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CINEMA DE PERRA GORDA

David Lowell Rich

NO TIME TO BE YOUNG (1957, David Lowell Rich)

NO TIME TO BE YOUNG (1957, David Lowell Rich)

Al igual que pudiera reflejarse en el caso de un Andrew L. McLaglen, David Lowell Rich fue otro joven realizador, en este caso fogueado de manera especial en el ámbito televisivo, y en quien se quiso -inútilmente-, depositar la esperanza de un relevo generacional que, en su caso -y también en el de McLaglen-, se patentizó a través de un desganado paseo por el cine de géneros, en donde dejó una serie de muestras de muy limitado calado, hasta que finalmente se zambulló sin ambages en un rentable y rápido medio catódico. Tras un cierto rodaje en la pequeña pantalla, NO TIME TO BE YOUNG (1957) -en donde firma como David Rich- supone su debut en el contexto cinematográfico firmando esta pequeña apuesta de la Columbia dentro del ámbito del cine de conflicto juvenil, de plena actualidad tras el reciente éxito de REBEL WHITOUT A CAUSE (Rebelde sin causa, 1955. Nicholas Ray). Por fortuna en este caso, y sin que ello nos lleve a considerar que asistimos a una gran película, su nudo dramático ofrece un quiebro en torno a argumentos más o menos previsibles, e imbricándose en el trazado de la angustia interior mostrada por el -por otra parte- acomodado y joven Buddy Root (un muy solvente Robert Young). Hijo de una mujer de cierta posición, divorciada, este vive asumiendo en su interior un extraño desasosiego, pese a la comodidad material de su existencia. Ha sufrido un altercado estudiantil, se encuentra a punto de formar parte del ejército, y tiene una amante de mayor edad, profesora en la universidad a la que formaba parte. Sin embargo, hay en su interior un extraño ahogo emocional, que al mismo tiempo le permite percibir con clarividencia los problemas que sobrellevan dos amigos más estrechos. Uno de ellos, el más cercano, es Bob Miller (Roger Smith), un dependiente de supermercado empeñado en llevar al matrimonio a la chica que siempre ha querido -Gloria Stuben (Merry Anders)- desde que ambos eran pequeños, siendo esta reacia a emparejarse con él. Por su parte, otro amigo de ambos -Stu Bradley (Tom Pittman)- se ha casado en secreto con Tina Parner (Kathy Nolan), hija de muy buena familia, mintiéndole al decirle que ha logrado vender una novela, de la que ha recibido un anticipo de 500 dólares -recurrirá a Miller para que este se los preste- iniciando una presumiblemente prometedora andadura como escritor.

Rich iniciará esta triple historia presentando con pertinencia a sus personajes y sus conflictos, en una secuencia de apertura descrita en la hamburguesería donde trabaja Gloria. La mirada de Buddy muy pronto nos transmitirá el desasosiego vivido no solo por él mismo, sino el que vislumbra en sus dos amigos, engañados como se encuentran en sus anhelos de convencionalidad social. A partir de ese momento se desplegará una sencilla pero contundente mirada, en torno a estos tres jóvenes a los que, en el fondo, les podría esperar una vida relativamente cómoda y, al mismo tiempo, convencional, pero que, por diferentes circunstancias, se verán abocados a sendas situaciones límite aflorando esa angustia existencial, inherente a un determinado sector de la juventud norteamericana urbana. Hay que reconocer que la película expresa con un nada desdeñable grado de sinceridad, esa angustia cotidiana, tan alejada de contextos marginales y, por el contrario, acierta al imbricarse bajo las costuras del melodrama, el triple y desazonador intento de huida de la realidad de estos tres jóvenes desubicados. Seres que podrían tener fácil integración y, al mismo tiempo, la oportunidad de una vida llena de insatisfacciones emocionales, se encuentran plasmados con un cierto grado de profundidad al insertarlos en los mimbres de los resortes del melodrama. El desapego hacia una madre posesiva, y la falta de madurez demostrada en torno a una amante superior en edad a él, jalonarán el estado emocional del sumamente inteligente Buddy, capaz de leer en la mente de sus amigos y, llegado el momento, canalizar sus respectivas situaciones límite, para empujarles al desastroso asalto al supermercado en el que trabaja Bob. Este último, encaminado a una vida racional –y aburrida- se mantendrá dentro de la más previsible ortodoxia –viste traje de chaqueta y corbata intentando sublimar la grisura de su extracción social- centrando sus anhelos en lograr para sí el cariño y el compromiso de matrimonio de Gloria que, sin corresponderle, no dejará en un momento dado de jugar con él hasta emborracharse ambos tras una tensa situación, lo que provocará un grave accidente de la joven, al escalar a la habitación de su casa completamente borracha. El hecho acentuará un sentimiento de culpabilidad de Bob, quien decidirá sufragar los cuantiosos gastos de hospital. Por su parte, Stu tendrá un encuentro con el padre de su mujer, un hombre influyente y de alta clase social, con quien se sincerará al revelar el engaño de esa falsa novela –falsedad que su suegro ya conocía- e intentando de manera desesperada obtener dinero de manera rápida, para poder de alguna manera contrarrestar el rechazo de su esposa.

