al despacho del párroco. Un espacio desvencijado y casi ruinoso, que es iluminado acentuando esa decrepitud por Decae, como ejerciendo de paso previo a esa sucesión de encuentros entre los dos protagonistas, punteados por una cada vez más decreciente presencia de los comentarios en off de una cada vez más absorta Barny. Todo ello, dentro de un conjunto tan destacado en la precisión del trazado de los diferentes personajes que puebla la ficción –incluso aquellos que tienen una presencia secundaria-, en la fisicidad de sus imágenes, o en la desoladora sensación que se transmite en los últimos instantes del metraje. Sos los que describirán el último encuentro entre la joven viuda y el sacerdote. Tras un tiempo sin contacto, ella ha recibido el aviso de que Morin deja la parroquia y quiere despedirse. Como es lógico, acudirá hasta el que hasta entonces fuera su despacho, en medio del azote del viento que se percibe con las ventanas abiertas. Aquel recinto en el que desarrollaron tantos encuentros se encuentra casi desolado en la ausencia de todos sus austeros enseres. Papeles ruedan por el suelo. No acierta a encontrar a Morin una vez llega allí. Lo hará finalmente, viendo como prepara sus escasas pertenencias, vistiendo una austera túnica y sandalias sin calcetines. Se marcha a cubrir el servicio religioso a una serie de aldeas descristianizadas. Por su parte Barny se encuentra casi en vísperas de retornar a Paris. Es, por ello, su último encuentro. Y pese a la sobriedad con el que es descrito este, Melville da vida a uno de los más estremecedores fragmentos de su carrera. Son unos minutos en donde la apariencia de las palabras esconde sentimientos muy profundos. Sentimientos que ninguno de ellos se atreve a señalar, pero que ambos tienen asentado de manera muy profunda en el interior de su alma. Ese deseo del encuentro “en el otro mundo” supone, sin duda, una de las conclusiones más desoladoras. Una de las negaciones más escalofriantes del amor terrenal, jamás expresadas en la pantalla. Es, sin duda, una dolorosa conclusión, para una película que habla en voz baja de sentimientos, convenciones y renuncias. Una obra magnífica, poco conocida, pero que podemos situar entre las cimas del cine de Jean-Pierre Melville.

Calificación: 4

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