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CINEMA DE PERRA GORDA

L’EREDITÀ FERRAMONTI (1976, Mauro Bolognini) La herencia Ferramonti

L’EREDITÀ FERRAMONTI (1976, Mauro Bolognini) La herencia Ferramonti

Ninguneado en nuestros días, no se puede entender la evolución del cine italiano a partir de la década de los cincuenta, sin el estimulante aporte de la obra del toscano Mauro Bolognini (1922 – 2001), que alcanzaría su máximo esplendor entre 1960 y 1963, donde se sitúan sus obras más perdurables, siempre basadas en sólidos referentes literarios, entre las que no dudaría en destacar la excelente LA VIAGGIA (1961). A partir de entonces, su andadura se inserta en una amplia colaboración dentro de una corriente muy frecuente en el cine italiano; las producciones de episodios. Y tras ella, aparecen singularidades como ARABELLA (Idem, 1967), comedia sofisticada, caracterizada por su reparto multiestelar, o absolutas rarezas, entre las que cabe destacar una película que no ha visto casi nadie -ni siquiera un servidor-; L’ASSOLUTTO NATURALE (1969). Sea como fuere, su cine irá descendiendo por una pendiente esteticista, entregada sin ambages por unos servilismos visuales muy ligados a aquellos años setenta. Es decir, el uso del zoom y, sobre todo, una querencia por el teleobjetivo, utilizado de manera más o menos preciosista, y apostando en no pocas ocasiones por el flou. No sería nada nuevo en el cine italiano de aquel tiempo, que asumió incluso el cine de Visconti. Pero es evidente que, con dichas elecciones formales, la obra de Bolognini, adscrita al mismo tiempo a un erotismo de talante vouyerístico, fue vaciando el vigor de sus buenos tiempos, hasta hundirse en la sima de una estetización inoperante.

Por todo ello, si uno quiere saborear el nada desdeñable interés que proporciona L’EREDITÀ FERRAMONTI (La herencia Ferramonti, 1976), ha de asumir y convivir de entrada con dichas debilidades visuales, centradas en el este caso de manera fundamental con una puesta en escena basada en el teleobjetivo, centrado en la modificación de la planificación en base a reencuadres. Es por ello que una mirada basada un rígido planteamiento cinematográfico, quizá nos llevaría a cuestionar el resultado de esta adaptación de la novela de Gaetano Carlo Chelli. No seré yo quien lo haga, puesto que pese a esa discutible elección narrativa, lo cierto es que nos encontramos un relato que se sostiene en todo momento, describiendo en su discurrir -sin apenas altibajos-, la evolución de esa Italia que se modificaba en sus estructuras de poder en los últimos tiempos del siglo XIX, a partir de la andadura seguida por los diferentes componentes de la familia Ferramonti.

La secuencia de apertura, poco estimulante, inserta ya en la Roma de 1880, nos describe la liquidación que realiza el maduro Gregorio Ferramonti (Anthoni Quinn), de su vetusta panadería, demostrando la abierta hostilidad que sostiene con sus tres hijos, a los que apenas deja dinero en efectivo. Ellos son el atractivo y mujeriego Mario (Fabio Testi), el pobre de espíritu Pippo (Luiggi Prioetti), y la calculadora Teta (Adriana Asti), casada con un ambicioso funcionario -Paolo Furlin (Palo Bonacelli)-. La situación límite provocado por el patriarca, culminará en un fuerte enfrentamiento entre los hermanos, iniciando un distanciamiento entre todos ellos. La acción se detendrá en los esfuerzos de Pippo por adquirir una ferretería, pagando la entrada de la misma con el dinero que le ha entregado su padre. Este se verá indefenso a la hora de iniciarse en ella, contando de entrada con la ayuda de Irene Carelli (Dominique Sanda), la hija de los antiguos propietarios del negocio. Esta poco a poco irá acercándose a Pippo, demostrando una creciente sensibilidad hacia él, hasta que ambos se casen en una austera ceremonia. Más aún, Irene irá forjando una encomiable tarea de reunificación de todos los hermanos de su esposo, al tiempo que consolidando su devenir profesional, en medio de una Roma que se va transformando a unos nuevos modos políticos y financieros. Así pues, esa tarea en apariencia noble, conformará una nueva reunión de la familia… Pero quedará el padre. Ese envejecido y casi desahuciado Gregorio, que irá consumiendo sus días en la austeridad de su vieja vivienda, y con la sola ayuda de una asistenta. Y una figura a la que se acercará también la joven, venciendo las enormes reticencias iniciales de este, hasta poco a poco ir logrando reunir al conjunto de la familia y, por encima de ello, ganándose el afecto de este.

