LA VIACCIA (1961, Mauro Bolognini)
No me hartaré de recordar nunca, que el periodo comprendido entre 1960 y 1962, podría considerarse el último trienio glorioso en la historia del cine. Repasando la producción de aquellos poco más de mil días, se atesoran tal cantidad de títulos inolvidables, que resulta incluso comprensible que no pocos de ellos en su momento quedaran orillados o incluso cuestionados –recuerdo como durante no pocos años se menospreció un referente de la categoría de THE INNOCENTS (¡Suspense!, 1961. Jack Arnold) con el adjetivo de “académica”. A partir de dichas circunstancias, hasta cierto punto es disculpable que un título de la categoría de LA VIACCIA (1961) –con bastante probabilidad la obra cumbre del italiano Mauro Bolognini- haya quedado sepultada, dentro de un momento en el que el cine italiano iba desplegando títulos inolvidables. Referentes entre los cuales con sinceridad creo que habría que introducir esta excelente película, adaptada de la novela de Mario Pratesi, llevada a la pantalla con el concurso de un grupo de colaboradores, entre los que habría que destacar al escritor Vasco Pratolini.
LA VIACCIA se desarrolla a finales del siglo XIX en la hacienda ubicada en una zona rural cercana a Florencia. La película se inicia con la reunión de todos los componentes de la familia Casamenti. El patriarca de la misma se encuentra a punto de expirar, estando todos ellos pendientes de la manera en la que distribuye la herencia de las propiedades familiares, que ha decidido conceder en solitario al más responsable Stefano (Pietro Germi), ante la extrañeza del resto de sus componentes. De entre ellos desde el primer momento descubriremos el desapego que manifiesta el joven Américo (Jean-Paul Belmondo), quien preferirá estar junto su moribundo pariente en sus últimos instantes de vida –este ha declinado la presencia de sacerdote alguno-, aunque reconozca ante el anciano que no le gusta estar cerca de la misma. La muerte del viejo otorgará la propiedad a Stefano, quien aceptará la oferta de su hermano Ferdinando (Paul Frankeur), efectuando una compra de la misma a cambio de su usufructo, al tiempo que llevándose al muchacho hasta su bodega en Florencia, para ayudarle en las tareas. Américo pronto descubrirá allí la relación extramarital que su tío mantiene con la poco recomendable Beppa (Marcella Valeri), sintiendo en carne propia la mediocridad de la vida provinciana en la que se ha introducido, que pronto decepcionará sus deseos de mostrarse como un joven que reniegue de sus orígenes campesinos, y la intención de encontrar un modo de vida que supere aquel en el que ha estado viviendo hasta entonces. Una noche se atreverá a sisar una pequeña cantidad de dinero a su tío, acercándose a un burdel, en el que conocerá a la joven y bella Bianca (Claudia Cardinalle). Será para él –y también para ella- el inicio de una espiral de dependencia de ambos. Una relación en la que nunca quedará claro si se centra en el deseo carnal y el placer que ambos se profesan –ella por lo general dispone de clientes con los que nunca puede sentir nada, y Américo es un joven atractivo-, o se ha introducido en ella un atisbo de amor.
A partir de ese momento, el joven Casamenti entrará en un terreno autodestructivo, siendo en un momento dado descubierto por su tío, y retornando este a casa de sus padres, donde será sometido a una paliza por pare de Stefano, que en todo momento verá a su hijo con sumo desprecio. Sin embargo, una circunstancia modificará el poco estimulante panorama del muchacho; el ser contratado por la madame del burdel como matón del recinto. Allí ejercerá con propiedad su cometido, pero en todo momento se encontrará presente la pasión que le une a Bianca. Un elemento que tendrá un punto de inflexión cuando sea avisado del hecho de la muerte de su tío. Sin embargo, en esa nueva reunión familiar, Beppa conseguirá que minutos antes de que muera se case con ella, logrando ser depositaria de la herencia, y dejando a toda la familia estupefacta, salvo la marcha de un Américo que mirará a todos sus familiares con disciplencia, asumiendo que quizá su empleo no sea el más recomendable, pero si más lucrativo que el campesinado que conservan sus familiares más cercanos. El retorno a su actividad habitual, y la llegada del carnaval, de manera inesperada exacerbará los sentimientos entre el joven y Bianca, hasta acercarse a la tragedia. Será el principio del fin para un Américo que tendrá en su mano la posibilidad de salvación, a la que renunciará viendo como a la mujer por la que se ha sentido apasionado, en realidad ha decidido dejarlo de lado, iniciando un vía crucis que culminará precisamente en las inmediaciones de esa vieja vivienda rural en la que vivió los primeros años de una vida que pretendió alejar de su futuro.
