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CINEMA DE PERRA GORDA

David Miller

SATURDAY’S HERO (1951, David Miller) El ídolo

SATURDAY’S HERO (1951, David Miller) El ídolo

Cualquier aficionado avezado que pudiera intuir las características de SATURDAY’S HERO (El ídolo, 1951), estoy seguro que se forjaría una imagen previa poco atractiva. Ni la presencia como realizador del por lo general impersonal David Miller, ni el protagonismo de anticinematográfico John Derek, unido al tema tratado en la película, parecen evitar predisponernos a un relato convencional sobre el ascenso y la caída de uno de esos tantos efímeros ídolos creados en torno a la alienación colectiva puesta en marcha por los deportes de masas. Cierto es que en buena medida su premisa argumental –debida al alimón a Sidney Buchman y Millard Lampell, a partir de la novela de este último, titulada The Hero- responde a los cánones antes citados,  y cierto es también que ese carácter de mirada desencantada sobre la falacia deportiva, puede que tarde demasiado en cobrar protagonismo en el film. Sin embargo, ello no debe impedirnos reconocer en su contemplación las cualidades de una película valiente –la mano de Buddy Adler como productor debió ser un aval suficiente-, que combina la visión descriptiva de un mundo de clase modesta, la interacción de su protagonista entre acceder a un estatus universitario con el noble objetivo de profundizar en el conocimiento, y su fagocitación como simple y atractivo producto deportivo, a partir de sus probadas dotes con el rugby. En esa mezcla de crónica agridulce, de visión desencantada de un objetivo existencial, y en la decepción final ante una realidad que se aleja por completo de lo que ansiaba su protagonista, se desarrolla una película que tiene la virtud de ir desarrollándose en un sostenido crescendo, expresarse con una planificación adecuada y sensible –atención al uso de los espejos, especialmente en su tercio final-, y contar además con un admirable montaje –obra de William A. Lyon-, que proporciona al relato una agilidad notable. Cierto es, que por el contrario, su metraje ofrece quizá excesivas secuencias en las que se desarrollan entrenamientos y jugadas relacionadas con el deporte en cuestión que, es probable, serían las más apreciadas por los espectadores de la época, pero que quizá resulten lo más prescindible de un film que, justo es reconocerlo, me parece lo más valioso legado por la filmografía de ese tan discreto como competente artesano que fue David Miller –junto con el apreciado LONELY ARE THE BRAVE (Los valientes andan solos, 1962), en el que la valía del planteamiento argumental de Dalton Trumbo, fue un elemento de partida de extrema seguridad, para que Miller rodara a partir del mismo una interesante película-.

