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CINEMA DE PERRA GORDA

Edmund Goulding

MISTER 880 (1950, Edmund Goulding) El caso 880

MISTER 880 (1950, Edmund Goulding) El caso 880

Artífice de una filmografía que se remonta a las postrimerías del periodo silente, realizador cualificado con destreza dentro del manejo del melodrama, lo cierto es que aún no ha llegado el momento en que haya sido analizada con detenimiento la filmografía del inglés Edmund Goulding, que realizara la mayor parte de su obra en Estados Unidos, desplegando una filmografía que se extiende a más de cuarenta títulos, entre el que siempre se suele citar como el más valioso –quizá por su singularidad y atrevimiento- NIGHTMARE ALLEY (El callejón de las almas perdidas, 1947) –del que no voy a negar su considerable valía e incluso algunos episodios magistrales-, pero del sin duda me quedaría entre la parte de su obra que he podido visionar, con el previo THE RAZOR’S EDGE (El filo de la navaja, 1946), que no dudo en considerar uno de los mejores melodramas surgidos de Hollywood en la década de los cuarenta. Por lo general al servicio de las directrices de los grandes estudios –fueran estos Metro, Fox o Warner-, y dentro de los mismos a sus estrellas más características, lo cierto es que la profesionalidad ofrecida por Goulding ha logrado sobrevivir con el paso del tiempo, quizá por su experiencia paralela –entre otras insospechadas facetas- como guionista –y, con ello, su facilidad por la compresión de la psicología de sus personajes- o, fundamentalmente, la capacidad que demostró para expresar visualmente el mundo interior expresado por los seres que poblaron sus historias. Películas que en líneas generales se conservan en un buen estado –aunque confieso que el recuerdo que conservo de GRAND HOTEL (Gran hotel, 1932), aunque muy lejano, escapa a esta calificación tan positiva-, y demuestran que nos encontramos ante un ejemplo más de cineasta en el que quizá no encontremos un auteur en la expresión más trasnochada del cahierismo, pero sí un profesional artífice de no pocos buenos títulos.

Dicho esto, y realizando un análisis a la filmografía de Goulding, tras ese viraje al universo de lo “bizarro” con resonancias al cine de Tod Browning que proporcionó la citada NIGHTMARE ALLEY –que presumo descolocó a no pocos espectadores y críticos de la época-, su cine se adornó de una patina más blanda –sin que ello suponga un adjetivo peyorativo-, escorándose dentro del ámbito de la comedia, hasta llegar a un final de filmografía poco digno de la misma, al servicio de melifluas estrellas canoras como Pat Boone con MARDI GRAS (Martes de carnaval, 1958). Era evidente que, como le sucediera a tantos compañeros de profesión ya veteranos, a Goulding le pilló con el pie cambiado el enorme cambio estructural vivido en Holywood en aquellos tiempos, hasta que su relativamente prematura muerte en 1959 –con 68 años de edad-, nos privara del camino que hubiera podido girar, presumiblemente inmerso en el mundo televisivo. En cualquier caso, en ese periodo que va desde el más duro de su obra hasta la conclusión de la misma, se encuentran algunas comedias de cierta resonancia capriana, una de las cuales es MISTER 880 (El caso 880, 1950) que emerge con no pocos elementos de interés, debido sobre todo a la mezcla de elementos que se combinan en la misma, procedentes de un caso real, y llevados a la pantalla de la mano del experto colaborador de Capra -Robert Riskin-, a partir de un artículo periodístico de St. Clay McKelway. Su propuesta es bastante sencilla de apariencia, ya que nos relata una historia tan inusual en su planteamiento como cotidiana en su desarrollo; la historia de Skiper Miller, un bondadoso anciano dedicado a fabricar dinero falso con la sola intención de mantener su modestísimo modo de vida, y siempre en billetes de un dólar. Durante años ha venido realizando dicho procedimiento, a través de unos billetes caracterizados por una ostentosa falta ortográfica –reflejan Wahsington en vez del correcto Washington-, pero precisamente esa extraña dosificación, es la que ha permitido tener en frustrada alerta a los responsables de los departamentos correspondientes del estado, que por otro lado si han capturado a falsificadores de superior calado. Sin embargo, pese a esos diez años en los que el denominado “caso 880” se ha encontrado presente, parecía quedar ya en el ostracismo, la persistencia del joven agente Steve Buchanan (Burt Lancaster), es el que con la ayuda de su veterano compañero McIntire (Millard Mitchell), se imbuyan en la búsqueda de este extraño falsificador que les ha tenido en jaque durante años, y que al mismo tiempo ha roto todos sus esquemas. Un día, la casualidad permitirá encontrar un nexo de unión, al descubrir que la joven Ann Winslow (Dorothy Maguire) ha cambiado uno de dichos billetes. Ella es vecina de Miller y, de forma inadvertida, ha sido sometida a uno de los cambios de billetes de este. A partir de ese momento, se irá cercando el círculo en torno a la figura de este entrañable anciano, al tiempo que entre Steve y Ann se establezca una relación, inicialmente buscada por el primero para intentar sacar de esta información que le acerque el descubrimiento del caso, aunque poco a poco se incline a terrenos más personales.

