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CINEMA DE PERRA GORDA

Crane Wilbur

CANON CITY (1948, Crane Wilbur)

CANON CITY (1948, Crane Wilbur)

A pesar de contar con una dilatada andadura como realizador –cerca de cuarenta largometrajes, iniciada durante casi cuatro décadas desde pleno periodo silente- y, sobre todo, albergar una considerable aportación como guionista en títulos cercanos al policíaco y el misterio –entre los que cabría destacar HE WALKED BY NIGHT (Orden: caza sin cuartel!, 1948. Alfred L. Werker y el no acreditado Anthony Mann), HOUSE OF WAX  (Los crímenes del museo de cera, 1953. André De Toth) o THE PHOENIX CITY STORY (El imperio del terror, 1955. Phil Karlson)-, parece que el paso del tiempo ha condenado la figura del norteamericano Crane Wilbur (1886 – 1973) a la consideración de representar uno más de los misteriosos personajes diseñados por su propia inclinación al misterio. No quiere esto decir que apueste por vislumbrar en su figura un autor sin descubrir, pero estoy casi convencido que un repaso a su filmografía como realizador, acompañado de un cierto análisis a las líneas temáticas de su rica trayectoria como guionista y argumentista, no solo nos ofrecería más de una sorpresa, sino probablemente el perfil de un profesional caracterizado por una serie de constantes temáticas y sociales, que quizá pudo incorporar de modo aleatorio en su considerable trayectoria cinematográfica –que incluyó no pocas apariciones como actor-. Ligado a nombres tan representativos de la serie B de los años 50 como Phil Karlson, André De Toth, Alfred L. Werker, John Brahm o el propio Vincent Price entre sus intérpretes, mucho me sorprendería que en su obra como realizador no se encontrara oculta alguna que otra perla fílmica.

De alguna manera, esta apreciación es la que he visto confirmada al poder acceder al primer título suyo que he tenido ocasión de presenciar. Y es que CANON CITY (1948) puede ser considerada dentro de su sencillez, sequedad, ausencia de moralismos y capacidad de crónica, como una de las más notables aportaciones que el cine norteamericano ha brindado al subgénero carcelario. Como si propusiera un hipotético puente entre las realizaciones de Jules Dassin en aquellos años dentro de la materia, y la posterior apuesta brindada por el inspirado Don Siegel de RIOT ON CELL BLOCK 11 (1954), el título que nos ocupa emerge como una auténtica rareza dentro del panorama cinematográfico de su tiempo. Sin señalar con ello que nos encontremos ante un título perfecto, sí es cierto que en sus imágenes se vislumbra esa voluntad verista, acentuada por la intención expresa de Wilbur de elaborar una crónica del motín desarrollado en 1947 en la prisión de la ciudad que da nombre al film. Ya desde sus primeros instantes, subrayados por una voz en off que por momentos se revela pertinente y en otros quizá su aspecto más prescindible, la película se caracteriza por su economía de medios, lo directo de su enunciado y el acierto al plasmar con una planificación muy adecuada el entorno físico en el que se encuentra la ciudad de Colorado que va a ofrecer la acción de la propuesta –especialmente destacables son esos planos de apertura en los que se destaca la dureza orográfica de acceso a la ciudad, con esos acantilados sorteados en su línea férrea con puentes colgantes de gran impacto-. Muy pronto su argumento se centra en la descripción del contexto cotidiano de la prisión, en donde se encuentra otro acierto inicial; la presencia de auténticos presos e incluso del alcaide de la prisión, que vivieron un año antes del rodaje la experiencia de la fuga de doce de sus reclusos más peligrosos. Contra lo que podría suponer un elemento introducido para articular un discurso moralista, se integra por fortuna la película con una notable sinceridad, a lo que ayudará no poco la inserción de breves entrevistas con algunos de los internos de la penitenciaría. Sin reflejar en ellas estereotipo alguno, su mera presencia como testimonios resulta de gran calado, con especial significación en la respuesta de un preso que lleva más de medio siglo encerrado por asesinato, y que en sus breves declaraciones señala que prefiere seguir en ese recinto el resto de sus días, ya que del exterior no puede esperar absolutamente nada. Pocas veces se ha podido contemplar en la gran pantalla un testimonio más demoledor y nihilista de la propia existencia.