SATURDAY’S HERO describe en sus sugestivos minutos iniciales, una crónica descriptiva del entorno familiar en que vive nuestro protagonista. Este es Steve Novak (un John Derek del que Miller logra extraer un trabajo solvente), joven procedente de una familia obrera de inmigrantes polacos, que despunta en su habilidad con el juego de rugby. Este cuarto de hora inicial, parece preludiar por su planificación y capacidad descriptiva, aquellos títulos que pocos años después lograrían ofrecer al cine USA crónicas cotidianas largamente premiadas y hoy día poco menos que olvidadas –las producciones dirigidas por Delbert Mann con guión de Paddy Chayefsky-. Miller logra en estos minutos de apertura una visión de conjunto tan cotidiana como realista, de ese entorno obrero en el que nuestro protagonista se ha criado –huérfano de madre, siempre ha vivido con su padre, trabajador hasta avanzada edad, y junto a su hermano mayor, que por una invalidez no puede ocupar empleos-. Como era de esperar dadas sus habilidades, pronto será acosado con ofertas de diversas universidades, siendo asesorado por su mentor Eddie Abrams (Elliot Lewis), para que acepte la oferta más lucrativa cara a su carrera. Sin embargo, Novak decidirá desde el primer momento acceder a la propuesta de la prestigiosa universidad de Jackson, consciente de su prestigio académico. Allí podrá compatibilizar su vocación deportiva con su sed de conocimiento. A partir de ese momento, el film de Miller quizá pierda algo de su brillantez inicial, ya que todos aquellos episodios que marcan la integración del protagonista en ese contexto de estudiantes deportistas –entre los que se encontrará un joven Aldo Ray-, hoy día aparecen bastante superados y escorados al estereotipo más ramplón, además de resultar en algunos casos –las secuencias de entrenamientos- incluso soporíferas. Pero por fortuna, la película sabe alternar estas situaciones, con la inclinación natural del muchacho con el estudio, teniendo como principal valedor en ello al veterano profesor de inglés Megroth (un excelente Alexander Knox). En la interacción entre maestro y alumno, es probable que se establezcan algunas de las secuencias más hermosas de la película, plasmándose en la pantalla la fascinación que para Novak va ejerciendo el descubrimiento del placer de la literatura alentado por su profesor, y logrando con ello esa sensación de plenitud existencial que, en el fondo, el joven jugador de fútbol americano ansiaba por encima de todo. En la combinación de ambas vertientes, el film de Miller introduce otro elemento de interés a partir del conocimiento de Novak de la persona que está haciendo de mecenas suyo –T. C. McCabe (el siempre ambivalente y magnífico Sidney Blackmer)-. Se trata de un hombre de buenas maneras, al que poco a poco iremos descubriendo no solo en sus auténticas intenciones, sino sobre todo en una personalidad dominante de tintes oscuros.

Una vez planteadas dichas premisas, SATURDAY’S HERO se articula como una crónica no desprovista de dureza, sobre el carácter deshumanizador de esa máquina destinada a fabricar ídolos, y que con la misma facilidad los deja en el camino cuando estos no responden a sus intereses. Será esa la circunstancia que sufrirá el joven Novak después de una trayectoria triunfal, cuando ha sufrido una grave lesión en el hombro, propiciada sobre todo por la ausencia del menor escrúpulo por cuantos deberían haber impedido que un choque inicial se prolongara con una reiterada salida de este. Lo interesante del film de Miller, reside en el hecho de lograr extraer de su trazado todos aquellos elementos que podrían haber incidido en un maniqueísmo en sus personajes. Pese a que en todos ellos aparezcan sus claroscuros, su resultado ofrece una sensación de sinceridad, que a mi modo de ver entronca esta película con otras visiones previas de la trastienda del mundo de los deportes de masas, como la que podría ofrecer EASY LIVING (1949) de Jacques Tourneur. Se plantea en la película –dominada siempre por un sentido del ritmo envidiable- una credibilidad en las acciones, dudas e incluso errores de sus personajes. Será algo que se manifieste de manera muy especial en la sobrina del todopoderoso McCabe –Melissa (Donna Reed)-, siempre sumisa a los deseos de su tío, pero que poco a poco encontrará en nuestro protagonista, esa persona que quizá necesitaba para emanciparse de forma definitiva del mundo de comodidad que este le había brindado desde bien pequeña. Provista de una textura visual precisa –resaltar el oportuno uso de espejos en diversos de sus instantes más intensos-, a la que no es ajena la labor del gran Lee Garmes, ahuyentando de su discurrir momentos en los que el exceso melodramático podría tener un especial protagonismo –de destacar es la sobriedad con la que se describe la muerte del padre de Novak-, cierto es que su conjunto ofrece episodios de alcance casi pesadillesco, como el de muestra la situación de absoluta alienación vivida por nuestro protagonista en medio de un partido, siendo retirado del mismo, y abandonando las instalaciones en estado catatónico, en medio de las ovaciones de un público que desconoce su estado, adentrándose tras ello en un túnel oscuro en absoluta soledad.

