Blogia
CINEMA DE PERRA GORDA

Albert Lewin

A 27 días, del XV aniversario de Cinema de Perra Gorda (VIII) DIRECTED BY... Albert Lewin

A 27 días, del XV aniversario de Cinema de Perra Gorda (VIII) DIRECTED BY... Albert Lewin

Foto: Albert Lewin (dcha.), junto a los actores Lowell Gilmore (izqda.) y George Sanders (centro), en el set de rodaje de THE PICTURE OF DORIAN GRAY (El retrato de Dorian Gray, 1945). 

 

ALBERT LEWIN... en CINEMA DE PERRA GORDA

http://thecinema.blogia.com/temas/albert-lewin.php

(4 títulos comentados)

THE LIVING IDOL (1957, Albert Lewin)

THE LIVING IDOL (1957, Albert Lewin)

Calificada como “muy mediocre” por Tavernier y Coursodon por el canónico “50 años de cinema norteamericano”, en su ambivalente recorrido a la andadura como realizador del que no dudo en considerar como apasionante Albert Lewin, es probable que junto a la atractiva SAADIA (1953), THE LIVING IDOL (1957) suponga quizá su exponente más desconocido. Y es precisamente dicho desconocimiento, el que probablemente haya permitido una valoración desdeñosa, cuando nos encontramos ante un título valiente, que me atrevería a señalar adelantado a su tiempo, atrevido en la plasmación de la quintaesencia de los planteamientos estéticos y metafísicos que siempre fueron ligados a la andadura de su realizador, uno de los más cultos, refinados y atrevidos con que contara el Hollywood de su tiempo. No es de extrañar por ello que en sus últimas obras, cada vez más espaciadas, se acogiera a financiaciones y producciones de índole casi exótica. Sin embargo, intuyo que esta progresiva huída de Lewin –fuera voluntaria o forzada por lo extravagante de sus proyectos- del ámbito de los grandes estudios, sin duda le permitió realizar el tipo de cine que deseaba, aplicando en sus seis únicos films –del que comentamos puede erigirse como su adelantado testamento fílmico-, una serie de temáticas en cada ocasión más extremas o inclinadas a una vertiente fantastique –ya es hora de que su figura sea incluida en cualquier antología del género, como debe serlo la de un Edgar G. Ulmer, los hermanos Halperin, o tantos otros nombres durante décadas obviados en la historiografía del mismo- Así pues, hay que añadir un hecho singular; THE LIVING IDOL es una de las escasísimas producciones del cine denominemos clásico –rodado en coproducción con México-, que aborda el –y más entonces- espinoso tema de la reencarnación.

Con una cita en Platon que alude a la posibilidad de la estancia del alma en diferentes cuerpos, se inicia la primera y única película de Lewin rodada en formato panorámico y un espectacular cromatismo. La mesurada narración en off de Terry Mattehws (Steve Forrest), nos introducirá en el relato del ascenso a una pirámide azteca, acompañando al investigador Alfred Stoner (James Robertson Justice) y de la joven Juanita. Cuando los tres contemplen en la cima interior del monumento –durante largos siglos inexplorados- se encontrarán ante un icono salvaguardado varios siglos, representando un jaguar de resonancias malignas, que provocará de inmediato el terror injustificado de Juanita, quien huirá despavorida del recién descubierto recinto. Será todo ello el inicio de una singladura que portará la paradójica teoría del científico Stoner, quien se declarará ferviente creyente en la inmortalidad del alma, y del hecho de que esta se transmute en diferentes cuerpos, tanto en su aspecto benigno como el maligno, transmitiendo al más escéptico Terry el resultado de las investigaciones que ha venido realizando en tierras mexicanas durante décadas, en donde se fusionaran en el pasado. Basado en una novela del propio Lewin –sin duda apasionado por este tipo de temas que rondaban el fantastique generalmente basados en leyendas y elementos atávicos, THE LIVING IDOL sería una película que no solo no merece en absoluto el desprecio o la ignorancia con que ha sido calificada por aquellos escasos espectadores o comentaristas que la hayan visto, sino que resulta un producto interesantísimo, por momentos incluso apasionante, que no cabe duda aparece como un relato puente dentro del devenir del cine fantástico. Y es que su propuesta sin duda hubiera gozado de las bendiciones del mismísimo Jacques Tourneur –del que retoma elementos de CAT PEOPLE (La mujer pantera, 1942) e incluso adelanta otros de la muy cercana NIGHT OF THE DEMON (La noche del demonio, 1958)-. Junto a ello, el film de Lewin, sin dejar de aunar la peculiar personalidad estética y plástica inherente a su artífice, no deja de evocarnos en las secuencias de interiores del matrimonio Stoner, el uso de unos decorados a los que que Terence Fisher empezaba a introducir en sus más legendarias producciones para la Hammer Films, su cromatismo y la “enfermedad del alma” que atormenta a Juanita y su cromatismo no puede dejar de recordarnos a la Madeleine Usher de la versión de HOUSE OF USHER (El hundimiento de la casa Usher, 1960) dirigida por Roger Corman, e incluso el aspecto físico y el vestuario blanquecino de la actriz podría aparecer como una referencia temprana de la mítica Barbara Steele en los célebres films dirigidos por Bava, Freda o Margueritti.