Este breve y atractivo preámbulo, nos acerca a la escenificación de los preparativos de la fuga, rodados igualmente en los mismos lugares donde estos se produjeron. Con una narración seca y dominada por la excelente aportación de John Alton como operador de fotografía, Wilbur nos introduce en su impecable cotidianeidad, programando la huída para diciembre de 1947. Esa concisión, unida a la expresividad con la que son utilizados los primeros planos –es una de las películas de su época en donde este recurso visual es asumido con mayor grado de acierto-, destacará en las secuencias desarrolladas en el interior de la prisión, a través de esos planos generales dominados por la abstracción, que revelan la impersonalidad y alineación existente en un contexto asfixiante, que ni se cuestiona ni se ennoblece, limitándose a describir con la severidad de resultar un reducto orillado de la cotidiana vida norteamericana.

CANON CITY cobrará un giro a partir de la huída de esa docena de peligrosos reclusos. Será su reencuentro con su ansiada libertad y, sobre todo, para la película supondrá albergar en su siempre tenso metraje, la posibilidad de incorporar nuevos contextos narrativos, dejando  además que los personajes definidos en los reclusos fugados, puedan extenderse a través de sus acciones. Es a partir de esos momentos, cuando la tensión se bifurca en los diferentes encuentros que los presos –separados en varios grupos- mantendrán con los hogares de unos ciudadanos que se han enterado por la propia alarma de la prisión o las noticias de radio y prensa -¡Esa manía de introducir el titular de prensa cuando la acción apenas se ha desarrollado!-. Dentro de ese contexto de dureza, dominado por la fuerte e inclemente nevada que caerá en una noche tan inhóspita, destacarán tres de los episodios protagonizados por huídos refugiados en contextos familiares. El primero lo hará teniendo como rehén a uno de los guardias de la prisión, siendo atendido por una pareja de ancianos. En ese marco se producirá una doble secuencia admirablemente planificada y de dramatismo casi irrespirable, cuando en dos ocasiones sucesivas la ya anciana esposa intente reducir con un martillo al más belicoso de los fugados –hasta que lo consiga con la ayuda del guardia hasta entonces amenazado-. Otro de los encuentros describirá la intención de la esposa del alcaide del recinto de matar a uno de los presos, disparando con una escopeta que pronto comprobará no se encontraba cargada. Por último, el film de Wilbur mostrará un personaje positivo en la figura de un joven preso condenado siendo menor de edad por matar a un policía, que se ha visto arrastrado en contra de su voluntad –y también hastiado de verse a la expectativa de una espera de diez años para poder alcanzar la libertad condicional- a formar parte de la fuga. Se trata de Jim Sherbondy (el debut cinematográfico del eficaz duro que fue Scott Brady). Su encuentro con una familia hará valer en él el lado noble de su personalidad –dejará a la madre que lleve a su hijo al hospital, ya que padece apendicitis-, e incluso provocará en la hija del matrimonio una sensación de aprecio hacia su figura, que se acentuará cuando Jim sea capturado de nuevo por las fuerzas del orden. Será el último de los doce presos capturados –dos de ellos muertos-, entre ellos uno de los artífices, huido por medio de los impresionantes puentes colgantes que en los primeros instantes del film hemos conocido con la pertinente narración en off.

La voluntad paralela de equilibrio y denuncia en la existencia de ese lado oscuro de nuestra sociedad que representan las penitenciarías, tendrán en el film de Wilbur uno de los exponentes más logrados de cuantos ha mostrado la gran pantalla. Con una absoluta ausencia de moralismo o afán discursivo, la película “respira” en todo momento inmediatez y veracidad –ese detalle del personal de la prisión, tachando las fotos de los huidos, según estos van siendo detenidos-, apostando por un tono seco y cortante, y recordándonos a ese posterior y ya citado THE PHOENIX CITY STORY, en el que Wilbur ejerció como guionista. Es más, siendo coherentes con el alcance de crónica que asume, la película no incurrirá en la facilidad de recrear la concesión de la libertad provisional de Sherbondy, aunque la madre que compartió aquel encuentro nocturno apele ante el alcaide sobre su comportamiento positivo. Las palabras finales de la autoridad fundirán con el The End, inserto sobre las rejas de esa prisión que ha vivido durante unas sesenta horas una alteración de su tensa y alienante existencia.

