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CINEMA DE PERRA GORDA

THE FULLER BRUSH MAN (1948, S. Sylvan Simon) [El vendedor de cepillos]

THE FULLER BRUSH MAN (1948, S. Sylvan Simon) [El vendedor de cepillos]

No es la primera vez en la que me he referido a la parcialidad con la que ha sido analizado el corpus que englobaría la comedia americana durante la década de los cuarenta, en ese periodo puente marcado entre las postrimerías del ciclo screwball y la llegada de un nuevo ciclo de esplendor, generado a partir de la disolución del cine musical. Estamos hablando de unos años en los que resaltarían propuestas de Howard Hawks, George Cukor, Leo McCarey, Billy Wilder, Mitchell Leisen, George Stevens… pero en la que unidas a ellas aparecen otros exponentes, en no pocas ocasiones notables, firmados por Alexander Hall, Norman Z. McLeod, o incluso directores tan poco caracterizados como Charles Vidor y Henry Koster. Fue también un periodo en el que, junto a las últimas comedias protagonizadas por figuras legendarias del burlesco como Charles Chaplin, Laurel & Hardy, los Marx Brothers o incluso Harold Lloyd, tendrán su periodo dorado una serie de cómicos que iniciaron su andadura gozando de enorme popularidad en tierras norteamericanas, aunque la misma no tuviera el mismo eco en nuestro país. Hablo de nombres como Bob Hope, Danny Kaye, e incluso podemos constatar las primeras y humildes comedias iniciales rodadas por el tándem formado por Jerry Lewis y Dean Martin -por lo general, no estrenadas en España-.

En medio de este contexto, y aunque a ojos de nuestros días pueda parecernos incomprensible -es lo mismo que siempre me ha sucedido con los citados Hope y Kaye-, en aquellos años gozaba de gran popularidad Red Skelton, una personalidad del mundo del espectáculo que con el paso del tiempo dirigió sus pasos a la creciente televisión. Hasta tal punto llegó su importancia como tal cómico, que entre su equipo de gagmen se encontraba el legendario Buster Keaton, en aquellos años donde su importancia dentro del slapstick norteamericano quedó enterrada tras la consolidación del sonoro y una situación personal adversa. En los últimos años cuarenta, Skelton ya atisbada el final de su andadura cinematográfica, hasta el punto que su estudio de siempre -Metro Goldwyn Mayer- lo cedió a Columbia -un estudio muy inclinado en la producción de comedias-, al objeto de protagonizar THE FULLER BRUSH MAN (1948, S. Sylvan Simon), que de manera inesperada se convirtió en la película más taquillera de la andadura del cómico.

En la misma, Skelton encarna al torpe Red Jones, un torpe y voluntarioso muchacho que no cesa de fracasar en cuantos cometidos laborales asume. Por ello, y pese al cariño que siente hacia Ann Elliot (Janet Blair), esta no deja de manifestar un cierto desapego hacia él, consciente de su escaso sentido de la responsabilidad y sufriendo al mismo tiempo el acoso del arrogante Ken (Don McGuire). Este último trabaja con ella y ambos, pese a todo, se dispondrán a ofrecer a Jones la posibilidad de ejercer como vendedor de cepillos ambulante en la firma Brush, donde ambos trabajan. Como era previsible, los primeros pasos del nuevo vendedor resultarán catastróficos, alentados además por el soterrado boicot que sobre él girará Ken, celoso de la atención que este ejerce -siquiera sea de forma amistosa- sobre Ann. El destino y el mal consejo de Ken llevarán al protagonista a visitar la mansión del director de sanidad Gordon Trist (Nicholas Joy), quien muy poco antes lo había destituido de su empleo como limpiador callejero al tener un choque directo con él. La visita lo trasladará al entorno de la lujosa edificación y una accidentada situación en su jardín. Sin embargo, pese a lo desastroso de la misma, la esposa del propietario -Mildred (Hillary Brooke)- se compadecerá de Red y le comprará un lote de cepillos que este se olvidará de cobrar, entusiasmado de su inesperada venta. Ni Ann ni el siempre quisquilloso Ken creerán dicha transacción, por lo que el protagonista regresará de noche a la mansión para recibir el importe en medio de una cena en la que, de manera inesperada, el iracundo Trist caerá asesinado entre la oscuridad. Todo ello no hará más que iniciar una autentica pesadilla para el inocente protagonista, quien se encontrará en las puertas de ser imputado del crimen, ante el cual la ausencia del arma que apuñaló al corrupto mandatario le evitará ser acusado, más en modo alguno lo dejará en total libertad.

