Han pasado muchos años desde su muerte –en 1969-, y desde entonces también el terreno de la valoración cinematográfica ha evolucionado a la hora del análisis y el reconocimiento a tantos grandes nombres del cine. Pero esa justa reivindicación parece que solo haya pasado de largo para Albert Lewin, el culto y elegante ejecutivo de la Metro Goldwyn Mayer, que entre 1942 y 1957 firmó seis películas que en conjunto forman un inconfesado ciclo de propuestas, rasgos, inquietudes y actitudes morales, encontrándose entre las más insólitas y personales del cine norteamericano en el segundo tercio del pasado ciclo. De ellas, solo dos gozan de su debido reconocimiento entre aficionados y comentaristas de cierto nivel. Me estoy refiriendo, por supuesto, a THE PICTURE OF DORIAN GRAY (El retrato de Dorian Gray, 1945) y la posterior PANDORA AND THE FLYING DUTCH MAN (Pandora y el Holandés Errante, 1951) –rodada parcialmente en la Costa Brava-. Ambas poseen un reconocimiento especialmente justificado en el primero de los títulos enunciados, que es considerado además uno de los grandes exponentes del cine fantástico en la década de los cuarenta.
Pero Lewin había debutado como realizador –sería asimismo muy interesante realizar un repaso en cuantos títulos ejerció como productor; estoy convencido que se apreciarían rasgos estéticos muy singulares- tres años antes, con un título que es toda una declaración de principios sobre las maneras, las obsesiones estéticas, la denuncia del poder de opresión que podía manifestar cualquier sociedad hipócrita –especialmente occidental-, el camino de aportación para la sublimación de una existencia que suponía la creación artística, el enfoque refinado y cultural de sus propuestas –donde la dirección artística aplicada resulta fundamental-, y la importancia de los diálogos como complemento de esta vertiente culturalista, generalmente vinculada a raíces europeas.
Todo ello y bastante más está presente en esta THE MOON AND SIXPENCE (Soberbia, 1942), con la que Albert Lewin dio vida a uno de los más deslumbrantes debuts cinematográficos de la década –muchas veces se tiene la impresión que ese mérito solo era exclusivo de Orson Welles-. La primera película de Lewin tiene su origen en la adaptación de una novela de William Somerset Maughan, basada en la vida del pintor Pual Gaugin, aquí transformado en Charles Strickland, e interpretado admirablemente por un George Sanders que se convertiría en el prototipo de intérprete ideal para el realizador –llegaría a protagonizar tres de sus películas-.
Strickland es un hombre convencional, que de la noche a la mañana abandona su hogar, su esposa y sus hijos, huyendo de Londres y trasladándose a Paris. Su esposa piensa que lo ha hecho por una posible relación con otra mujer, para lo que envía al escritor y amigo Geoffrey Wolfe (un excelente Herbert Marshall, que se hará habitual en su presencia durante buena parte de las adaptaciones de las obras del escritor). Este contactará con Strickland -que vive en Paris de manera muy limitada-, quien le confiesa que ha decidido instalarse allí para poder expresarse pintando. Junto a esa inquietud artística y vital, Charles se caracterizará por sus afilados e hirientes manifestaciones, que resultan casi escandalosos para la mentalidad de la época.
Es posteriores encuentros, Wolfe irá descubriendo la vida de miseria que el pintor sobrelleva, aunque otros colegas suyos de mayor éxito popular reconozcan su talento. Uno de ellos es Dirk Stroeve (Steven Geray), un hombre bondadoso que incluso lo llevará a su casa cuando nuestro protagonista se encuentra enfermo, pero que finalmente solo logrará que su esposa –Blanche (Doris Dudley), que inicialmente se oponía a traer a casa a Strickland-, se vaya finalmente con él, llegando el humillado esposo a dejarles y abandonar el estudio. La relación del controvertido pintor con esta nueva pareja finalizará repentinamente, llegando Blanche a suicidarse ante su imposibilidad de vivir sin compartir su existencia con el polémico artista.
Tras sobrevivir en un entorno definido en el rechazo hacia su persona y el alcance revulsivo de sus propuestas, Charles viajará hasta Tahití. Allí de forma sorprendentemente logrará alcanzar la culminación de su anhelo de lo absoluto, casándose con una joven indígena que en su total entrega a él y dentro de un entorno paradisíaco, proporcionará al protagonista la base necesaria para poder expresarse artísticamente a plena satisfacción. No obstante, su búsqueda para expresar la belleza sufrirá un duro revés cuando contraiga la lepra. No será ello un obstáculo para impedirle llegar a la cumbre de su obra, expresada en una serie de frescos realizados en la sencilla cabaña donde vive aislado junto a su esposa. Se trata de una creación soberbia que el médico contemplará conmovido cuando visite al pintor y este muera, y que su esposa destruirá con el fuego por orden del fallecido, privando a la humanidad de la contemplación y disfrute de su obra inicialmente más perdurable.
