MADAME X (1966, David Lowell Rich) La mujer X
Cegado por una serie incontestable de triunfos comerciales –en aquellos momentos, la valoración de la crítica poco importaba-, estoy convencido que el productor Ross Hunter pensó que era el principal motor de los éxitos que alcanzó con sus producciones para la Universal, con las que auspició una serie de melodramas que arrasaron en las taquillas norteamericanas, al tiempo que con el paso de los años estas fueron apreciadas por críticos y especialistas. Es innegable reconocer a este respecto, que esa apuesta por un determinado “cine para mujeres”, repleto de lujo, joyas, amores apasionados y desmelenes varios, trasmitiendo una visión poco realista de esa nueva Norteamérica, aunque sus imágenes, su cromatismo y su dramatización, lograron conquistar el corazón de toda una generación de féminas. Esposas y madres que sublimaron a través de estas películas sus ansias de emerger de una clase media, mediocre y gris, en la que la existencia de una cierta comodidad económica –en contraste con el traumático periodo de la II Guerra Mundial-, en realidad encubría una sociedad alienada y dominada por circunstancias manipuladoras como el sentimiento anticomunista que generó el triste maccarthismo.
En este sentido, estos prolongados triunfos propiciaron que Hunter emergiera como un productor poderoso, y en buena medida el look de las películas que produjo llevan su sello particular y definitorio. Pero llegamos a un terreno en el que se da cita una de las demostraciones más claras de la eficacia de la política cinematográfica de los autores. Un contexto que supo muy pronto destacar el aporte del realizador europeo Douglas Sirk, quien de manera rotunda –al tiempo que desigual-, quien además de consagrarse como un consumado estilista, aprovechó cuantas ocasiones le propusieron los desmadrados argumentos propuestos por Hunter –algunos de ellos realizados por John M. Stahl dos décadas antes-, para introducir en ellos una nada solapada crítica a las debilidades de una sociedad viciada en su propia hipocresía, como era la norteamericana de su momento. Fruto de esta colaboración surgen una serie de títulos, de los cuales no dudo en destacar IMITATION OF LIFE (Imitación a la vida, 1959), bajo mi punto de vista una de las cimas del género en la historia del cine.
Junto a esta colaboración Hunter – Sirk, florecieron otras producciones que utilizaban el equipo técnico y artístico habitual –protagonismo de Hudson, Turner o Gavin, fotografía en color de Russell Metty, tono habitual lujoso-. Ninguna de ellas logró ni de lejos los resultados artísticos de las obras de Sirk, reconociéndose en ellas la importancia de un realizador sensible y punitivo al mismo tiempo, que poseía la clarividencia de ver que se encontraba con argumentos imposibles, a los cuales solo con una sublimación casi rozando el límite de lo permisible, podía aplicar esa mirada crítica que ha permitido considerarlos como auténticos clásicos. Después de su retirada en pleno éxito, durante años Douglas Sirk fue tentado de forma reiterada por Hunter para que volviera a la realización. Retomando la vieja costumbre de recuperar viejos argumentos del género, le fue propuesto Madame X, que ya había sido llevada al cine en varias ocasiones –incluso en pleno periodo silente-. De nada valió la insistencia, ya que el experimentado realizador señaló que ni siquiera aplicando su mirada, este argumento folletinesco podía llevarse a la pantalla con un mínimo de posibilidades. Fue una advertencia que Hunter no escuchó, logrando llevar de nuevo a la pantalla el mismo, en la que sería su última producción enclavada en el género –posteriormente, asumió el padrinazgo de una atractiva comedia musical, en la que parodiaba algunas de las propias constantes de sus melodramas –me refiero a THOROUGHLY MODERN MILLIE (Millie, una chica moderna, 1967. George Roy Hill)-.