Es decir, que casi sin pretenderlo, y partiendo de una temática insólita en el cine de su tiempo, Albert Lewin ofreció su título postrero –en que contó con el mexicano René Cardona como ayudante de dirección-, aunque transcurrieran bastantes años más hasta que falleciera en 1968-, con una casi nula repercusión, sin entender ni el público ni la crítica de la época –por otro lado poco dispuesta a apreciar la revolución que el cine fantástico registraba en aquellos años de renovación- una propuesta que aunaba e incluso preludiaba algunas de sus vertientes, sin por ello renunciar a ese mundo personal que había ido forjando en sus anteriores cinco films. En esta ocasión demuestra su destreza en el formato panorámico, el enorme riesgo de contrastar en sus exteriores visuales las ruinas de las civilizaciones primitivas –que se manifiestan en las secuencias iniciales-, la modernidad de la ciudad de México en su zona universitaria en el periodo de rodaje del film, y la sensación de tiempo detenido que ofrecen los episodios situados en la mansión del investigador, donde este esconde un museo de culturas primitivas. Ese atrevido contraste proporciona incluso instantes perturbadores, como el discurrir del jaguar que el veterano investigador sostiene es una encarnación del mal, por las calles anchas y desiertas de la zona universitaria de la capital, la incorporación de elementos tradicionales en la iconografía del terror, como la tormenta que tiene lugar en la catarsis final, antes de que se produzca la lucha de la bestia con Terry, y este la sacrifique, convirtiéndose en una lluvia liberadora.

Antes incluso de esta conclusión, THE LIVING IDOL proporciona no pocos motivos de regocijo, como la secuencia del baile en la que Terry y Juanita consolidan su amor –iluminando con un azul uniforme el fondo del resto de participantes en el baile-, y que estoy seguro Robert Wise y Jerome Robbins retomaron –con mucho menos acierto y considerable cursilería-, en WEST SIDE STORY (Amor sin barreras, 1961). La charla que el científico desarrolla en la universidad, muestra una serie de plasmaciones de la crueldad, en la que no se encuentra ausente ni el nazismo ni el cristianismo… ni siquiera los ritos pagamos que dieron como fruto la posterior THE WICKER MAN (1973, Robin Hardy). En definitiva, esa sensación de servir como un auténtico e insólito puente en el devenir de un género que en esos años se prestaba a un periodo de transformación renovada. Y es que junto a ello, el film de Lewin nos puede retrotraer a las fantasías exóticas que por aquel tiempo formularan el tándem formado en Inglaterra por Michael Powell y Emeric Pressburger, de la que retoma esa singular aura telúrica que se muestra en varios de sus mejores momentos. Entre ellos, me quedaría sin duda con la delicada y serena secuencia en la que Juanita se encuentra en las orillas de un lago, antes de que su padre fallezca en circunstancias misteriosas, y a ella llega Terry, mientras ella entona una canción en castellano que él no comprende. Sin embargo, los planos subjetivos de este contemplando el cielo por el que discurre un pájaro, o esas hierbas que son mecidas por el viento, proporcionan un aura de extraña belleza que permitirán al joven comprender el mundo interior que alberga la muchacha.

No todo son motivos de satisfacción en THE LIVING IDOL. Quizá se eche de menos una cierta homogeneidad en su densidad, o sus dos jóvenes intérpretes no den la talla necesaria. Sin embargo, ello no debe impedirnos reconocer que nos encontramos ante un título de obligada inclusión en cualquier antología del género, revelador no solo de la intuición que un hombre tan culto y refinado como Lewin albergaba sobre el devenir del fantastique, ligándose a dichas tendencias, sin por ello renunciar a su personalísima manera de asumir la realización cinematográfica. Personalmente, la oportunidad de visionarla, me ha permitido el privilegio de acceder a la totalidad de sus seis títulos como director, y reconocer en ellos una aportación no por limitada en su producción, caracterizada por suponer una de las más singulares del cine norteamericano de su tiempo.