Será el momento en el que comprobaremos la personalidad calculadora de Irene, que será capaz de utilizar su belleza y sensualidad, para alternar una relación adúltera con su cuñado Mario, lograr que el viejo patriarca la teste como su única heredera, e incluso navegar por las aguas de esa nueva política, imbuida de burocracia, que se ha enseñoreado de Roma. Así pues, Bolognini acertará al mostrar ese cuadro social, en el que sin que se den cuenta los protagonistas del relato, se encuentran en un periodo de cambio en la sociedad en que viven. Y lo hará dentro de una compleja articulación de caracteres. Para la cual su realizador contará con dos importantes aliados. De un lado, una creíble ambientación, sobre todo en esas secuencias de interiores, que revisten una notable sensación de verdad -pienso sobre todo, en las secuencias describas en la vivienda desvencijada de Ferramonti, que de manera inesperada verá mejorado su aspecto, coincidiendo con el cada vez más optimista estado de ánimo de este, según su acercamiento con Irene se haga cada vez más ostensible. O también en los recorridos por viejas callejas de Roma-. El otro elemento que Bolognini controlará con mano firme, será sin duda una sutil dirección de actores, que sabrá jugar con la imagen cinematográfica de Quinn, y que incluso permitirá que Fabio Testi aparezca creíble en la pantalla. Pero es evidente, que el gran logro de L’EREDITÀ FERRAMONTI, lo proporciona la presencia casi constante de una Dominque Sanda en estado de gracia, en un trabajo por el que obtuvo el premio a la mejor interpretación femenina del Festival de Cannes. La personalidad de una gata de angora, que no se detiene ante nada, a la hora de lograr esa riqueza que ha anhelado desde siempre, y para la cual dio vida un astuto plan de integración entre los Ferramonti, para lo cual casarse con Pippo era el primer peldaño, conformará un retrato en el que la avaricia, la sensualidad y la ambivalencia, nos permitirá secuencias tan tórridas, como aquellas que vivirá con Mario, dominadas por el sexo y el materialismo.

Bolognini acertará al describir esa nueva fauna política de Roma, se recreará en estampas como las que describen los distintos modos de celebración del carnaval romano, o plasmará con pasión el descenso a los infiernos de Pippo, al confirmar las sospechas de que su esposa le engaña y, sobre todo, lo ha utilizado para adquirir ella esa fortuna, en la que pondrá la máxima astucia de su parte, pero en la que no contará con el ascenso de esos nuevos servilismos políticos. Un nuevo marco de sociedad, dominado por las corruptelas, en donde Paolo, aquel gris funcionario, habrá logrado fraguarse un futuro como burócrata, logrando que la justicia del momento, despoje a Irene de la fortuna heredada. En definitiva, el film de Bolognini asume, con todas sus debilidades, también con apreciable grado de interés, la crónica de una transformación social, descrita en decorados contrapuestos; de la vieja Roma al marco de esa nueva política, en donde las pasiones se transformarán en luchas, dominadas por la corrupción y la hipocresía. No es este mal balance, de una película que logra emerger de las servidumbres visuales de su tiempo, con una menguada capacidad de pervivencia.

Calificación: 2’5

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