Si unimos a ellos el acierto del conjunto de su cast, lo cierto es que SATURDAY’S HERO supone no solo un film a reivindicar con cierto entusiasmo, sino una de las escasas crónicas que el cine norteamericano había ofrecido hasta entonces –quizá con la excepción de la memorable BODY AND SOUL (Cuerpo y alma, 1947. Robert Rossen) -, sobre la alienación y brutalidad que se escondía en el contexto de la práctica de los deportes de masas. Es más, hasta la moderadamente optimista conclusión del relato, ofrece las suficientes aristas para descubrir la historia de un fracaso personal, a partir de cuya catarsis quizá se inicie la luz de una madurez tan forzada como, en última instancia, deseada.

Calificación: 3

SUDDEN FEAR (1952, David Miller)

SUDDEN FEAR (1952, David Miller)

Para poder apreciar y disfrutar de las cualidades –que las tiene- SUDDEN FEAR (1952, David Miller), previamente habrá que situar las anteojeras bien escondidas, dejando de lado el cúmulo de puerilidades que atesora el guión de Lenore J. Coffe y Robert Smith, basado en la novela de Edna Sherry. Un conjunto de artificios de guión que rozan en muchas ocasiones lo inverosímil, de los cuales podríamos extraer numerosos ejemplos y referencias. No destacaré ninguno de ellos. Antes, por el contrario, es lógico plantear la película como una más de esas propuestas del género de suspense basadas a partir de su planteamiento argumental, en la aplicación de guiones más o menos enrevesados, centrados en la búsqueda de la sorpresa por parte del espectador. Es una tendencia que podrían ejemplificar las posteriores LES DIABOLIQUES (Las diabólicas, 1955. Henri-George Clouzot) en el cine francés, o CHASE A CROOKED SHADOW (Sombras acusadoras, 1958. Michael Anderson) en el contexto del cine británico. En pura lógica, y aunque en su momento no faltaran voces que apelaran a la figura de Alfred Hitchcock, estamos bastante lejos del alcance que el maestro británico aplicaba a su cine –por más que en su obra se registraran asimismo lógicos vaivenes de calidad-, siempre acompañado de elementos, obsesiones, matices temáticos y de puesta en escena, que se encuentran absolutamente ausentes en los títulos que comentamos. De todos modos, tanto las carencias señaladas al inicios de estas líneas, como la ausencia de la hondura presente en el cine de Sir Alfred, o incluso la irregularidad que define el conjunto de SUDDEN FEAR, lo cierto es que, finalmente, el film de Miller se erige como una a ratos atractiva, a ratos inane, y finalmente casi apasionante muestra de suspense puro y físico. No busquemos en el relato sutilezas, connotaciones morales ni una visión del mundo. La película se erige como un engrasado mecanismo de relojería –algo que de alguna manera ya se intuye en sus títulos de crédito-, dejando entrever muy pronto los objetivos que persigue, que no son otros que trasladar al espectador casi dos horas de creciente inquietud y terror.

 

SUDDEN FEAR se inicia de manera muy atractiva. Apenas unos pocos planos nos introducen en las pruebas que se desarrollan en un teatro de Broadway, donde se está realizando el casting de una nueva obra de teatro escrita por Myra Hudson (Joan Crawford). Esta es una rica heredera que no desea vivir parasitáriamente de su fortuna, habiéndose labrado un prestigio como escritora teatral. En dicha selección de reparto, Myra veta la presencia como protagonista de un actor de vigorosa personalidad pero extraño físico, alejado de los cánones de galán. Se trata de Lester Blaine (Jack Palance), quien se quejará de forma airada ante la autora, dejándola prácticamente con la palabra en la boca. La obra será un nuevo éxito –Miller recurre a la elipsis para obviar esta circunstancia, como lo hará en otros aspectos de su argumento, mostrándose pendiente sobre todo por el juego de suspense-, viajando en tren la autora tras el estreno a su residencia en San Francisco. En el trayecto se reencontrará con Blaine, con quien de manera casi inmediata trabará relación. Nuevamente Miller apostará por la elipsis, mostrándonos ya algunos aspectos oscuros de la personalidad de quien, muy pronto, se convertirá en el esposo de la heredera –otro aspecto que la elipsis orillará-. La plácida y entusiasta relación que mostrarán los nuevos esposos, pronto se truncará cuando, merced a un aparato de grabación que la escritora tiene instalado en su despacho –y que el espectador previamente ha intuido tendrá una importancia en el argumento-, descubre que Blaine no solo tiene una amante –Irene Neves (Gloria Grahame)-, sino que ambos plantean el asesinato de Myra, antes de que esta firme su nuevo testamento, en el que la fortuna que atesora de su padre iría a parar a una fundación benéfica.