Calificación: 3’5

SAADIA (1953, Albert Lewin)

SAADIA (1953, Albert Lewin)

Apenas contemplada con el paso del tiempo, oculta desde el momento de su estreno entre la marabunta de títulos de temática exótica que inundaron las pantallas cinematográficas en la década de los cincuenta, despreciada incluso por algunos especialistas de relieve que han podido acceder a ella –como Bertrand Tavernier y Jean-Pierre Coursodon-, lo cierto es que la oportunidad de visionar SAADIA (1953) –y no en las condiciones que sería deseable-, quinto de los seis largometrajes que a lo largo de su dilatada experiencia cinematográfica firmó como realizador Albert Lewin, supone el reencuentro con una de las personalidades más singulares que brindó el Hollywood clásico. Ligado a la Metro Goldwyn Mayer en su condición de productor y activo partícipe de la plástica emanada en algunos de los títulos más relevantes del estudio del león, de manera paralela Lewin intentó expresar unas profundas inquietudes estéticas e incluso existenciales, a través de un conjunto de títulos que se alejaban por completo de cualquier canon establecido en el cine en que estas fueron insertados, y que en su vertiente cronológica se efectuaron entre 1942 –año en que rueda la excelente THE MOON OF SIXPIENCE (Soberbia)- y 1957, en donde dio vida su último film, el prácticamente ignorado THE LIVING IDOL, que toma como base el tema de la reencarnación, y que pese a las negativas referencias de los citados Tavernier y Coursodon, me encantaría poder ver en alguna ocasión. Sería la oportunidad de asistir a una mirada completa por esos seis títulos que, pese a su distancia de temas, ambientes, atmósferas e incluso objetivos, definen unos perfiles delimitados a la perfección, de una figura que desarrolló toda su vida ligado al cine, provisto de una vasta cultura general, y que cuando de forma esporádica se enfrentaba al terreno de la realización, lo hacía asumiendo proyectos que le interesaban e implicaban de manera muy personal. Ni que decir tiene que ello no debería llevar aparejado de manera obligada una valoración positiva de sus resultados, pero lo cierto es que en la obra de Lewin por fortuna hay que hablar de talento, riesgo, personalidad y, sobre todo, la oportunidad de acceder en todas y cada una de sus películas –al menos en las cinco que he tenido oportunidad de contemplar- en un mundo muy especial. Un marco en el que el fantastique, la búsqueda de lo más profundo de la existencia, el contraste entre mundos y una rara e inclasificable sensualidad, dieron como fruto títulos en ocasiones excelentes, y en el peor de los casos siempre marcados por un notable interés.

 

Todos estos términos se pueden aplicar, punto por punto a la fascinante SAADIA –realizada un par de años después de su más reconocida PANDORA AND THE FLIYING DUTCHMAN (Pandora y el holandés errante, 1951)-, que desde el primer momento sabe soslayar los tópicos que adornaron buena parte de este ya señalado y extenso subgénero de cine de aventuras exótico, situándose por el contrario en un terreno que podríamos delimitar en propuestas tan extrañas y reconocidas –aunque no tanto- como pudieron ejemplificar el tandem Michael Powell & Emeric Pressburger de forma previa en BLACK NARCISSUS (Narciso negro, 1947) o, bastantes años después. el inolvidable Fritz Lang de su díptico DER TIGER VON ESCHNAPUR / DAS INDSICHE GRABMAL (El tigre de Esnapur / La tumba india, 1959). Son todos ellos, títulos marcados por una tonalidad casi enfermiza, que encuentran en marcos y contextos extraños y atrayentes el referente oportuno para desarrollar su compleja red de relaciones personales y conflictos colectivos. Es algo que se manifestará ya desde el primer fotograma de esta interesantísima película, con ese travelling de retroceso que, unido a la voz en off que describe el marco de la acción, nos habla de la pacífica confluencia de tradición y progreso existente en una zona de Marruecos comandada por el Caid Si Lahssen (Cornel Wilde), desarrollando su labor junto al protectorado francés, que en el aspecto médico se encuentra representado en la figura del doctor Henrik (Mel Ferrer). Este desde el primer momento intentará demostrar a los lugareños las posibilidades de la medicina, desterrando con ellos siglos y siglos de oscurantismo y creencias materializadas en la magia negra. Será una lucha que tendrá un elemento de inflexión en la repentina presencia de Saadia (Rita Gaam), joven que padece una infección en un primer momento incurable, pero que en realidad se encuentra bajo el influjo de la malvada Fátima (Wanda Rotha). Esta será la máxima representante de ese oscurantismo de raíces mágicas que la nueva ciencia desea desterrar, con el apoyo de la máxima autoridad de la zona, desde el primer momento comprensiva con la positiva influencia que Occidente puede traer a un pueblo aún dominado por atavismos irrenunciables.