Se suele invocar, a la hora de hablar de LA VIACCIA, del lujo de su vestuario o el esteticismo posteriormente habitual –y crecientemente molesto- de su realizador. Y no pueden parecerme más desacertadas estas afinidades que se ofrecen tomando como modelo el Luchino Visconti de la época. Y es que aunque su trayectoria posterior fuera en índice decreciente –no sin dejar de legar algunos títulos brillantes-, Bolognini deja bien clara la impronta de un director con personalidad. La sequedad de su escritura, lo opresivo de todo su trazado argumental, los modos esgrimidos a la hora de describir una atmósfera que casi, casi, en ningún momento deja un resquicio al optimismo, dominada por tonos oscuros y sombríos –extraordinaria la fotografía de Leonida Barboni-. En todo momento Bolognini sabe articular el contraste entre los ambientes rurales y –por así decirlo- urbanos en los que se desarrolla la acción, pero no por ello se registra oscilación alguna en la ruindad de su fauna humana, caracterizada por unos seres insatisfechos, dominados por la alienación inherente a su tiempo, y en donde los campesinos que comanda Stefano se dejan la vida sin parar de trabajar, pero al mismo tiempo los habitantes florentinos que aparecen, se describen como seres casi fantasmales en su deambular diario, con la excepción de esa celebración del carnaval que desencadenará la tragedia.
Nos encontramos con una película repleta de instantes memorables. La dolorosa sinceridad de la conversación postrera del patriarca de los Casamenti con Américo antes de morir, la estremecedora conversación que Bianca mantiene con este en la habitación del prostíbulo, en la que se dilucidará la ausencia de amor entre ambos -que culminará con una agresión por parte de este-, la manera con la que Beppa logra a última hora casarse con Fernandino, que ha decidido aunarse con el consuelo de la religión al verse en las puertas de la muerte, describiendo la ruindad de este al recoger debajo de la baldosa de la cama el dinero que tiene guardado, y la bajeza moral de su recién convertida esposa de guardarse ese dinero, no sin dejar de señalar las veces que lo había fregado.
Esa capacidad para conferir al conjunto del relato de una densidad que inunda todos sus fotogramas, la sensación opresiva que desprenden todos sus fotogramas, el sufrimiento interior que literalmente quema a Américo, y al que el joven Belmondo proporciona unos matices extraordinarios, el acierto general del conjunto del reparto, que parecen ser ellos no personajes, si no seres con entidad propia, o la extraordinaria fuerza que adquiere el fragmento inicial, a partir de la pelea que el protagonista mantiene con el eterno joven aspirante a los servicios de Bianca. Su apuñalamiento y estancia en un hospital, donde sus sentimientos le impedirán consolidar su recuperación. En realidad, en ese momento de estremecedora decepción moral, cuando acuda al prostíbulo y solo vea a la madame contándole que este se cerró por la pelea producida y recomendándole que deje de pensar en su amada –sin decirle ningún dato de donde se encuentra- y la vea al trasluz de una ventana del mismo, el joven entenderá que no le queda ningún asidero vital, regresando con la herida abierta de nuevo hasta el entorno familiar del que renunció, y consumándose en las inmediaciones la trágica culminación de su ciclo vital, expuesto con una fuerza dramática pocas veces igualada en el cine de su tiempo.
Me restan por contemplar algunos de los primeros de los títulos que forjaron el prestigio de Mauro Bolognini –aunque siempre situándolo por detrás de los primeros espadas del cine italiano-. He de señalar que LA VIACCIA puede situarse a la altura de lo mejor de dicha cinematografía en aquellos años tan febriles, y señalar la circunstancia de que el cineasta prolongó en esencia ese planteamiento del poder destructor de la pasión amorosa en la magnífica SENILITA (Senilidad, 1962), que sin llegar a la magnificencia del título que comentamos, se erige en un vigoroso melodrama de ambientación más cercana. Lo cierto es que con esta película, se ha de reconocer una de las cumbres del cine italiano de inicio de los sesenta, dotada de personalidad propia, y revestida en su alma interior de un profundo desgarro emocional.
Calificación: 4
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