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CINEMA DE PERRA GORDA

THE LIVING IDOL (1957, Albert Lewin)

THE LIVING IDOL (1957, Albert Lewin)

Calificada como “muy mediocre” por Tavernier y Coursodon por el canónico “50 años de cinema norteamericano”, en su ambivalente recorrido a la andadura como realizador del que no dudo en considerar como apasionante Albert Lewin, es probable que junto a la atractiva SAADIA (1953), THE LIVING IDOL (1957) suponga quizá su exponente más desconocido. Y es precisamente dicho desconocimiento, el que probablemente haya permitido una valoración desdeñosa, cuando nos encontramos ante un título valiente, que me atrevería a señalar adelantado a su tiempo, atrevido en la plasmación de la quintaesencia de los planteamientos estéticos y metafísicos que siempre fueron ligados a la andadura de su realizador, uno de los más cultos, refinados y atrevidos con que contara el Hollywood de su tiempo. No es de extrañar por ello que en sus últimas obras, cada vez más espaciadas, se acogiera a financiaciones y producciones de índole casi exótica. Sin embargo, intuyo que esta progresiva huída de Lewin –fuera voluntaria o forzada por lo extravagante de sus proyectos- del ámbito de los grandes estudios, sin duda le permitió realizar el tipo de cine que deseaba, aplicando en sus seis únicos films –del que comentamos puede erigirse como su adelantado testamento fílmico-, una serie de temáticas en cada ocasión más extremas o inclinadas a una vertiente fantastique –ya es hora de que su figura sea incluida en cualquier antología del género, como debe serlo la de un Edgar G. Ulmer, los hermanos Halperin, o tantos otros nombres durante décadas obviados en la historiografía del mismo- Así pues, hay que añadir un hecho singular; THE LIVING IDOL es una de las escasísimas producciones del cine denominemos clásico –rodado en coproducción con México-, que aborda el –y más entonces- espinoso tema de la reencarnación.

Con una cita en Platon que alude a la posibilidad de la estancia del alma en diferentes cuerpos, se inicia la primera y única película de Lewin rodada en formato panorámico y un espectacular cromatismo. La mesurada narración en off de Terry Mattehws (Steve Forrest), nos introducirá en el relato del ascenso a una pirámide azteca, acompañando al investigador Alfred Stoner (James Robertson Justice) y de la joven Juanita. Cuando los tres contemplen en la cima interior del monumento –durante largos siglos inexplorados- se encontrarán ante un icono salvaguardado varios siglos, representando un jaguar de resonancias malignas, que provocará de inmediato el terror injustificado de Juanita, quien huirá despavorida del recién descubierto recinto. Será todo ello el inicio de una singladura que portará la paradójica teoría del científico Stoner, quien se declarará ferviente creyente en la inmortalidad del alma, y del hecho de que esta se transmute en diferentes cuerpos, tanto en su aspecto benigno como el maligno, transmitiendo al más escéptico Terry el resultado de las investigaciones que ha venido realizando en tierras mexicanas durante décadas, en donde se fusionaran en el pasado. Basado en una novela del propio Lewin –sin duda apasionado por este tipo de temas que rondaban el fantastique generalmente basados en leyendas y elementos atávicos, THE LIVING IDOL sería una película que no solo no merece en absoluto el desprecio o la ignorancia con que ha sido calificada por aquellos escasos espectadores o comentaristas que la hayan visto, sino que resulta un producto interesantísimo, por momentos incluso apasionante, que no cabe duda aparece como un relato puente dentro del devenir del cine fantástico. Y es que su propuesta sin duda hubiera gozado de las bendiciones del mismísimo Jacques Tourneur –del que retoma elementos de CAT PEOPLE (La mujer pantera, 1942) e incluso adelanta otros de la muy cercana NIGHT OF THE DEMON (La noche del demonio, 1958)-. Junto a ello, el film de Lewin, sin dejar de aunar la peculiar personalidad estética y plástica inherente a su artífice, no deja de evocarnos en las secuencias de interiores del matrimonio Stoner, el uso de unos decorados a los que que Terence Fisher empezaba a introducir en sus más legendarias producciones para la Hammer Films, su cromatismo y la “enfermedad del alma” que atormenta a Juanita y su cromatismo no puede dejar de recordarnos a la Madeleine Usher de la versión de HOUSE OF USHER (El hundimiento de la casa Usher, 1960) dirigida por Roger Corman, e incluso el aspecto físico y el vestuario blanquecino de la actriz podría aparecer como una referencia temprana de la mítica Barbara Steele en los célebres films dirigidos por Bava, Freda o Margueritti.