Sin lugar a dudas, un planteamiento de base tan delirante por su carácter extremo, debía contar con una enorme convicción cinematográfica a la hora de ser trasladado en imágenes. De hecho, la trayectoria posterior de Lewin como director ahonda en esta tendencia, especialmente en PANDORA…, pero resulta sorprendente que –pese a su trayectoria previa en un estudio- el director demostrara tanta inventiva en su primera incursión como realizador. THE MOON… resulta admirable en primer lugar por la enorme destreza en el uso del flash-back y el manejo de las situaciones temporales –quizá partiendo de la influencia del muy cercano CITIZEN KANE (Ciudadano Kane, 1941. Orson Welles)-, que propicia una serie de giros en esa vertiente, sorprendentes en la precisión de su manejo. Desde esta su primera película, Lewin apuesta por el tratamiento de temáticas basadas en la riqueza cultural, el arte, la búsqueda de la belleza, el contraste entre la rutina y la creación, o el alcance moralista de unos comportamientos censurables. Elementos todos ello que quizá tengan un excelente caldo de cultivo favorecedor en entornos llenos de hipocresía –ese Londres victoriano que anula casi físicamente la personalidad de Strickland- o miedo –los nativos que apedrean a la joven esposa del pintor cuando esta lava las ropas impregnadas con la lepra del moribundo artista en el arroyo; “el miedo los hace feroces” se comenta-.
Lo que resulta fácilmente constatable es que todas estas obsesiones tienen una espléndida traslación en la película, debida a la enorme inspiración de la puesta en escena de Lewin, que sabe sintetizar en poco más de ochenta minutos una propuesta llena de densidad, en la que cada plano aporta una idea, una reflexión, y en la que se despliega tal capacidad de convicción que llega a hacernos creíbles incluso algunos giros de su historia especialmente difíciles de asimilar –el episodio que acontece con el bondadoso pintor de éxito comercial y su esposa-. Y es dentro de una historia que se extiende a partir de la necesidad de expresión de un ser sensible y tan lúcido y distante como cruel y cínico, donde Lewin logra incorporar su gusto por una dirección artística especialmente cuidada, dotada de resonancias culturalistas y, sobre todo, la compenetración de la imagen con unos diálogos que –además de ser en sí mismos de una enorme riqueza-, se complementan a la imagen con tal singularidad que incluso superan lo alcanzado en la posterior …DORIAN GRAY.
THE MOON AND SIXPENCE es una delicatessen en la que se ofrecen dos personajes contrapuestos y complementarios que permite un duelo entre dos actores de la talla de Herbert Marshall y George Sanders, evoca en sus escuetas secuencias filmadas en Tahití, los ecos del TABU (1931) de Murnau y Flaherty, y deja sugerencias tan intensas, tan cercanas a la pureza del alma, como la contemplación de esa auténtica obra maestra de Strickland –que al parecer se rodó en color, aunque en la copia que contemplé se visualizaba igualmente en blanco y negro-. Unos instantes cinematográficos que logran trasladar la imagen a una dimensión casi mística, ante la que el mejor aliado existente es siempre cualquier expresión artística. Algo representado en esa figura de la diosa de la fertilidad que, como involuntario amuleto, recorrerá la andadura vital del pintor, y morirá también en el fuego –esa trayectoria que se inició cuando decidió abandonar repentinamente su entorno familiar, y recalar en París-.
Digamos finalmente que THE MOON… se opone totalmente a cualquier semejanza con los biopics sobre grandes creadores a los que habitualmente nos tenía –y tiene- acostumbrado Hollywood, algunos –todo hay que decirlo- perfectamente válidos. En esta ocasión todo es narrado en voz baja, definido en un evidente escepticismo por parte del propio protagonista, y con detalles tan reveladores de puesta en escena, como son el no mostrar en ningún momento la pintura de este.
En suma, una espléndida y escasamente conocida película, que habla en definitiva de la libertad del individuo, y el papel liberador y transgresor de la creación artística como vehículo de expresión del sentimiento de nuestra alma.
Calificación: 4