Calificación: 3’5

INSIDE THE WALLS OF FOLSON PRISON (1951, Crane Wilbur)

INSIDE THE WALLS OF FOLSON PRISON (1951, Crane Wilbur)

Aunque su aportación como guionista se extienda puntualmente al cine anticomunista, bíblico o milagrero, lo cierto es que en Crane Wilbur (1886 – 1973) encontramos una de las figuras más singulares y desconcertantes del cine norteamericano en las décadas de los cuarenta y cincuenta –participando ocasionalmente como actor-. Artífice de numerosos guiones centrados en el cine policíaco y noir e incluso el de terror, también probó sus armas como realizador, centrándose en títulos escorados a dichos géneros, antes de iniciar su andadura en pleno cine silente, en unos referentes que se encuentran invisibles o probablemente perdidos, probando más adelante su experiencia en el cortometraje y ya, a partir de finales de los cuarenta, reiniciando su condición de director con CANON CITY (1948), una estupenda aproximación al subgénero del cine carcelario. Curiosamente, tres años después reincidió en dicha vertiente temática con INSIDE THE WALLS OF FOLSOM PRISON (1951). Una clara serie B de la Warner Bros, centrada en la narración de un determinado episodio vivido en la prisión de Folsom, en California, allá por los años cuarenta. De entrada, partimos de la base de situar la narración de manera singular, con el relato en off de una personificación del propio recinto, que en sus minutos iniciales desgranará acompañada de la imagen, los orígenes y la gestación de la misma, desde el trabajo casi brutal de centenares y centenares de presos a finales del siglo XIX. El relato pronto se nos interna en el espacio temporal señalado, para describir las duras condiciones que mantiene el sádico alcalde Ben Rickley (un rotundo Ted De Corsia), más cercano en sus comportamientos a la simulación del capo de un gang de la mafia, que el regente de un recinto penitenciario en teoría encomendado a propiciar las condiciones necesarias para la reinserción de los mismos. Por el contrario, mantendrá unas normas de alimentaciones deplorables, obligará a mantener en silencio a los internos en las horas de comida, y no dudará en mostrarse especialmente renuente a la hora de contemplar como alguno de estos se encuentra a punto de adquirir la libertad condicional.

Esa magnífica descripción de Rickley, que trasciende lo que podía haber sido un estereotipo, será una de las cualidades que esgrime este seco exponente del cine carcelario, que mantendrá dos valiosas singularidades. La primera de ellas contar en el reparto a auténticos presos –los títulos de crédito así lo atestiguan- y la segunda y principal, dotar a su metraje de un especial protagonismo físico a la propia prisión. Las tomas que describen su recinto interior central, aquellas que nos acentúan la mineralidad con la que está construida, al aire opresivo que describen las celdas donde se encuentran hacinados sus ocupantes, esas puertas y cerraduras que aparecen casi inexpugnables, los malos tratos que reciben los presos más rebeldes, que serán encadenados a las mismas, las miradas de los reclusos por las pequeñas aberturas de la puerta en momentos de especial tensión. Todo ello logra que más allá de la dramatización que contemple el espectador, y que tendrá su primer punto de inflexión en la rebelión de un grupo de presos que será abatida por el sádico alcaide, constando sin embargo la vida de un comisario más permisivo, nos introduzca en una precisa galería de caracteres. Una conjunción de seres en los que es curioso como –adelantando un poco el Jacques Becker de LE TROU (La evasión, 1960)-, se anatemizará la figura del chivato, tanto por parte de los mandos de la prisión –y especialmente por su sádico alcaide-, aunque no por ello se deje de utilizar sus servicios, siendo por ello en realidad terribles víctimas de situaciones extremas que coartarán su posible reinserción en la sociedad.

La llegada al recinto del nuevo comisario –Mark Benson (un David Brian abandonando sus habituales roles de malvado)-, intentará modificar los tremendos métodos esgrimidos por el alcaide, apostando por la introducción de mejoras psicológicas para intentar una humanización de la estancia en prisión. Estas en un principio propiciarán una mayor cercanía entre los reclusos, pero una serie de trágicas consecuencias violentarán de forma rotunda el devenir del recinto de Folson, en el que Benson había legado a dimitir de su cargo, y cuyas responsabilidades tendrá que asumir en la dramática rebelión que comandará el líder de los presos –Chuck Daniels (Steve Cochran)-. Sin embargo, antes escuchará de su más estrecho amigo la confesión de que accidentalmente delató la fuga de Nick Ferretti (William Campbell), cuando se encontraba a punto de salir en uno de los camiones para recoger la dinamita con la que proseguir las obras en la mina –una secuencia ejemplar en su resolución-.