Todo ello se pondrá con facilidad en la mano del influyente protagonista, quien logrará convencer a sus dos amigos para llevar a cabo el mencionado atraco, efectuado con la mayor de las torpezas. Y será a partir de ese preciso momento, cuando NO TIME TO BE YOUNG se derrumbe. Si hasta entonces había alcanzado una cierta temperatura emocional y sensación de verdad –ayudado por una planificación más que ajustada-, a partir del accidentado asalto, además de estar descrito con una sorprendente carencia de punch dramático, dará lugar a una sucesión de lugares comunes que muy pronto dejarán atrás esa cierta temperatura emocional alcanzada hasta entonces. Por momentos, se tiene la impresión de que Rich debía terminar la película como fuera, dejando para el final el trágico desenlace de su principal personaje. Y justo es reconocer que ello aparece desprovisto de ese temible alcance moralista, pero, al mismo tiempo, no deja de plasmarse de manera tan prosaica como ausente en la más mínima inflexión dramática y reflexiva. Es una pena, por tanto, que una película modesta pero que alberga dos tercios iniciales provistos de no poco interés, este se devalúe cuando, precisamente, la progresión y densidad de su propuesta debería elevarse de manera más rotunda.

Calificación: 2

THE PLAINSMAN (1966, David Lowell Rich)

THE PLAINSMAN (1966, David Lowell Rich)

Consagrado a una andadura televisiva tan prolífica como bastante olvidable, en la primera mitad de los sesenta David Lowell Rich ofreció sus pinitos como director para la gran pantalla, internándose en la práctica de varios géneros, que van desde el melodrama –brindando su título más popular, al tiempo que carente de valores; MADAME X (La mujer X, 1966)-, la comedia –ROSIE! (Rosie, una señora riquísima, 1967)- o el cine policiaco –en el que al parecer quizá devenga su título más estimable; A LOVELY WAY TO DIE (Sindicato de asesinos, 1968)- Junto a ellos, también se implicó en el western, del que THE PLAINSMAN (1966) es uno de sus ejemplos, erigiéndose como un remake del lejano THE PLAINSMAN (Buffalo Bill, 1936. Cecil B. De Mille). No soy un especial admirador de la, con todo, apreciable, propuesta de De Mille, pero evidentemente existe una notable diferencia entre el film que protagonizara Gary Cooper, con esta producción de la Universal a color, que contó con el protagonismo de un actor excelente –Don Murray-, aunque ya en aquellos años empezara a perder el vigor y el prestigio que había ido acumulando una década antes.

En este sentido, ya desde sus primeros instantes, comprobamos esa extraña y poco afortunada mezcla de cine del Oeste, comedia e incluso intriga –las indagaciones de Wild Bill Hickok (Murray) para descubrir el artífice del contrabando de armas que enfrenta a indios y oficiales de caballería-. Sin embargo, lo que la película propone fundamentalmente, es el retrato de un hombre simpático, indolente, harto ya de estar al servicio del ejército –la secuencia de apertura será reveladora al respecto-, que siente un respeto hacia los indios –sobre todo a algunos que considera verdaderos amigos; es el caso del Gran Jefe Black Kettle (el gran Simon Oakland), y que pronto descubriremos algunos años atrás fue rechazado en el amor por la popular Calamity Jane (Audrey Dalton). Como punto de partida nada de malo hay en ello. Sin embargo, pronto cualquier espectador acusará en la película un molesto tono televisivo, una ausencia de garra, y del mismo modo una molesta sensación de que el cast elegido no haya sido el más adecuado. Siempre he sido un gran admirador de Murray, pero sinceramente creo que no da la talla en el rol protagonista –pese a los esfuerzos que aplica en ello-. Unamos a esta circunstancia la deficiente argumentación dramática expuesta en el film –sobre todo en el enfrentamiento de Hickok y su eterno amigo Buffalo Bill (Guy Stockwell, también muy desaprovechado), sobre la rigidez y escaso conocimiento que aplicará en el comportamiento el teniente Stiles (un opaco Bradford Dillman), a la hora de mostrar una equivocada rigidez en la respuesta a la ofensiva india –sin saber distinguir las diferencias existentes en dicha raza, tal y como se encargan de subrayar de manera insistente los dos protagonistas del film-.