 

El film de Lewin parte de apetitosos créditos, que de alguna manera revelan el aprecio que su figura generaba entre destacados profesionales del mundo artístico. Es así como aún partiendo de una producción de la M.G.M., se destaca en ella una participación británica expresada en la presencia de actores tan brillantes como Cyril Cusack –por otra parte magnífico en su interpretación-, o el operador de fotografía Christopher Challis –años después responsable de la fotografía de la inolvidable TWO FOR THE ROAD (Dos en la carretera, 1967. Stanley Donen)-, junto a profesionales procedentes de otras nacionalidades como el actor francés Michel Simon o el músico Bronislau Kaper. Lo cierto es que esa conjunción de talentos de dispares procedencias se articulan con una rara armonía, integrándolo en un relato en el que se entremezclará un sustrato de sexualidad reprimida –manifestado en el extraño triángulo existente entre los tres personajes protagonistas, pero que tendrá una insólita ramificación lésbica en la extraña relación existente entre Fatima y Saadia-, al que cabrá unir un trasfondo de contraste entre mundos y civilizaciones, apelando por último a esa necesaria convivencia entre mundos de divergente personalidad.

 

Pero por encima de todo, si algo destaca en SAADIA es esa clara apuesta del realizador –también artífice del guión, adaptando una novela de Francis D’Autheville, y en la que se obvia cualquier tentación de referencia crítica o aprobatoria a la cuestión colonialista-, es su decidida apuesta a la creencia por fuerzas que algunos podrían calificar de sobrenaturales, o en otros momentos de la acción pueden definirse como una especie de panteísmo en el que la fuerza colectiva de la mente pueda decidir el devenir de las cosas –algo que quedará ejemplificado en esas oraciones colectivas que en la parte final de la película podrían servir para favorecer la curación del Caid a través de la petición de sus gentes-. Esa apuesta por un sentido telúrico y feerie del relato, unido a las espectaculares composiciones visuales –atención a esos irreales nocturnos rojizos en los que la amenaza aparece con la presencia de la luna llena-, conforman un conjunto siempre atractivo en el que la presencia de episodios –el rescate de las vacunas contra la peste que recuperará Saadia, el asedio que sufrirán tanto el Caid como el doctor y todos cuantos los acompañan en plena sierra, la lucha final para que Fátima logre revertir sus maléficos hechizos-, quedará unida a un atractivo planteamiento de esa relación triangular, en el que tendrá una notable importancia la presencia de motivos plásticos y estéticos que ejercerán como oportuno soporte y exteriorización a los sentimientos internos de sus personajes. Es algo que manifestará el descubrimiento por parte de Khadir (Cusack) de una galería en la que Si Lahssen mantiene diversos retratos de la protagonista –percibiendo con ello su oculta fascinación por la joven-. O el instante confesional en el que Henrik es encuadrado en primer plano tomando como referencia una pequeña reja. Son detalles, motivos y pinceladas, que definen la irreductible y admirable condición de refinado esteta que acompañó la no muy extensa singladura como director de Albert Lewin, que quedará marcada en ese plano final de la antigua muñeca que en su momento sirvió a Fátima para tener sojuzgada a Saadia –y que en definitiva aporta una pincelada de inquietante perfil a dicha conclusión-.