Esa fue la génesis de MADAME X (La mujer X, 1966), dirigida por un realizador de rápida y fugaz experiencia en la gran pantalla, y pronta absorción en el terreno televisivo, como fue David Lowell Rich. Podríamos afrimar que nos encontramos ante una auténtica fantasmagoría, un film realizado fuera de época. Pero sería decir demasiado, ya que de alguna manera sería reconocerle unos méritos que sus imágenes no poseen, asistiendo a la historia del ascenso y descenso a los infiernos de Holly Parker (Lana Turner), tras haberse casado con el acaudalado e influyente Clayton Anderson (John Forsythe). Sus devaneos –que no la infidelidad- con el playboy Phil Benton (Ricardo Montalbán), culminarán de manera trágica, sirviendo en bandeja al florecimiento del lado oculto de la sinuosa madre de Clayton –Estelle Anderson (Constance Bennett, en su última interpretación cinematográfica)-. Será el inicio de un tortuoso camino de autodestrucción para nuestra protagonista, quien tendrá que asumir el abandono de la cómoda vida que llevaba, incluyendo en el mismo el hacerse pasar por muerta y asumir otra identidad, renunciando a su marido e incluso a su propio hijo. Todo un auténtico vía crucis de degradación personal, a la que el destino le trasladará al ser acusada por el asesinato de un hombre que pretendía que delatara su vida anterior. Será la catarsis propia de todo folletín, que irá sucedida de la búsqueda de la redención, y que en esta ocasión destacará en la ausencia del más mínimo matiz crítico, erigiéndose su metraje –en el que, con todo, hay que destacar un ritmo bastante adecuado- como una propuesta anacrónica y estéril, en el que no dejará de estar presente un alcance conformista y reaccionario. Era este un factor que Sirk logró dinamitar en sus conocidos dramas, pero que en este caso demuestra que no solo hacen falta ingredientes valiosos para realizar un buen producto, sino que es esencial, y más en un producto de este tipo, la mano maestra de un estilista de primera fila, para poder sacar partido a un argumento que es cierto que permitía pocas posibilidades, más que para servir como esqueleto para un argumento de la más baja ralea.
Un folletín que en este caso además adquiere la condición de extraño anacronismo, sin que paradójicamente llegue a la condición de enfermizo –como podrían serlo determinadas propuestas de Robert Aldrich o algunas previas como THE ROMAN SPRING OF MRS. STONE (La primavera romana de la Sra. Stone, 1961. José Quintero)-, o de mirada distanciada en torno al contexto social que retrata. Nada hay de ello ante una película que discurre por los cánones más convencionales, pero que resulta vieja desde el primer hasta el último fotograma. Todo reviste la impresión más convencional posible, la malvada madre del esposo es aviesa en sus miradas, el devaneo amoroso de la protagonista será debidamente castigado –no así el desapego familiar del esposo ni las ambiciones laborales y políticas de este-. Se trata de convenciones que son mostradas con el lujo típico de las producciones de Hunter, pero que en esta ocasión demuestran esa condición anacrónica y carente de interés, buscando un éxito de público que tuvo en su momento, aunque ello estuviera al margen de cualquier ambición artística que no fuera proporcionar un último vehículo a una Lana Turner que se deja filmar con todo tipo de rictus y mohines.
En realidad, además de ese buen montaje, estimo que esta última MADAME X, tan solo adquiere una cierta autenticidad en los minutos finales, en los que la protagonista descubre que su joven abogado defensor es su propio hijo. La planificación de las secuencias del último encuentro entre ambos, dominadas por un eficacísimo plano – contraplano, la dirección de los dos intérpretes –la Turner y el joven e impecable Keir Dullea-, dan la medida de lo que podría haber dado de sí una película que solo en esos pocos minutos alcanza cierta autenticidad. Una autenticidad que hubiera necesitado de la ya inexistente presencia de un Frank Borzage, y no la de un Lowell Rich incapaz de extraer esas gotas de intensidad melodramática imprescindibles en un argumento tan desopilante. En definitiva, una mera arqueología en lujosos colores, indigna heredera de una corriente inolvidable para el género.
Calificación: 1
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alfonso -