 

A partir de ese momento, la función se inserta en una espiral de creciente horror, teniendo dos asideros de especial importancia. Uno es, sin duda, la entregada e intensa labor de Joan Crawford en uno de los trabajos más valiosos de su carrera cinematográfica, preludiando ese rasgo grandguinyolesco que algunos años después caracterizará su labor en la pantalla. El otro lo supone la espléndida labor de Charles Lang como operador de fotografía, implicándose al máximo en el protagonismo de una iluminación basada en contraluces de gran expresividad y fuerza, fundamentalmente en el episodio final de la película, pero igualmente en todos aquellos momentos en los que el suspense o la propia tensión del rostro de su pareja protagonista, devienen de especial importancia en la narración.

 

Serán, por supuesto, dos aliados de notable importancia, con los que un David Miller más inspirado de lo habitual en él trabajará de manera inteligente en el devenir de la película, aunque ello no evite en ciertos momentos un gusto al subrayado poco sutil –por ejemplo, en la manera de mostrar las tretas con las que Myra logrará plantear el plan que ha maquinado para revertir la acción de su esposo infiel y su amante, a partir de unas notas falsificadas por ella misma-, y en bastantes otros las propias inconsistencias del guión aparezcan como lastres que impiden que el conjunto alcance cotas de superior complejidad. En esa vertiente tenemos que incluir, forzosamente, la propia configuración del romance entre la pareja protagonista, la propia reacción temerosa de la esposa cuando escucha la grabación que la sitúa en grave peligro de ser asesinada –cuando lo habitual sería avisar a la policía-, o posteriormente el artificioso plan que la propia amenazada planea para revertir la situación –que, no obstante, brinda un fragmento de interesante suspense físico, con el allanamiento por parte de la protagonista del apartamento de Irene-. Son, sin duda, situaciones y giros que limitan el alcance de una película que, pese a todo, alcanza en su discurrir momentos atractivos –como el episodio que tiene lugar en la casa de verano de la rica heredera, que es encuadrada en sus exteriores acentuando la peligrosidad de sus escaleras que rondan un precipicio; un marco que, curiosamente, nunca más tendrá protagonismo en la narración-.

 

De cualquier manera, justo es reconocer que la conjunción de cualidades y lugares comunes que alterna de manera casi constante SUDDEN FEAR, proporcionan unos veinte minutos finales que podrían, por derecho propio, engrosar cualquier antología del suspense cinematográfico. La combinación del largo, casi extenuante episodio, en el que Myra se encuentra encerrada en el armario, sufriendo casi hasta la extenuación la llegada de su esposo, inicia un fragmento casi carente de diálogos, en el que la modulación del suspense, la fuerza de la contrastada iluminación, el aprovechamiento de los detalles –ese pequeño perro mecánico que acentúa con su discurrir el horror que sufre la esposa escondida-, y la fuerza de la interpretación, alcanza un paroxismo que tendrá su prolongación en la furiosa persecución por un nocturno y casi fantasmal San Francisco, por parte de un furioso Lester a la aterrorizada Myra. No importa que la peripecia final pueda posteriormente ser vista como artificiosa, ya que en esos instantes es vivida por el espectador con una intensidad rara en el contexto del cine norteamericano de aquel tiempo. Todo ello propiciará una conclusión tan moralista como liberadora para esa Myra que, paradójicamente, de ejercer como triunfante autora de obras teatrales, tuvo durante un fin de semana que protagonizar como actriz un melodrama trágico, antes de escribir la obra quizá más artificiosa de toda su carrera, aunque esta se convirtiera en la que vivió de manera más cercana.