Siendo como es un título apreciable –incluso por momentos brillante-, si algo destaca en MISTER 880 es la articulación y combinación de elementos y tendencias. Si sus primeras imágenes e incluso su look visual –cortesía del siempre excelente Joseph LaShelle-, nos remiten al cine policíaco verista de la 20th Century Fox –estudio de producción del film-, no es menos cierto en que muchos momentos la presencia de una sintonía navideña en su fondo sonoro –por lo demás innecesaria-, nos advierte que nos encontramos ante una fábula amable, en la que parece contraponerse el concepto del sentido del deber y la fuerza del humanismo. Todo ello sin estridencias, siempre con un tono amable y agradable, adecuando Goulding el juego de sus cuatro magníficos intérpretes principales –en especial un soberbio Edmund Gwenn, que sustituyó a Walter Huston tras su muerte, y sin cuya presencia la película jamás hubiera logrado la emotividad que alcanza en varios de sus mejores momentos-.

A partir de esa combinación de elementos –la crónica de una investigación policial, la descripción paralela de diferentes estratos de la vida social de la Norteamérica del momento-, Goulding articula un relato eficaz, en el que quizá tan solo se registren algunos altibajos en determinados momentos en los que se va ligando la relación de los dos jóvenes protagonistas, o quizá en el apresuramiento con que se describe su final –que pese a su emotividad sin duda hubiera podido dar más juego-. Sin embargo, no cabe duda que en su ligero discurrir no solo destacan todas aquellas secuencias en las que Gwenn tiene acto de presencia –caracterizadas por la extrema bondad e ingenuidad del anciano-, e incluso algunas que sorprenden por su inventiva visual, como aquella en la que Goulding encuadra el deliberadamente buscado encuentro de Buchanan y McIntire con Ann, ubicando la secuencia desde el interior del escaparate de una galería de arte, y remitiéndonos con ello al propio cine mudo. Uniendo a ello la capacidad descriptiva puesta a punto a la hora de desarrollar escenas en ese parque de Long Island –desahogo de tantas frustraciones urbanas-, la soledad que despliegan todos los instantes que muestra la austera vivienda de Miller –o incluso el encuentro inicial que tiene con el siniestro arrendatario-, demuestra como Goulding sabía alternar diferentes registros –justo hay que señalarlo, no siempre con la misma eficacia-, en un conjunto que se mantiene con un nada desdeñable grado de validez aunque, vuelvo a reiterarlo, no entenderé que pinta en su desarrollo la música navideña.

Calificación: 2’5

THE OLD MAID (1939, Edmund Goulding) La solterona

THE OLD MAID (1939, Edmund Goulding) La solterona

Mitificadas en su momento, condenadas años después al menosprecio crítico, los melodramas de la Warner de finales de los treinta e inicios de los cuarenta, al servicio de estrellas como Bette David o, en menor medida, otras actrices como Joan Crawford u Olivia de Havilland creo que están precisas de un análisis desprejuiciado y más pormenorizado. Desprejuiciado, en la medida que casi todos ellos poseen un grado de interés medio que quizá fue obviado cuando la pasión por sus actrices protagonistas quedó sepultada por el análisis de propuestas que fueron despachadas de forma poco sutil como “cine de estudio” ¡Claro que lo eran! Pero no cabe duda que detrás del servilismo a unas actrices, se encontraban productos que, en algunos casos, se elevaban a un grado de interés más bastante notable. Fue un contexto en la que la incardinación de materiales de base de desigual interés, o profesionales más o menos implicados o inspirados, dieron como resultado títulos en ocasiones brillantes. De entre los mismos, no dejaría de destacar la intensidad que emanaba NOW, VOYAGER (La extraña pasajera, 1942. Irving Rapper), y del mismo modo me gustaría resaltar la vivacidad, el ritmo y la frescura que ofrece THE OLD MAID (La solterona, 1939), que más de setenta años después de su realización, se mantiene con una vigencia envidiable, y de alguna manera nos hace volver la atención sobre la figura de su realizador, un Edmund Goulding que siempre mostró su destreza en el género, aunque su previa DARK VICTORY (Amarga victoria, 1939) no alcance el nivel del título que comentamos, teniendo que esperar hasta su periodo en la 20th Century Fox para destacar los dos títulos más insólitos y valiosos de su trayectoria fílmica. Me refiero con ello al insólito y bizarro NIGHTMARE ALLEY (El callejón de las almas perdidas, 1947) y, sobre todo, el excelente y previo THE RAZOR’S EDGE (El filo de la navaja, 1946). Sin embargo, no puedo afirmar que con esta producción de la Warner no se exprese la vitalidad que Goulding Emostraba con el género. Lo que le sucede a THE OLD MAID es que está dotada de tal sentido del ritmo, que su metraje está tan ajustado –y aprovechado-, que su fuerza narrativa es tan constante, que uno no deja de sorprenderse de la extraña modernidad de una propuesta que, pese a estar adscrita a un contexto de producción muy delimitado, parece adelantarse a su tiempo.