 

Pero hay un elemento que me gustaría destacar en esta película que va creciendo en su fascinación combinada de modestia. Además de resaltar la sensualidad emanada por esa Rita Gam, en aquellos tiempos esposa del posterior realizador cinematográfico Sidney Lumet, no sería justo omitir el óptimo partido que Lewin obtiene de dos intérpretes tan cuestionables –o, por lo menos, irregulares- como Cornel Wilde y, de manera muy especial, Mel Ferrer. Ambos se ajustan como un guante a sus papeles, hasta el punto de atreverme a señalar que quizá nos encontremos ante el mejor trabajo cinematográfico del primero de ellos. Cierto es que ambos han participado en títulos más valiosos –sobre todo en el caso de Wilde-, pero esa contención y serenidad que manifiesta el primero en su retrato de un Caid mesurado y atormentado en su interior por una pasión que no desea ver exteriorizada, y la resignación que caracteriza el retrato de ese doctor que desea exorcizar los fantasmas de su pasado a través de su labor científica, revelan no solo el acierto de Lewin a la hora de conformar un cast que podría hacer presagiar lo peor, sino que por fortuna se erige en un valioso aliado al cómputo de virtudes de un título tan ignorado como merecedor por derecho propio de ser salvaguardado del olvido.

 

Calificación. 3’5

THE PRIVATE AFFAIRS OF BEL AMI (1947, Albert Lewin)

THE PRIVATE AFFAIRS OF BEL AMI (1947, Albert Lewin)

Decir que ya no se hacen películas como THE PRIVATE AFFAIRS OF BEL AMI (1947) puede ser una manifestación tan lógica como discutible, pero resulta más fácil de asimilar al recordar que nos encontramos con una de las contadas realizaciones firmadas por uno de los más singulares y enigmáticos directores que ofreció el Hollywood clásico: Albert Lewin. Habiendo tenido hasta el momento la oportunidad de contemplar cuatro de sus seis únicas películas –THE MOON AND SIXPENCE (Soberbia, 1942), THE PICTURE OF DORIAN GRAY (El retrato de Dorian Gray, 1945), el título que nos ocupa, y PANDORA AND THE FLYING DUTCHMAN (Pandora y el holandés errante, 1951-, además de constatar el alto nivel de cada una de ellas, quizá cabría señalar que la que protagoniza estas líneas es la que más se inclina por el terreno de la adaptación literaria, -en este caso partió de la base de una reconocida novela de Guy de Maupassant- sin por ello abandonar los elementos temáticos y estéticos que permiten hablar de un “estilo” personal puramente cinematográfico. Es lamentable que su obra como realizador no se extendiera en más títulos, y que estos resulten tan difíciles de acceder al aficionado –la mayor parte solo lo hacen a través de esporádicas emisiones televisivas-. En todo caso, los seguidores de su cine se pueden sentir orgullosos de que solo accediera a traspasar la frontera de la cámara –fue habitualmente un productor destacado por sus inquietudes culturales y artísticas-, cuando realmente un proyecto le atraía e interesaba personalmente.

Pese a esa especial inclinación, no es menos cierto que como en los otros títulos suyos que he señalado anteriormente, se inserta en esta producción de la Metro Goldwyn Mayer la evocación por el arte primitivo, la influencia pictórica, una cierta querencia con el fantastique, y la visión de un entorno social ubicado en el siglo XIX, en el que la lucha contra la hipocresía imperante se realiza a partir de una inteligencia bañada en maldad y la huída de estereotipos sociales bienpensantes. THE PRIVATE… relata la andadura de Georges Duroy (esplendido George Sanders), apodado por algunos de sus compañeros como Bel Ami. Se trata de un individuo que no oculta su amoralidad, y al mismo tiempo se sitúa con sus manifestaciones y acciones, muy por encima del entorno en el que se rodea; el de la alta sociedad parisina. En sus encuentros sociales muy pronto hará valer su condición de conquistador de mujeres, que le llevaran con sus influencias a ir subiendo rápidamente los escalones de cara a integrarse en un contexto del que solo aspira a lograr comodidad económica y capacidad de poder. Lo cierto es que sus objetivos se verán cumplidos con precisión casi matemática, ya que Duroy es en el fondo un profundo analista y crítico de la moral más hipócrita del entorno dominante en la vida social que conoce, y si en un momento determinado decide acercarse a ella, lo hará únicamente por ascender en su seno… aunque para ello tenga que pisotear y humillar a componentes de este círculo. Lo hará, y siempre con el aplomo, relajación e ironía necesarios, hasta que poco a poco vaya desengañando a todas sus conquistas, especialmente a Clotilde (Angela Lansbury), quien pese a todas las humillaciones y desprecios que sufre por parte de este, siempre ha sentido un amor incondicional hacia él. Pero esa incansable capacidad como conquistador de Duroy –que ejerce siendo totalmente consciente del daño que provoca con sus acciones-, le llevará a casarse con la viuda de un periodista amigo recientemente fallecido (John Carradine). Se trata de Madeleine (magnífica Ann Dvorac), quien en un principio cree que junto a su nuevo marido van a poder lograr un equipo brillante de colaboración. Sin embargo, de forma rápida se dará cuenta que la está engañando y finalmente se divorciarán, aunque esta separación lleve aparejado el enriquecimiento de ambos.