Es decir, que casi sin pretenderlo, y partiendo de una temática insólita en el cine de su tiempo, Albert Lewin ofreció su título postrero –en que contó con el mexicano René Cardona como ayudante de dirección-, aunque transcurrieran bastantes años más hasta que falleciera en 1968-, con una casi nula repercusión, sin entender ni el público ni la crítica de la época –por otro lado poco dispuesta a apreciar la revolución que el cine fantástico registraba en aquellos años de renovación- una propuesta que aunaba e incluso preludiaba algunas de sus vertientes, sin por ello renunciar a ese mundo personal que había ido forjando en sus anteriores cinco films. En esta ocasión demuestra su destreza en el formato panorámico, el enorme riesgo de contrastar en sus exteriores visuales las ruinas de las civilizaciones primitivas –que se manifiestan en las secuencias iniciales-, la modernidad de la ciudad de México en su zona universitaria en el periodo de rodaje del film, y la sensación de tiempo detenido que ofrecen los episodios situados en la mansión del investigador, donde este esconde un museo de culturas primitivas. Ese atrevido contraste proporciona incluso instantes perturbadores, como el discurrir del jaguar que el veterano investigador sostiene es una encarnación del mal, por las calles anchas y desiertas de la zona universitaria de la capital, la incorporación de elementos tradicionales en la iconografía del terror, como la tormenta que tiene lugar en la catarsis final, antes de que se produzca la lucha de la bestia con Terry, y este la sacrifique, convirtiéndose en una lluvia liberadora.

Antes incluso de esta conclusión, THE LIVING IDOL proporciona no pocos motivos de regocijo, como la secuencia del baile en la que Terry y Juanita consolidan su amor –iluminando con un azul uniforme el fondo del resto de participantes en el baile-, y que estoy seguro Robert Wise y Jerome Robbins retomaron –con mucho menos acierto y considerable cursilería-, en WEST SIDE STORY (Amor sin barreras, 1961). La charla que el científico desarrolla en la universidad, muestra una serie de plasmaciones de la crueldad, en la que no se encuentra ausente ni el nazismo ni el cristianismo… ni siquiera los ritos pagamos que dieron como fruto la posterior THE WICKER MAN (1973, Robin Hardy). En definitiva, esa sensación de servir como un auténtico e insólito puente en el devenir de un género que en esos años se prestaba a un periodo de transformación renovada. Y es que junto a ello, el film de Lewin nos puede retrotraer a las fantasías exóticas que por aquel tiempo formularan el tándem formado en Inglaterra por Michael Powell y Emeric Pressburger, de la que retoma esa singular aura telúrica que se muestra en varios de sus mejores momentos. Entre ellos, me quedaría sin duda con la delicada y serena secuencia en la que Juanita se encuentra en las orillas de un lago, antes de que su padre fallezca en circunstancias misteriosas, y a ella llega Terry, mientras ella entona una canción en castellano que él no comprende. Sin embargo, los planos subjetivos de este contemplando el cielo por el que discurre un pájaro, o esas hierbas que son mecidas por el viento, proporcionan un aura de extraña belleza que permitirán al joven comprender el mundo interior que alberga la muchacha.

No todo son motivos de satisfacción en THE LIVING IDOL. Quizá se eche de menos una cierta homogeneidad en su densidad, o sus dos jóvenes intérpretes no den la talla necesaria. Sin embargo, ello no debe impedirnos reconocer que nos encontramos ante un título de obligada inclusión en cualquier antología del género, revelador no solo de la intuición que un hombre tan culto y refinado como Lewin albergaba sobre el devenir del fantastique, ligándose a dichas tendencias, sin por ello renunciar a su personalísima manera de asumir la realización cinematográfica. Personalmente, la oportunidad de visionarla, me ha permitido el privilegio de acceder a la totalidad de sus seis títulos como director, y reconocer en ellos una aportación no por limitada en su producción, caracterizada por suponer una de las más singulares del cine norteamericano de su tiempo.

Calificación: 3’5

1 comentario

Luis -

Singularisima afortunada, apasionante. El cine de Lewin no tiene límites