 

En definitiva, no intenten buscar en SUDDEN FEAR las complejidades de títulos previos como SUSPICION (Sospecha, 1941) o STAGE FRIGHT (Pánico en la escena, 1950), ambas de. Alfred Hitchcock, pero no cabe duda que en sus mejores momentos se erige como un eficaz producto de suspense, en el que el artificio dejará paso a la más genuina manifestación física del miedo.

 

Calificación: 2’5

BACK STREET (1961, David Miller)

BACK STREET (1961, David Miller)

Contemplar una película como BACK STREET (1961, David Miller) –jamás estrenada comercialmente en nuestro país-, presenta para mi una cierta sensación de asistir a un modo de entender el cine ya caduco, y que en el terreno concreto del melodrama, debió concluir en la Universal, cuando Douglas Sirk, decidió repentinamente abandonar la profesión tras su inolvidable IMITATION OF LIFE (Imitación a la vida, 1959). Ante un referente y un logro tan rotundo con este, tan solo cabría elucubrar el camino que hubiera emprendido el realizador alemán de no haberse producido una retirada tan abrupta, partiendo de la base del estruendoso éxito que esta película logró en su momento. Es decir, que a la hora de valorar esta cumbre del melodrama cinematográfico, es lógico separar lo que la película ofrecía en su vertiente argumental –que es lo que en su momento posibilitó tal aceptación popular-, y lo que en ella confluía de evolución y sublimación estética del cine de su autor. Podría ser, en cualquier caso, que el espectador de la época pudiera insertar ambas vertientes en un mismo lote, es el rédito de ventaja que podemos observar en nuestros días. Para ello, nada mejor que acudir a títulos como BACK STREET, con el que el astuto productor Ross Hunter quiso prolongar la estela de éxito de los últimos títulos de Sirk.

 

Para ello, retomó –una vez más-, un argumento basado en la novela de Fannie Hurst, que ya había filmado en los años treinta también para la Universal el especialista John M. Stahl –BACK STREET (La usurpadora, 1932)-, y posteriormente retomó Robert Stevenson con BACK STREET (Su vida íntima, 1941). En el primero de los ejemplos citados –según referencias- se trata de un auténtico clásico del género, mientras que su remake de los cuarenta, no se tiene en tanta consideración. Sin embargo, en esta ocasión nos encontramos con la demostración palpable de cómo con una base más o menos similar a la utilizada por Sirk, su resultado no puede ser menos atractivo. No estoy hablando, empero, de una mala película, pero sí de un título gris que hace añorar una manera de entender el cine que supo trascender materiales de derribo, sobre el que se edificó, título tras título, una clara demostración de las intrínsecas propiedades del lenguaje cinematográfico. Cierto es que no todos los melodramas firmados por el alemán en aquellos años lograron similar nivel de calidad. Sin embargo, es a través de la cartesiana grisura de BACK STREET –versión 1961-, con la que podemos por un lado contraponerla con el arrojo, barroquismo e inventiva visual con la que Sirk logró trascender su cine, y al mismo tiempo apreciar como un género como el melodrama no se podía enfrentar ya en pleno cine moderno de la manera en la que lo plasmó en esta ocasión el siempre tan correcto como escasamente inspirado Miller –quien sin embargo, poco tiempo después, ofrecería el mejor título de su filmografía, debido fundamentalmente al hecho de partir de unos elementos de base y de producción notables-, asumiendo un argumento que exige exceso, y en todo momento se inserta en unos límites de corrección dramática que, en este caso, no sientan demasiado bien a su conjunto.