Ya nuevamente libre, el personaje que encarna Sanders galanteará con la esposa de un acaudalado empresario, pero muy pronto después intentará casarse con su hija. Ese hecho despertará la ira contenida de la madre, quien secretamente irá buscando el posible propietario de un título nobiliario para que esta distinción no revierta finalmente en Duroy, y con ello poder atender a la condición del padre para casarse con su hija. Esa búsqueda dará resultado finalmente, siendo un joven cazador el propietario del título, y retando este a duelo a nuestro protagonista. Y aunque Duroy intente desdramatizar –una vez más- la situación planteada, lo cierto es que muy pronto intuirá la llegada de la muerte en el duelo. Ello le llevará a reunirse por última vez con Clotilde –poco antes habían tenido un cruel intercambio de palabras-, y anunciarle que su fortuna la iba a legar a ella y su hija, las dos únicas personas que ha amado. El duelo se celebrará entre la lluvia, y allí caerá herido de muerte, con la tristeza de los pocos que lo amaron y la mal disimulada satisfacción de aquellos que en vida se vieron perjudicados por sus acciones.

Mas allá de su componente melodramático de buena ley, del alcance de la crítica de unas costumbres y comportamientos definidos en la hipocresía más absoluta y las convenciones más anacrónicas, y del tratamiento de la figura de este amoral que en realidad pone en practica una inteligencia más acusada que la de su entorno por un camino equivocado, lo cierto es que THE PRIVATE… ofrece otras virtudes dignas de ser reseñadas. Por supuesto, una de ellas es la de lograr un lenguaje cinematográfico íntimamente ligado a la adaptación literaria. Se trata de un hallazgo muy difícil de trasladar a la pantalla, y que es casi patrimonio de los grandes maestros  y, especialmente, de aquellos situados en dicha élite, ligados a los códigos del melodrama. En esta ocasión, el desarrollo del film de Lewin se enriquece notablemente por la presencia de unos diálogos absolutamente maravillosos constantemente intercambiados entre sus personajes, y que a pesar se resultar inequívocamente literarios, en modo alguno dejan de tener vigencia en la función. Incidiendo en esta percepción, lo cierto es que parece que los personajes del film de Lewin se encuentran en un estado contemplativo. Es una característica que casi lo inclina a unos derroteros cercanos al fantastique, brindando al conjunto una acusada impronta. Esa traslación de los conflictos a través de largos diálogos, en donde todos los personajes se comportan con serenidad, e incluso son planificados en algunos primeros planos incidiendo en esta vertiente casi de fantasmagoría, unido a la iluminación proporcionada, y la incorporación de elementos más o menos hipnóticos –como ese cuadro que es filmado, una vez más en el cine de Lewin, en color-, o figuras exóticas ubicadas en lugares estratégicos de los decorados, conforman un conjunto magnífico, fascinante en algunos momentos, misterioso en otros, pero en todo momento revelador de una sensibilidad y una coherencia a la hora de llevar a cabo un producto cinematográfico repleto de sugerencias, y moralista en la medida que podía manifestarse tan insólito representante del mundo cinematográfico hollywoodiense.

Además de esa enorme riqueza en sus diálogos, de la audacia de sus planteamientos, y del singular y casi hipnótico tempo que propicia a lo largo de su metraje, THE PRIVATE… ofrece momentos concretos de especial refinamiento. La película está llena de ellos, pero solo cabría revisar con atención sus minutos finales para poder calibrar la capacidad de sugerencia del realizador, el dominio del suspense en la pantalla, la utilización dramática de la iluminación, o el alcance moralista del relato, que es expresado en el plano de cierre, que para el moribundo expresará un postrero un epitafio personal para su andadura vital.

