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CINEMA DE PERRA GORDA

LA GIORNATA BALORDA (1960, Mauro Bolognini)

LA GIORNATA BALORDA (1960, Mauro Bolognini)

1960 supuso una de las cimas del cine italiano, con exponentes que han logrado pasar al conjunto de una producción europea, que por otro lado se encontraba en plena efervescencia dentro del contraste de sus exponentes más o menos clásicos y / o académicos –con la injusta mirada peyorativa que entonces se proyectó sobre ellos-, con la eclosión de las nuevas olas. En medio de ambas vertientes podemos establecer un título como LA GIORNATA BALORDA (1960), nueva muestra del magnífico momento que en esos años vivía la obra de Mauro Bolognini, un cineasta que años después se fue marchitando, inmerso de modas visuales que lo anularon por completo. Sin embargo, es muy interesante ir recuperando la obra de sus primeros años, para valorar una obra parcial llena de interés, en la que el título que nos ocupa ofrece atractivos suficientes, al tiempo que podemos ver en sus imágenes y en su propia atmósfera, referencia e incluso elementos que la ligan con esa riqueza y variedad que el cine italiano desplegaba en aquellos momentos.

Cierto es que LA GIORNATA BALORDA supone la última de las cuatro colaboraciones que Bolognini mantuvo con el ya casi debutante cineasta Pier Paolo Pasolini. Se percibe dicha presencia en el aporte de la descripción de sombríos exteriores urbanos, o el protagonismo de ese ragazzi que en esta ocasión encarna el francés Jean Sorel, siempre tan limitado de recursos, quizá incluso alejado del arquetipo que muy poco después aportaría el mismo Pasolini en su trayectoria como director, pero que ofrece en la película la fuerza de esa belleza física carente de una superior cualidad, capaz solo con ello de aparecer como catalizador de bajos instintos. La película se inicia con un lento y extraño travelling, punteado por el sombrío fondo sonoro de Piero Picioni. El movimiento de cámara describe la alienación existente en unos bloques de viviendas, atestados por familias obreras. Pese a su relativa cercanía nos encontramos ante unas edificaciones envejecidas, en donde las mammas cuidan de sus hijos e incluso sus nietos. En una de sus viviendas reside el joven y atractivo David Saraceno (Sorel). Un muchacho que apenas demuestra interés por establecerse en la vida, pese a que es padre de un pequeño, perteneciente a una familia de la que es vecino, no pudiendo por sus escasas posibilidades casarse con la madre del pequeño e incluso bautizar al mismo.

Sencillo punto de partida, a partir del cual David se lanzará a la búsqueda de trabajo, iniciando con ello un casi kafkiano recorrido por una Roma que se contradice entre un pasado dominado por la decrepitud, y un atisbo de progreso que parece chirriar en una sociedad que, en el fondo se resiste a evolucionar, quedándose anclada en todos sus vicios. Podremos ver una amplia gama de burócratas que tratarán al muchacho con total indiferencia. A usureros –el tío del protagonista-, que se enriquecen explotando a jóvenes obreros, a funcionarios –como el encarnado por Paolo Stoppa-, que envuelven bajo su aparentemente correcto comportamiento, una doble moral, no dudando en contratar a prostitutas cuando su esposa se encuentra viviendo jornadas de playa. A empresarios que se enriquecen sin escrúpulos, con prácticas delictivas, que incluso ponen en tela de juicio la salud de la ciudadanía. En medio de este vasto paraje, en el que no se deja títere con cabeza, David irá discurriendo casi como un inocente director de orquesta, mostrando al espectador en su recorrido de apenas una jornada, toda una mirada sombría y pesimista en torno a la sociedad italiana del momento, inserta en esa milenaria ciudad llena de contradicciones.

Antes señalaba la importancia de la presencia de Pasolini en los créditos argumentales de LA GIORNATA BALORDA. No obstante, en el film de Bolognini aparece de forma más acusada la impronta de Alberto Moravia, autor de la novela en la que se basa la película, al tiempo que coautor del guión junto al citado Pasolini y Marco Visconti. Esa aura sombría, casi existencial, que se extiende a lo largo y ancho del metraje, preside las andanzas de este joven que ejerce casi como un corpúsculo molesto y de rara integridad –pese a su abierto carácter dilettanti-, en un contexto de exasperante podredumbre moral y ética. Es por ello que este relato en el que se deja de lado un seguimiento argumental, por el contrario, en todo momento se busca –y se logra en numerosas ocasiones-, un aura descriptiva, recorriendo la cámara junto a su protagonista. Ello nos permitirá asistir el contraste entre frías viviendas de nueva creación y viejas y apenas cuidadas casas señoriales romanas. La cámara de Bolognini asumirá cierta herencia del cine de Antonioni, a la hora de mostrar esa alienación colectiva de ciudadanos que acceden a las oficinas burocráticas. A esas playas a las que acuden mujeres acomodadas que quedarán hechizadas por el atractivo de David, y en donde conocerá la vigorosa personalidad de Freya (la carismática Lea Massari), ligada a ese jefe al que ha quedado unido como extraño y poco justificado ayudante del conductor de camión que transporta ese aceite adulterado.

Toda una descripción que aparece desoladora en su conjunto, y en la que no podremos quitarnos de la memoria la imagen de ese hombre influyente que ha muerto, y se encuentra expuesto en un túmulo funerario totalmente solo, en el lugar que fue su residencia. Una imagen de extraña textura que domina sobre el conjunto del film, y a la que se recurrirá en unos innecesarios planos casi finales, justificando la entrega de dinero de Freya a David. Será el detonante para que este pueda acceder a ese puesto de trabajo en propiedad –quizá una manera de proseguir en su holgazanería- y, con ello, casarse con la madre de su pequeño, al que muy pronto bautizará. Un aparente happy end, que será subvertido con la cámara de Bolognini al despedir el metraje con un plano opuesto al que ha abierto esta película, alejando a sus protagonistas de ese entorno alienante y desesperanzado. Perfecta alegoría de un entorno asfixiante y carente de asideros. Un auténtico panorama de mediocridad, en esa situación marcada entre progreso y apego a los peores vicios de comportamiento de una sociedad como la italiana, que en numerosas ocasiones tuvo una adecuada plasmación fílmica. Ocioso sería reseñar exponentes de especial significación que, desde un género u otro, supieron trasladar una particular visión de la compleja sociedad de aquel país tan cercano al nuestro. Lo que importa, lo pertinente en este caso, es consignar décadas después, como el hoy olvidado Mauro Bolognini supo situarse, en aquellos brillantes años de su carrera, en un lugar de privilegio ninguneado hasta nuestros días, y que esperamos le sea justamente restituido. Nunca es tarde.

Calificación: 3’5

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