Será en el último tercio, donde el film de Wilbur propondrá una lógica y creciente espiral de violencia, como catarsis a la tensión que de manera casi irrespirable se irá registrando, con la muerte – asesinato del joven que casi de manera obligada se ha visto forzado a delatar al preso que se quería fugar, bajo la presión de que si no lo hacía su próxima condicional se viera eliminada. A partir de ese momento, Daniels ejecutará con enorme precisión su plan de fuga, escondiéndose entre los recovecos de la misma con la fuerza de un trapecista, logrando vencer a los vigilantes de la zona y liberando a una serie de presos, con los que auspiciará el motín. Serán unos minutos percutantes, magníficos, en los que los contraplanos de las miradas de los seres que aún se encuentran en sus celdas, se aunarán con el alcance expresado por el personaje encarnado con su habitual fuerza y al mismo tiempo vulnerabilidad por Cochran, vengándose por un lado de ese alcaide que intentará sofocar la rebelión –en una secuencia dotada de un impacto eléctrico digno de Samuel Fuller- y, poco a poco, percibiendo que la misma se encuentra abocada al fracaso, merced a las indicaciones que irá anunciando Benson cuando asuma el mando de las operaciones. Sin embargo, aún tendrá tiempo para llevar a cabo un acto suicida, vengando con ello la muerte de ese amigo al que las circunstancias convirtieron en un indeseado delator y, por ello, ser condenado a muerte por sus propios compañeros, instigados indirectamente por el ya eliminado alcaide.

Una vez más, y tal y como sucedió en tantos títulos policíacos de la época, INSIDE THE WALLS OF FOLSON PRISON concluye trasladando la vida de la prisión a tiempo presente, y mostrando al entonces responsable auténtico de la misma, aplicando un epílogo moralista siempre innecesario que, sin embargo, no puede ocultar el caudal de interés que atesora esta seca, concisa, dura y, hasta cierto punto, original aportación al cine carcelario.

Calificación: 3

THE BAT (1959, Crane Wilbur)

THE BAT (1959, Crane Wilbur)

Como en cualquier ámbito de la vida, también en la afición al cine hay momentos para la decepción. Es la sensación que me ha permitido la contemplación de THE BAT (1959, Crane Wilbur). Una película que durante muchos años he intentado visionar, en primer lugar dada mi veneración por la figura de Vincent Price, que en aquellos años ya se encontraba en un periodo ligado a la serie B, prodigándose en entrañables productos ligados al cine de terror que si bien en mi adolescencia tenía poco menos que mitificados, el paso del tiempo ha revelado tanto en su simpatía como en sus limitaciones. Sin embargo, en el caso de THE BAT se da cita la presencia como realizador de una figura que considero llena de atractivo, característico y en no pocas ocasiones brillante guionista –incluso previamente ejerció como actor-, que también se prodigó en una esporádica andadura como realizador –especialmente centrada en el corto-, en la que destacan algunas aportaciones al cine de gangsters o carcelario. Es en la confluencia de ambas circunstancias, por las que esperaba encontrarme ante un resultado cuanto menos estimable, y es por ello que la decepción haya sido más que considerable. En definitiva, THE BAT no supone más que una pobre, formularia y escasamente atractiva muestra de suspense terrorífico, que bebe de forma clara de los referentes –tampoco demasiado ilustres-, marcados en aquellos años por nombres como el de William Castle en el seno de la Columbia Pictures.