Calificación: 4

THE MOON AND SIXPENCE (1942, Albert Lewin) Soberbia

THE MOON AND SIXPENCE (1942, Albert Lewin) Soberbia

Han pasado muchos años desde su muerte –en 1969-, y desde entonces también el terreno de la valoración cinematográfica ha evolucionado a la hora del análisis y el reconocimiento a tantos grandes nombres del cine. Pero esa justa reivindicación parece que solo haya pasado de largo para Albert Lewin, el culto y elegante ejecutivo de la Metro Goldwyn Mayer, que entre 1942 y 1957 firmó seis películas que en conjunto forman un inconfesado ciclo de propuestas, rasgos, inquietudes y actitudes morales, encontrándose entre las más insólitas y personales del cine norteamericano en el segundo tercio del pasado ciclo. De ellas, solo dos gozan de su debido reconocimiento entre aficionados y comentaristas de cierto nivel. Me estoy refiriendo, por supuesto, a THE PICTURE OF DORIAN GRAY (El retrato de Dorian Gray, 1945) y la posterior PANDORA AND THE FLYING DUTCH MAN (Pandora y el Holandés Errante, 1951) –rodada parcialmente en la Costa Brava-. Ambas poseen un reconocimiento especialmente justificado en el primero de los títulos enunciados, que es considerado además uno de los grandes exponentes del cine fantástico en la década de los cuarenta.

Pero Lewin había debutado como realizador –sería asimismo muy interesante realizar un repaso en cuantos títulos ejerció como productor; estoy convencido que se apreciarían rasgos estéticos muy singulares- tres años antes, con un título que es toda una declaración de principios sobre las maneras, las obsesiones estéticas, la denuncia del poder de opresión que podía manifestar cualquier sociedad hipócrita –especialmente occidental-, el camino de aportación para la sublimación de una existencia que suponía la creación artística, el enfoque refinado y cultural de sus propuestas –donde la dirección artística aplicada resulta fundamental-, y la importancia de los diálogos como complemento de esta vertiente culturalista, generalmente vinculada a raíces europeas.

Todo ello y bastante más está presente en esta THE MOON AND SIXPENCE (Soberbia, 1942), con la que Albert Lewin dio vida a uno de los más deslumbrantes debuts cinematográficos de la década –muchas veces se tiene la impresión que ese mérito solo era exclusivo de Orson Welles-. La primera película de Lewin tiene su origen en la adaptación de una novela de William Somerset Maughan, basada en la vida del pintor Pual Gaugin, aquí transformado en Charles Strickland, e interpretado admirablemente por un George Sanders que se convertiría en el prototipo de intérprete ideal para el realizador –llegaría a protagonizar tres de sus películas-.

Strickland es un hombre convencional, que de la noche a la mañana abandona su hogar, su esposa y sus hijos, huyendo de Londres y trasladándose a Paris. Su esposa piensa que lo ha hecho por una posible relación con otra mujer, para lo que envía al escritor y amigo Geoffrey Wolfe (un excelente Herbert Marshall, que se hará habitual en su presencia durante buena parte de las adaptaciones de las obras del escritor). Este contactará con Strickland -que vive en Paris de manera muy limitada-, quien le confiesa que ha decidido instalarse allí para poder expresarse pintando. Junto a esa inquietud artística y vital, Charles se caracterizará por sus afilados e hirientes manifestaciones, que resultan casi escandalosos para la mentalidad de la época.

Es posteriores encuentros, Wolfe irá descubriendo la vida de miseria que el pintor sobrelleva, aunque otros colegas suyos de mayor éxito popular reconozcan su talento. Uno de ellos es Dirk Stroeve (Steven Geray), un hombre bondadoso que incluso lo llevará a su casa cuando nuestro protagonista se encuentra enfermo, pero que finalmente solo logrará que su esposa –Blanche (Doris Dudley), que inicialmente se oponía a traer a casa a Strickland-, se vaya finalmente con él, llegando el humillado esposo a dejarles y abandonar el estudio. La relación del controvertido pintor con esta nueva pareja finalizará repentinamente, llegando Blanche a suicidarse ante su imposibilidad de vivir sin compartir su existencia con el polémico artista.

Tras sobrevivir en un entorno definido en el rechazo hacia su persona y el alcance revulsivo de sus propuestas, Charles viajará hasta Tahití. Allí de forma sorprendentemente logrará alcanzar la culminación de su anhelo de lo absoluto, casándose con una joven indígena que en su total entrega a él y dentro de un entorno paradisíaco, proporcionará al protagonista la base necesaria para poder expresarse artísticamente a plena satisfacción. No obstante, su búsqueda para expresar la belleza sufrirá un duro revés cuando contraiga la lepra. No será ello un obstáculo para impedirle llegar a la cumbre de su obra, expresada en una serie de frescos realizados en la sencilla cabaña donde vive aislado junto a su esposa. Se trata de una creación soberbia que el médico contemplará conmovido cuando visite al pintor y este muera, y que su esposa destruirá con el fuego por orden del fallecido, privando a la humanidad de la contemplación y disfrute de su obra inicialmente más perdurable.