Si hay algo que caracteriza y dota de cierta personalidad THE FULLER BRUSH MAN, más allá del servilismo a las supuestas habilidades de Skelton con el humor físico, es sin duda la presencia como guionista del gran Frank Tashlin. Ello, aunque el libreto aparezca compartido con el también experto en el género Devery Freeman -a partir de una historia firmada por Roy Huggins, especialista en argumentos ligados al cine de acción, algo que poco a poco tendrá protagonismo en el relato-. Y aunque Tashlin se encontraba efectuando sus primeros pasos argumentales en el ámbito del largometraje, cualquier conocedor de su posterior obra cinematográfica podrá percibir lo que se encuentra presente en esta comedia de rebelión de los objetos y de protagonismo y viveza del slapstick que albergan sus secuencias más inspiradas, aunque, eso sí, se eche de menos la presencia del color, elemento indispensable de lo más genuino del mundo tashliniano. No conviene olvidar, sin embargo, como el cineasta rueda en 1962 una variación de cine policíaco en el marco de la comedia, con la estupenda IT’S ONLY MONEY (¡Qué me importa el dinero¡, 1962), rodada en esta ocasión con un muy adecuado y sombrío blanco y negro.

Así pues, lo mejor de la película del todavía poco explorado S. Sylvan Simon, se propone cuando encontramos en sus pasajes más divertidos la impronta y el adelanto del mundo expresivo de uno de los gigantes de la comedia americana. Es cierto que en su tramo inicial esas sugerencias propias de la cosecha de Tashlin no tienen su más adecuada plasmación en la pantalla. Serán todas las penosas peripecias del protagonista, con el incendio inicial en su condición de barrendero, el accidente que vivirá con el coche tripulado por Trist, o su posterior y reiteradamente fracasada visita a varias viviendas, en las que es cierto que resultará eficaz el episodio vivido por un espabilado y travieso muchacho e incluso su abuela con pasado oculto.

En realidad, el film de Simon empieza a cobrar eficacia a partir de la visita a la mansión del corrupto Trist. La utilización que se efectúa del interior de la misma, la elegancia de la planificación efectuada en sus salones, o el posterior episodio cómico vivido en el jardín, donde la integridad del protagonista quedará incluso en peligro, es evidente que nos recuerda algunas de las posteriores y más felices aventuras vividas por Jerry Lewis en las comedias que protagonizó al servicio de Tashlin. En la segunda visita del protagonista, dentro de la cena con la que se cometerá el crimen, puede decirse que la película asumirá una atmósfera malsana en la descripción del inesperado episodio del asesinato, en la que aura siniestra se combinará con sutiles pinceladas de comedia -las alusiones al mayordomo-. A partir de ese momento, THE FULLER BRUSH MAN asume las costuras de una investigación policiaca en la que el protagonista aparecerá como víctima propiciatoria y, contra todo pronóstico, se sumará una Ann cada vez más descreída de Ken y, por el contrario, más empática al divertido calvario vivido por el atribulado vendedor de cepillos.

A partir de esa inclinación por el cine policiaco, la película articulará dos largos bloques más escorados hacia la comedia, aunque de diferente configuración, que elevan considerablemente el nivel de su resultado final. El primero de ellos se dirimirá en el apartamento de Jones, delimitado en los rasgos del vodevil con la constante presencia de personajes y el incesante juego de puertas que se abren y cierran, teniendo su mayor punto de efectividad en la diminuta cocina del mismo, donde se irán apiñando varios de ellos, dentro de una estructura que traslada ostensiblemente la estructura de la célebre secuencia del camarote en A NIGHT AT THE OPERA (Una noche en la ópera, 1935. Sam Wood), y en la que no faltará un divertido gag que se irá reiterando -la constante caída de la tabla de planchar-. El episodio finalizará con la huida del protagonista con Ann, perseguidos por los gangsters que les acosan, y que la pareja logrará sortear provocando una masiva alarma en el edificio de apartamentos.

Con ser brillante este episodio, más aún lo será el que culmina la película, desarrollado en un almacén de artículo de guerra, donde llegará hasta el paroxismo esa ‘poética de los objetos’ que ya formaba parte del universo tashliniano, en esta ocasión trasladado previamente a la pantalla con agilidad y brillantez por parte de Simon. Amenazados por uno de los artífices del asesinato, la pareja protagonista tendrá que agudizar sus instintos para poder responder a la amenaza que se cierte sobre su existencia. Para ello no faltarán ni esas lanchas hinchables que parecerán cobrar vida, ni el uso alocado de grandes escaleras, o el casi surrealista deambular sobre falsos pasillos y puertas, que ejercerán como objetos dotados casi de existencia propia. Los cascos de protección conformarán un inusual ballet de defensa. Una pistola con bengala apenas disparará un débil artefacto pirotécnico en forma de paracaídas. Y todo ello conformará un magnífico ballet cómico -en el que Ken resultará en todo momento una auténtica víctima de divertidas agresiones sin límite-, rememorando la vigencia del burlesco norteamericano, solo por el cual esta modesta comedia debería figurar, al menos, como una nota a pie de página en la producción del género en aquel periodo de transición.

Calificación: 2’5

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