 

La verdad es que lo que más me atrae de la película –más allá de reconocer que se trata de un producto entretenido y que se degusta con relativa placidez-, es la manera con la que en los primeros minutos se logra entrelazar la vida de sus dos protagonistas. Rae Smith (Susan Haward) es una joven diseñadora de moda deseosa de triunfar en su profesión, que de manera casi inesperada verá ligada su vida a la del joven militar Paul Saxon (John Gavin). Una vez finalizada su condición de voluntario se dispone a regresar a su entorno habitual –se trata del heredero de una cadena de almacenes-, y el destino le verá repentinamente unido a Rae, a la que incluso ayudará a zafarse de un presunto cliente de la misma que solo se muestra deseoso de mantener contacto carnal con ella. La manera con la que Miller muestra el reiterado reencuentro de ambos personajes –el uso de atractivos planos de grúa que los une en el recibidor del aeropuerto y en las dos habitaciones contiguas-, además del alcance de comedia que ofrecen dichas secuencias, suponen sin duda un atractivo inicio para una película, en la que quizá puedan sobrar las forzadas sonrisas de John Gavin. Ese mismo nexo de unión será, personalmente, el elemento que más valoro en esta extraña relación que, a lo largo del tiempo y la contrariedad del entorno de ambos enamorados, permitirá que su unión se mantenga, se distancie y se vuelva a establecer, de una manera caprichosa y dominada por el destino. A partir de esa premisa, lo cierto es que pese al demostrado empeño de Miller por imitar algunos elementos prestados del cine de Sirk –los reflejos en los espejos, su look fotográfico, la importancia de la inserción de conocidos temas de música clásica en los instantes en apariencia más intensos-, BACK STREET es una película que se paladea y olvida con la misma facilidad. Falta en ella el único camino posible para que su planteamiento funcione con la debida precisión; la emoción. Una emoción que solo podría ser expresada con una intensidad dramática que se encuentra ausente de una propuesta que lo intenta en algunos momentos, pero que bajo mi punto de vista solo lo alcanza en su secuencia final –ese reencuentro de los hijos de Saxon con la amante de su padre, prácticamente imposible de creer en una mente racional, pero efectivo como tal conclusión melodramática-. Al margen de ese instante, la película parece discurrir sin garra ni fuerza, integrando personajes que casi parecen descritos con los trazos de la caricatura –la casquivana esposa de Saxon, el jefe de Rae que encarna el veterano Reginald Gardiner-, dejando de lado momentos que cabría acentuar por su intensidad, utilizando en exceso la elipsis, y no dominando con demasiado acierto el registro de comedia sentimental.

 

Junto a ello, es evidente que con su pareja protagonista se corrió no poco riesgo, al utilizar a una Susan Haward inclinada a registros más extremos, dentro de un personaje dominado por la contención. No puede decirse que ofrezca un mal trabajo, aunque su registro no sea el más adecuado para un argumento que pedía carne y ofrece comida de régimen. Unamos a ello el desajuste de Gavin –un buen galán al que Sirk solo aprovechó precisamente potenciando su inexpresividad y acentuando su atractivo pasivo-, y con ello llegaremos a secuencias teóricamente tan intensas como la que sucede al accidente de este y su mujer y su llamada in extremis a Rae, que en su plasmación en la pantalla estarán a punto de rozar el ridículo. Decididamente, el melodrama cinematográfico de la Universal debió concluir cuando Sirk decidió abandonar sus tareas como realizador. Curiosamente, el propio promotor de esta manera de entender el género –Ross Hunter-, entendió el artificio que había creado, cuando unos cuantos años después planteó una auténtica parodia de este subgénero en la divertida comedia musical THOROUGHLY MODERN MILLIE (Millie, una chica moderna, 1967. George Roy Hill), en la que por cierto el propio Gavin accedió a parodiar su propio personaje.

 

Calificación: 1’5