Sin lugar a dudas, un planteamiento de base tan delirante por su carácter extremo, debía contar con una enorme convicción cinematográfica a la hora de ser trasladado en imágenes. De hecho, la trayectoria posterior de Lewin como director ahonda en esta tendencia, especialmente en PANDORA…, pero resulta sorprendente que –pese a su trayectoria previa en un estudio- el director demostrara tanta inventiva en su primera incursión como realizador. THE MOON… resulta admirable en primer lugar por la enorme destreza en el uso del flash-back y el manejo de las situaciones temporales –quizá partiendo de la influencia del muy cercano CITIZEN KANE (Ciudadano Kane, 1941. Orson Welles)-, que propicia una serie de giros en esa vertiente, sorprendentes en la precisión de su manejo. Desde esta su primera película, Lewin apuesta por el tratamiento de temáticas basadas en la riqueza cultural, el arte, la búsqueda de la belleza, el contraste entre la rutina y la creación, o el alcance moralista de unos comportamientos censurables. Elementos todos ello que quizá tengan un excelente caldo de cultivo favorecedor en entornos llenos de hipocresía –ese Londres victoriano que anula casi físicamente la personalidad de Strickland- o miedo –los nativos que apedrean a la joven esposa del pintor cuando esta lava las ropas impregnadas con la lepra del moribundo artista en el arroyo; “el miedo los hace feroces” se comenta-.

Lo que resulta fácilmente constatable es que todas estas obsesiones tienen una espléndida traslación en la película, debida a la enorme inspiración de la puesta en escena de Lewin, que sabe sintetizar en poco más de ochenta minutos una propuesta llena de densidad, en la que cada plano aporta una idea, una reflexión, y en la que se despliega tal capacidad de convicción que llega a hacernos creíbles incluso algunos giros de su historia especialmente difíciles de asimilar –el episodio que acontece con el bondadoso pintor de éxito comercial y su esposa-. Y es dentro de una historia que se extiende a partir de la necesidad de expresión de un ser sensible y tan lúcido y distante como cruel y cínico, donde Lewin logra incorporar su gusto por una dirección artística especialmente cuidada, dotada de resonancias culturalistas y, sobre todo, la compenetración de la imagen con unos diálogos que –además de ser en sí mismos de una enorme riqueza-, se complementan a la imagen con tal singularidad que incluso superan lo alcanzado en la posterior …DORIAN GRAY.

THE MOON AND SIXPENCE es una delicatessen en la que se ofrecen dos personajes contrapuestos y complementarios que permite un duelo entre dos actores de la talla de Herbert Marshall y George Sanders, evoca en sus escuetas secuencias filmadas en Tahití, los ecos del TABU (1931) de Murnau y Flaherty, y deja sugerencias tan intensas, tan cercanas a la pureza del alma, como la contemplación de esa auténtica obra maestra de Strickland –que al parecer se rodó en color, aunque en la copia que contemplé se visualizaba igualmente en blanco y negro-. Unos instantes cinematográficos que logran trasladar la imagen a una dimensión casi mística, ante la que el mejor aliado existente es siempre cualquier expresión artística. Algo representado en esa figura de la diosa de la fertilidad que, como involuntario amuleto, recorrerá la andadura vital del pintor, y morirá también en el fuego –esa trayectoria que se inició cuando decidió abandonar repentinamente su entorno familiar, y recalar en París-.

Digamos finalmente que THE MOON… se opone totalmente a cualquier semejanza con los biopics sobre grandes creadores a los que habitualmente nos tenía –y tiene- acostumbrado Hollywood, algunos –todo hay que decirlo- perfectamente válidos. En esta ocasión todo es narrado en voz baja, definido en un evidente escepticismo por parte del propio protagonista, y con detalles tan reveladores de puesta en escena, como son el no mostrar en ningún momento la pintura de este.

En suma, una espléndida y escasamente conocida película, que habla en definitiva de la libertad del individuo, y el papel liberador y transgresor de la creación artística como vehículo de expresión del sentimiento de nuestra alma.

Calificación: 4