En este caso, THE BAT se ofrece como un  lejano remake de la producción que en su vertiente silente realizara Roland West, a partir de la obra teatral de Mary Roberts Rineart y Avery Hopwood, no ofrece más que una actualización de esas obras de misterio, en la que se combinan elementos ligados a la imaginería del terror, con aspectos más o menos humorísticos, en la tradición que podría ejemplificar a la perfección un film como el ejemplar THE CAT AND THE CANNARY (El legado tenebroso, 1928. Paul Leni). Aquella corriente tuvo su prolongación incluso durante la propia década de los cincuenta, pero lo cierto es que este THE BAT se ofrece como una extraña serie B producida al alimón con la Allied Artists bajo el auspicio de la Disney –una combinación indudablemente extraña-. La misma se centra en la típica historia de matices terroríficos y misteriosos, desarrollada en una mansión ya caracterizada por un historial más o menos turbio, en la que se introducirá la escritora Cornelia van Gorder (Agnes Moorehead), con la intención de desarrollar un nuevo relato policiaco. La incorporación de su relato en off y los planos de acercamiento hacia la mansión, unido a la textura visual ofrecida por el magnífico blanco y negro de Joseph Biroc –a la postre, el mayor atractivo del film-, inducen a pensar en el disfrute de un pequeño relato, adornado con toda una serie de elementos, que podrían incluir incluso referencias a las novelas de Agatha Christie. En definitiva, nos encontramos con una película protagonizada por un misterioso asesino que desarrolla sus crímenes con el rostro cubierto y una garra metálica en una mano –se le denomina The Bat; el murciélago-, el desfalco de un millón de dólares de un banco, una fortuna de un millón de dólares que se encuentra supuestamente escondida en la mansión Ox –en la que recala la novelista-, una protagonista femenina que intenta racionalizar y envalentonarse ante la extraña situación vivida la escritora, y una serie de personajes que intentan despistar al espectador a la hora de intentar averiguar entre ellos la identidad de un asesino que no dudará en cometer diversos crímenes. En primer lugar, entenderemos que dicha posibilidad se encarna en la figura del Dr. Wells (Vincent Price), quien no dudará en asesinar al autor del desfalco del banco en los primeros compases del film. Sin embargo, en el cansino proseguir del relato se sucederán una serie de roles en los que se intentará descubrir la identidad de ese misterioso asesino encubierto, al que sus modos de actuación, sinceramente solo mueven a la carcajada ¿Para qué recurrir a esa ridículo e incómoda garra a la hora de cometer sus crímenes?.

En realidad, THE BAT no supone más que una sucesión de lugares comunes en este tipo de producciones –en la que no faltan pequeños pasadizos, rincones escondidos, falsas identidades-, caracterizado por su tedioso discurrir, centrado ante todo en una verborrea casi molesta, y una ausencia total de personajes que aparezcan con la más mínima enjundia. Esa ausencia de roles de cierta entidad, la carencia de auténtica tensión que preside el relato –uno añora las posteriores cintas que en Inglaterra se realizaron con tanta modestia como moderada efectividad, encarnando Margaret Rutherford con sutil sentido del humor a Miss Marple-, consigue que pese a una duración de poco más de ochenta minutos, el devenir del film de Wilbur aparezca plomizo y ausente de interés. Entre un conjunto tan decepcionante, viniendo de las manos de un hombre que logró títulos tan atractivos como CANON CITY (1948), que quizá apareció ahogado por los convencionalismos de producción que incluso su experta mano como guionista no logró solventar.

En realidad, dentro de un conjunto totalmente inane, además de resaltar de nuevo la fuerza que imprime la magnífica fotografía en blanco y negro, en la que su raíz televisiva –en sentido positivo- parece preludiarnos la de PSYCHO (Psicosis, 1960. Alfred Hitchcock), mientras que el conjunto se inclina por esa misma tendencia televisiva de la época –esta en su vertiente peyorativa. Quienes me conocen, saben incluso de mi fascinación por los modos televisivos que aportaron numerosos cineasta en aquellos tiempos-, destacando sin embargo, algunos instantes en los que sí se destila un cierto grado de inquietante misterio. Con ello, me refiero a la secuencia en la que The Bat acabará con la vida del joven Mark Fleming (John Bryant), instantes después de encontrar el recinto secreto en donde supuestamente se encuentra la fortuna buscada, y el posterior encuentro del cadáver. Magro resulta sin embargo, el bagaje, de esta decepcionante y mediocre producción, que ni siquiera aparece con el regusto adecuado para ser contemplado tomando una taza de te –lo limado de la función, llega al extremo de evitar que en sus crímenes aparezca una sola gota de sangre-. Sinceramente, y sin esperar en su metraje ningún título memorable, jamás podría imaginar la mediocridad y el tedio emanado por esta olvidable película.

Calificación: 1