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CINEMA DE PERRA GORDA

ONCE A JOLLY SWAGMAN (1949, Jack Lee)

ONCE A JOLLY SWAGMAN (1949, Jack Lee)

“Algunas personas nunca están satisfechas”, le dirá, en un momento confesional, Doggy (Cyril Cusack), a Bill Fox (Dirk Bogarde), cuando ambos se encuentran mirando la nocturnidad del cielo, en un barco que los lleva a la lucha en la II Guerra Mundial. Será quizá, la reflexión más íntima, que se reflejará en el rostro de Bill, por medio de un revelador primer plano, quintaesencia de ONCE A JOLLY SWAGMAN (1949, Jack Lee). Se trata de una crónica en torno a la evolución de la vida inglesa, desde los últimos años 30 y el periodo de la contienda mundial, al ámbito de rodaje de la película. Todo ello, centrado en la personalidad de un joven inconformista, descontento por sus orígenes obreros, y quizá inconsciente a la hora de poner en práctica, su condición de Angry Young Men, casi una década antes de que dicha corriente, eclosionaran en la escena y el cine británico.

En estos años de creciente pasión personal por dicha cinematografía, hay una serie de realizadores que considero -a través del conocimiento parcial sobre su obra-, piden casi a gritos, una mirada que ponga en valor, un bagaje y una personalidad, vedada de reconocimiento durante décadas. En mi visión como espectador, me refiero a nombres como Lance Comfort, Thorold Dickinson, Guy Green, Wolf Rilla, Henry Cass… o Jack Lee. Lee (1913-2002), destacará en su andadura dentro del ámbito del documental, rodando entre 1947 y 1960 un total de nueve largometrajes. El título que comentamos, es el cuarto de ellos que he podido contemplar y, más allá del elevado nivel general de los mismos -con especial mención al maravilloso A TOWN LIKE ALICE (Mi vida empieza en Malasia, 1956)-, lo cierto es que se observa una especial sensibilidad en las maneras fílmicas de Jack Lee. Una personalísima cercanía en el estudio de personajes, y en la manera de integrar los mismos dentro de contextos sociales opuestos, en función de las bases dramáticas elegidas, descritas con similar grado de interés. En pocas palabras, combinar lo intimista y lo colectivo, con singular grado de armonía.

ONCE A JOLLY SWAGMAN -título que relaciona las raíces australianas de las carreras de motos que protagonizará su conjunto-, es el segundo de los largometrajes filmados por Lee, partiendo de una novela de Montagu Slater, transformada en guion de la mano del propio realizador, y del norteamericano William Rose, quien se inició como tal guionista, en el contexto de dicha cinematografía con esta película. Su argumento se inicia describiendo la introducción de Fox en un circuito de carreras, intentando que se le pruebe como posible nuevo piloto. Desde el primer momento, será bien acogido por uno de los ya consolidados, el bondadoso Lag Gibson (Bill Owen). Fox realizará su pequeña carrera con prometedores augurios, siendo fichado por Rowton (Sidney James). También se granjeará la amistad de Tommy Possey (Bonar Colleano), en esos momentos, la máxima figura del equipo de los Cobras, uno de los dos en litigio en aquellas veladas nocturnas, ante las cuales se congregan legiones de espectadores -especialmente chicas-. Casi de inmediato, Bill abandonará la fábrica de bombillas en la que trabaja -la secuencia que describe su rutina y desapego laboral, parece adelantarse a la inicial de Albert Finney, en la muy posterior SATURDAY NIGHT AND SUNDAY MORNING (Sábado noche, domingo mañana, 1960. Karel Reisz)-. La arriesgada apuesta del protagonista le proporcionará rápidos ingresos, que su madre se mostrará reacia a aceptar, en un contexto temporal, en el que su hermano menor se dispone a dejar el hogar familiar, al objeto se sumarse a las brigadas republicanas en España. A partir de ese momento, la andadura existencial de Bill alcanzará un giro, la vivencia de la fama, una rápida riqueza, y la posibilidad de abandonar sus orígenes. Todo ello, en el marco de una Inglaterra que irá mutando, en función del retorno de esos brigadistas que combatieron en España, hasta la progresiva amenaza de la invasión nazi en Europa y, con ello, la implicación británica en la misma, las consecuencias de dicha traumática experiencia y, finalmente, el retorno a un escenario de reconstrucción en la posguerra. En el contexto de un marco social convulso, ONCE A JOLLY SWANGMAN contrapone, con especial acierto y sensibilidad, la circunstancia personal de su protagonista. Su deslumbre a la llegada de una vida fácil, a un estrellato entre esas jóvenes alienadas, que tan pronto entronizan a un piloto, como se olvidan del ídolo que tenían poco tiempo atrás. El inicio de su decepción en torno a esa fugaz burbuja emocional. Su retorno a una realidad de clase, abandonando en una fiesta, a una joven frívola con la que ha salido, a la que incluso observará ciertos coqueteos con el entorno nazi. El nuevo acercamiento a su familia, o su encuentro, reencuentro y boda, con la sensible Pat (espléndida Renée Asherson), que le aportará en todo momento, ese grado de cordura que en no pocas ocasiones se encontrará presente en su personalidad. La inesperada inquietud sindicalista -inoculada por su hermano, tras su regreso de España- y, una vez Pat lo abandone, cansada de su egoísmo, la incorporación de Bill a la contienda -ámbito en el que también se insertará su esposa-.