Pero, con todo, lo más desalentador de un título como el que nos ocupa, es el de no haber logrado atesorar el tono necesario para, al menos erigirse en una película estimable, y a partir de ese asumido tono menor, degustar un western tardío como proliferaron con bastante más acierto en aquellos años. En su defecto, la atonía se adueña del conjunto de su no muy dilatado metraje, Cierto es que aparecen algunos apuntes interesantes –la lucha final de Murray con el responsable del contrabando de armas en un granero-, pero el conjunto deviene deslavazado, y desprovisto de la necesaria unidad de tono. Sus personajes carecen de una mínima entidad, desarrollándose el relato con tanta carencia de interés como ausencia de verdadera tensión. Ni siquiera durante las secuencias en las que Murray es sometido a tortura ante el fuego delante de las dos tribus indias opuestas, la película levanta el vuelo. Es por tanto THE PLAINSMAN un título por completo olvidable, aunque justo es reconocer que esa ausencia de dramatismo y la torpeza en la ingerencia de géneros, finalmente contribuya a dosificar la misma e impedir calificarla como un título irritante, aunque la mediocridad se enseñoree por sus fotogramas.

Calificaciones: 1

MADAME X (1966, David Lowell Rich) La mujer X

MADAME X (1966, David Lowell Rich) La mujer X

Cegado por una serie incontestable de triunfos comerciales –en aquellos momentos, la valoración de la crítica poco importaba-, estoy convencido que el productor Ross Hunter pensó que era el principal motor de los éxitos que alcanzó con sus producciones para la Universal, con las que auspició una serie de melodramas que arrasaron en las taquillas norteamericanas, al tiempo que con el paso de los años estas fueron apreciadas por críticos y especialistas. Es innegable reconocer a este respecto, que esa apuesta por un determinado “cine para mujeres”, repleto de lujo, joyas, amores apasionados y desmelenes varios, trasmitiendo una visión poco realista de esa nueva Norteamérica, aunque sus imágenes, su cromatismo y su dramatización, lograron conquistar el corazón de toda una generación de féminas. Esposas y madres que sublimaron a través de estas películas sus ansias de emerger de una clase media, mediocre y gris, en la que la existencia de una cierta comodidad económica –en contraste con el traumático periodo de la II Guerra Mundial-, en realidad encubría una sociedad alienada y dominada por circunstancias manipuladoras como el sentimiento anticomunista que generó el triste maccarthismo.

 

En este sentido, estos prolongados triunfos propiciaron que Hunter emergiera como un productor poderoso, y en buena medida el look de las películas que produjo llevan su sello particular y definitorio. Pero llegamos a un terreno en el que se da cita una de las demostraciones más claras de la eficacia de la política cinematográfica de los autores. Un contexto que supo muy pronto destacar el aporte del realizador europeo Douglas Sirk, quien de manera rotunda –al tiempo que desigual-, quien además de consagrarse como un consumado estilista, aprovechó cuantas ocasiones le propusieron los desmadrados argumentos propuestos por Hunter –algunos de ellos realizados por John M. Stahl dos décadas antes-, para introducir en ellos una nada solapada crítica a las debilidades de una sociedad viciada en su propia hipocresía, como era la norteamericana de su momento. Fruto de esta colaboración surgen una serie de títulos, de los cuales no dudo en destacar IMITATION OF LIFE (Imitación a la vida, 1959), bajo mi punto de vista una de las cimas del género en la historia del cine.

 

Junto a esta colaboración Hunter – Sirk, florecieron otras producciones que utilizaban el equipo técnico y artístico habitual –protagonismo de Hudson, Turner o Gavin, fotografía en color de Russell Metty, tono habitual lujoso-. Ninguna de ellas logró ni de lejos los resultados artísticos de las obras de Sirk, reconociéndose en ellas la importancia de un realizador sensible y punitivo al mismo tiempo, que poseía la clarividencia de ver que se encontraba con argumentos imposibles, a los cuales solo con una sublimación casi rozando el límite de lo permisible, podía aplicar esa mirada crítica que ha permitido considerarlos como auténticos clásicos. Después de su retirada en pleno éxito, durante años Douglas Sirk fue tentado de forma reiterada por Hunter para que volviera a la realización. Retomando la vieja costumbre de recuperar viejos argumentos del género, le fue propuesto Madame X, que ya había sido llevada al cine en varias ocasiones –incluso en pleno periodo silente-. De nada valió la insistencia, ya que el experimentado realizador señaló que ni siquiera aplicando su mirada, este argumento folletinesco podía llevarse a la pantalla con un mínimo de posibilidades. Fue una advertencia que Hunter no escuchó, logrando llevar de nuevo a la pantalla el mismo, en la que sería su última producción enclavada en el género –posteriormente, asumió el padrinazgo de una atractiva comedia musical, en la que parodiaba algunas de las propias constantes de sus melodramas –me refiero a THOROUGHLY MODERN MILLIE (Millie, una chica moderna, 1967. George Roy Hill)-.

