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CINEMA DE PERRA GORDA

IL BELL’ANTONIO (1960, Mauro Bolognini) El bello Antonio

IL BELL’ANTONIO (1960, Mauro Bolognini) El bello Antonio

Conociendo el altísimo nivel alcanzado por buena parte de la obra del italiano Mauro Bolognini en el periodo comprendido entre la segunda mitad de los cincuenta y mediados los sesenta –en las que aparecen títulos a mi juicio tan valiosos como LA VENA D’ORO (1955), LA GIORNATA BALORDA (1960), LA VIACCIA (1961), o SENILITA (Senilidad, 1962), entre los que he podido contemplar-, era de prever que IL BELL’ANTONIO (El bello Antonio, 1960) se insertara dentro del cómputo de exponentes de espacial significación, que avalan a Bolognini como el artífice de una filmografía parcial, a la altura de los más grandes realizadores italianos de su tiempo. Cierto. Según fueron discurriendo los sesenta, su cine resbaló por las peligrosas aguas del esteticismo inane y el servilismo a recursos visuales periclitados. Ello no nos debería tener que asumir el injusto olvido de su valiosa obra precedente en la que, como en el título que nos ocupa, se percibe de nuevo esa descripción de las pasiones humanas. Todo ello, siempre en plena pugna con la represión que exteriorizaba una sociedad italiana decrépita y dominada por miserias y atavismos de un pasado que casi se puede palpar en las calles, las casas, y los moradores de una Italia que se debatía entonces entre una ascendencia rural. Un atavismo represivo religioso y social, y el recelo aún a la llegada de un progreso que, pese a todo, tampoco contribuyó a disipar dichas rémoras sociales y culturales.

Dicha premisa aparece de nuevo, plano por plano, en esta magnifica tragicomedia, centrada en la insólita condición del apuesto Antonio (magnifico Marcello Mastroianni, en un rol donde su capacidad de matización deviene admirable). Este ha vivido durante algunos años en Roma, desarrollando una andadura diletante, en la que se ha ganado una fama como conquistador de mujeres. Al retornar hasta Catania, una avejentada población siciliana, sus padres lo emparejarán con la joven Barbara (Claudia Cardinale), hija de la famlia Puglisi, cuyo padre es el notario de la localidad. Un matrimonio de intereses –practica habitual en las familias de la zona-, que de entrada parecerá ideal, dada la pasión que Antonio esgrime hacia su nueva esposa. Será, por el contrario, una pasión que pasado los meses, dejará entrever la impotencia del protagonista, iniciando todo ello una espiral de acontecimientos, que tendrán su expresión más destacada en la ruptura del matrimonio, argumentando los responsables eclesiales que este no se ha podido consumar. La deriva autodestructiva de Antonio le hará cerrarse en si mismo por completo, sin atender las demandas de sus atribulados padres. No obstante, una circunstancia fortuita, que quizá presente en otro momento hubiera sido fruto de escándalo, supondrá en última instancia la prueba de la virilidad de Antonio; este dejará embarazada a la criada Santuzza (Patricia Rini). En realidad, y tal y como podremos comprobar en los estremecedores instantes confesionales de Antonio con su primo Edoardo (Tomas Milian), el recurso a la criada, no habrá supuesto más que el retorno a un desahogo sexual sin que el amor aparezca en el mismo. Es más, es esa doble moral existente en la sociedad italiana –impagable la manera elíptica con la que se describe la inesperada muerte de Alfio Magnano (Pierre Braseur), al acudir con una prostituta a reafirmar su virilidad-, la auténtica culpable de que nuestro Antonio no haya logrado estabilizar en su psicología, provocando en su comportamiento la imposibilidad de exteriorizar su sexualidad a las personas que realmente ama.

Antes lo señalaba. Una de las grandes virtudes de este relato, basado en la novela de Vitaliano Brancati, y descrita en guión por la confluencia de Pier Paolo Pasolini y Gino Visentini, es la presencia soterrada de un fino humor que en no pocos de sus momentos ayuda a digerir las costuras de un relato revestido de una gran fuerza dramática. Ese extraño equilibrio, se manifiesta en no pocos momentos, permitiendo que el film de Bolognini aparezca modélico, comparándolo que aquellas bufonadas que pocos años después, harían famoso –al tiempo que entronizarían sus vulgaridades- a un cineasta como Pietro Germi. Por el contrato, IL BELL’ANTONIO aparece dominada por una estructura geométrica –la secuencia progenérico y la que da fin al relato nos describe el drama del protagonista, proyectado en sendos espejos, como metáfora de la falsedad de su fama exterior-. La película no omitirá detalles en torno a la corrupta política italiana, pero devendrá mucho más certera en la capacidad descriptiva que establecerá en torno a las avejentadas calles, casonas y gentes, que pueblan las calles de Catania, dentro de un marco gris, admirablemente modulado por la cámara del realizador, la lividez de la iluminación en blanco y negro de Armando Nanuzzi, y la fuerza dramática de la banda sonora del gran Piero Piciconi. Todo ello, como fondo de un relato en apariencia grotesco, pero en el fondo demoledor, cara a exteriorizar el mundo opresivo, casi primitivo, existente en una sociedad cerrada en sí misma, en la que casi se puede percibir la ausencia de aire para que cualquier persona con un mínimo de sensibilidad, se sienta libre de sí mismo.

Ayudada por un reparto inmaculado –del que no me gustaría dejar de destacar una excepcional Rina Morelli, encarnando a Rosaria, la madre del protagonista-, IL BELL’ANTONIO aparece descrita casi como un cuento trágico. Como un callejón sin salida para un ser descrito con una especial sensibilidad. Como una inesperada búsqueda de rebeldía, un grito en el desierto, en medio de una telaraña social dominada por el poder, el deseo, las convenciones y el puritanismo. Son muchos los fragmentos en los que el film de Bolognini despliega las alas de ese melodrama de dolorosa fuerza que atesora sus entrañas. La ya citada conversación entre Antonio y su primo en la nocturnidad de un coche, donde este revela con pudor, y ante la casi obsesiva insistencia de Edoardo, las razones de su impotencia, adquiere una dolorosa sensación de confesión íntima. Pero por lo general, la entraña del film de Bolognini, se encuentra en algunos de los episodios protagonizados por Rosaria. El admirable encuentro con el párroco de la localidad, y el duro encuentro que a continuación mantendrá con una ya descreída y alienada Bárbara, podrían erigirse con facilidad como el fragmento más memorable del conjunto. Pero es en instantes como la llamada de su esposo al notario para investigar sobre su hijo, o en el estremecedor instante en el que intuye que su hijo es el padre del hijo del que está embarazada Santuzzia -¡Que admirable resolución de la secuencia, modificando su aura tragicómica en apenas instantes!-, donde aparece esa madre intuitiva. Esa clásica mujer italiana que se encuentra detrás de todas las familias. Ese aparente rol pasivo y secundario, que conoce las infidelidades de su esposo, pero que ha estado criada para ejercer como sosten de una familia basada en la sumisión y la convención. Unamos a ello el dramatismo que ofrece el casi fugaz encuentro de Antonio con el coche en que Barbara se dirige a contraer nuevas nupcias con un aristócrata –esta vez si- de fortuna, o el abrasador fundido en negro que se bate sobre el reflejo del rostro del protagonista (que grande Mastroianni), y con el que concluye IL BELL’ANTONIO, para apreciar una magnífica disección social, inserta en un periodo de extraordinario fulgor para el cine italiano, y en el que tanto la obra de Bolognini, como este título concreto, deben de encontrar un lugar remarcable.

Calificación: 3’5

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