El brillo y, ocasionalmente, la excelencia, del film de Lee, reside no solo en la capacidad que esgrime todo su metraje, de alternar el fresco social y colectivo, con la andadura existencial de este joven que, durante el paso de lo que podría ser una década, en el fondo no sabe como enfocar su madurez como ser humano. Es por ello, que la película alternará y evolucionará en ámbitos cronológicos y situaciones, por medio de un extraordinario montaje, que modulará su rigor narrativo, en donde tendrán muchísima mayor importancia los hechos y detalles intimistas, narrados en voz callada, que muchos otros acontecimientos históricos y sociales, apenas presentes en instantes de transición. Resulta sorprendente encontrarse con un planteamiento como este, en medio de un ámbito de posguerra, y en medio también, de un periodo de extraordinario fulgor para el cine británico. Pero no es la primera vez, en la que señalo que dicha producción, mucho más que en otros países, se guio por una serie de patrones narrativos y psicológicos, prolongados en su conjunto. Y cuando uno contempla esta magnífica -y apenas evocada- ONCE A JOLLY SWAGMAN, no puede por menos, que tener en cuenta exponentes previos, como THIS HAPPY BREED (La vida manda, 1944. David Lean) o incluso, en su estructura, como el previo y oscarizado CAVALCADE (Cabalgata, 1933. Frank Lloyd).

Y en medio de un conjunto orquestado tan tanta precisión, en el que el cuadro social y el drama personal, discurre con tanta armonía, uno no puede más que dejar de admirar, de manera muy especial, secuencias en donde se acentúa ese lado intimista. Es en instantes como la escenificación del primer encuentro entre Bill y Pat, de noche, a orillas del Támesis. El reencuentro del primero en la residencia, donde se encuentra ingresado, su viejo amigo Lag. La dureza -y riesgo- que expresará el episodio de la boda de la pareja protagonista, donde la aparente felicidad social, pronto se verá alterada con el discurso de tinte sindicalista del novio, que muy pronto revelará cierta tendencia a la demagogia, en la medida que los jefes sindicales sí habían ayudado a Lag, en contra de lo que él había señalado la profunda emoción que revestirá la secuencia de la salida del crucero, en el que Lag retornará a su Australia natal. La brillantez y tensión con la que se encuentran filmadas las carreras de motos. La angustia vivida por la madre de los Fox (maravillosa Thora Hird), al contemplar el regreso de los brigadistas, sin encontrar entre ellos a su hijo. La capacidad a la hora de describir esos ambientes frívolos -la fiesta a la que asistirá Bill-, que harán recuperar en este, su conciencia de clase. Son muchos los instantes que revelan lo magnífico de esta producción -tan solo me chirría un poco, lo esquemático que resultará el bloque que narra esa efímera relación del protagonista, con la mundana Dotty-. Sin embargo, hay un pasaje, en apariencia casi insignificante, que a mi modo de ver deviene estremecedor por su sinceridad. Será la pequeña charla que la sra. Fox mantendrá con una Pat, incapaz de renunciar a su esposo, revelando entre ambas una absoluta sinceridad, mientras que la madre de Bill, le confiese esa oculta y permanente aureola especial, que las madres sobrellevan durante el conjunto de sus vidas. Unos segundos memorables, en una película espléndida y olvidada, muestra evidente del gran número de pequeños tesoros, que sigue atesorando el mejor cine británico.

Calificación: 3’5

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