 

Esa fue la génesis de MADAME X (La mujer X, 1966), dirigida por un realizador de rápida y fugaz experiencia en la gran pantalla, y pronta absorción en el terreno televisivo, como fue David Lowell Rich. Podríamos afrimar que nos encontramos ante una auténtica fantasmagoría, un film realizado fuera de época. Pero sería decir demasiado, ya que de alguna manera sería reconocerle unos méritos que sus imágenes no poseen, asistiendo a la historia del ascenso y descenso a los infiernos de Holly Parker (Lana Turner), tras haberse casado con el acaudalado e influyente Clayton Anderson (John Forsythe). Sus devaneos –que no la infidelidad- con el playboy Phil Benton (Ricardo Montalbán), culminarán de manera trágica, sirviendo en bandeja al florecimiento del lado oculto de la sinuosa madre de Clayton –Estelle Anderson (Constance Bennett, en su última interpretación cinematográfica)-. Será el inicio de un tortuoso camino de autodestrucción para nuestra protagonista, quien tendrá que asumir el abandono de la cómoda vida que llevaba, incluyendo en el mismo el hacerse pasar por muerta y asumir otra identidad, renunciando a su marido e incluso a su propio hijo. Todo un auténtico vía crucis de degradación personal, a la que el destino le trasladará al ser acusada por el asesinato de un hombre que pretendía que delatara su vida anterior. Será la catarsis propia de todo folletín, que irá sucedida de la búsqueda de la redención, y que en esta ocasión destacará en la ausencia del más mínimo matiz crítico, erigiéndose su metraje –en el que, con todo, hay que destacar un ritmo bastante adecuado- como una propuesta anacrónica y estéril, en el que no dejará de estar presente un alcance conformista y reaccionario. Era este un factor que Sirk logró dinamitar en sus conocidos dramas, pero que en este caso demuestra que no solo hacen falta ingredientes valiosos para realizar un buen producto, sino que es esencial, y más en un producto de este tipo, la mano maestra de un estilista de primera fila, para poder sacar partido a un argumento que es cierto que permitía pocas posibilidades, más que para servir como esqueleto para un argumento de la más baja ralea.

 

Un folletín que en este caso además adquiere la condición de extraño anacronismo, sin que paradójicamente llegue a la condición de enfermizo –como podrían serlo determinadas propuestas de Robert Aldrich o algunas previas como THE ROMAN SPRING OF MRS. STONE (La primavera romana de la Sra. Stone, 1961. José Quintero)-, o de mirada distanciada en torno al contexto social que retrata. Nada hay de ello ante una película que discurre por los cánones más convencionales, pero que resulta vieja desde el primer hasta el último fotograma. Todo reviste la impresión más convencional posible, la malvada madre del esposo es aviesa en sus miradas, el devaneo amoroso de la protagonista será debidamente castigado –no así el desapego familiar del esposo ni las ambiciones laborales y políticas de este-. Se trata de convenciones que son mostradas con el lujo típico de las producciones de Hunter, pero que en esta ocasión demuestran esa condición anacrónica y carente de interés, buscando un éxito de público que tuvo en su momento, aunque ello estuviera al margen de cualquier ambición artística que no fuera proporcionar un último vehículo a una Lana Turner que se deja filmar con todo tipo de rictus y mohines.

 

En realidad, además de ese buen montaje, estimo que esta última MADAME X, tan solo adquiere una cierta autenticidad en los minutos finales, en los que la protagonista descubre que su joven abogado defensor es su propio hijo. La planificación de las secuencias del último encuentro entre ambos, dominadas por un eficacísimo plano – contraplano, la dirección de los dos intérpretes –la Turner y el joven e impecable Keir Dullea-, dan la medida de lo que podría haber dado de sí una película que solo en esos pocos minutos alcanza cierta autenticidad. Una autenticidad que hubiera necesitado de la ya inexistente presencia de un Frank Borzage, y no la de un Lowell Rich incapaz de extraer esas gotas de intensidad melodramática imprescindibles en un argumento tan desopilante. En definitiva, una mera arqueología en lujosos colores, indigna heredera de una corriente inolvidable para el género.

 

Calificación: 1