 

Estamos viviendo los vaivenes de la guerra civil norteamericana en una localidad sureña. En la misma se encuentra a punto de casarse Delia Lovell (Miriam Hopkins) con Jim (James Stephenson), componente de la respetada y acaudalada familia Ralston. Cuando la ceremonia se encuentra en sus horas previas, Delia recibirá una misiva que le anuncia que su antiguo pretendiente Clem Spender (George Brent) ha regresado a la localidad en un intervalo de la lucha tras dos años de ausencia, aunque estaba prometido con ella. Esta, incapaz de acceder a reencontrarse con él, dejará que su prima Charlotte (Bette David) lo reciba y le anuncie la situación, que este asumirá con una mezcla de estoicismo y resentimiento. Acudirá hasta donde se encuentra la futura esposa y tendrá con ella una última charla, finalizando su ya truncado compromiso. Unos meses después, será Charlotte quien despida a Clem cuando acude a sus deberes con el ejército, viviendo la crudeza de una guerra civil que acabará con su vida. Pasarán unos años, y comprobaremos como Charlotte ha decidido independizarse y auspiciar una escuela para huérfanos de guerra, a la que dedicará toda su atención, sin comentar a nadie –solo lo sabrá el Dr. Lanskell (Donald Crisp)- el hecho de que la iniciativa surgió para cuidar a la hija que tuvo de forma ilegítima en su oculto romance con Clem. Esta estará a punto de casarse con otro de los hermanos Ralston, pero en los prolegómenos de los esponsales, le contará a Delia la realidad de esa hija ilegítima, lo que servirá para que esta, simulando otras razones, coarte la boda de cuajo. La repentina desaparición del esposo de Delia –en un accidente de caballo-, forzará una convivencia entre esta –que tiene dos hijos- y su prima Charlotte, que ha asumido el cuidado de la pequeña Clementine, esa hija a la que nunca querrá revelar la identidad de su madre, para lo cual tendrá que actuar como una mujer fría y distante.

 

Lo primero que destacaría en THE OLD MAID es el magnífico ritmo que demuestra la realización de Goulding. Ayudado por el dinámico montaje que proporciona George Amy, y amparado por una banda sonora del en esta ocasión inspirado Max Steiner, sus imágenes poseen una volatilidad en algunos momentos cercana al musical. Alejada del tono reposado que podrían definir otros melos de Warner Bros en aquellos años, Goulding ofrece un discurrir de enorme agilidad en su primer tercio, quizá en consonancia con el entusiasmo juvenil que demuestran sus dos protagonistas –en especial Charlotte, más impetuosa en lo relativo a esos sentimientos ocultos que siempre manifestó en torno a Clem-. La capacidad de síntesis de esos primeros minutos tiene dos magníficas secuencias de montaje, como son el encadenado de planos con el que en apenas unos segundos, nos describirá el discurrir de la guerra civil, finalizando con el incesante desfile de tumbas que nos acercará a la de Clem. Otro encadenado posterior, nos describirá el crecimiento de la pequeña Clementina, mostrándonos una sucesión de planos de sus piernas discurriendo por las calles en sucesivos planos, logrando con ello marcar una magnífica elipsis, hasta que esta se convierta en una despierta joven –encarnada por Jane Bryan-. Será el inicio de una mayor relajación en la narración, que a partir de la opción de la vivencia de las dos primas juntas en la mansión de Delia convertida en viuda, se desarrollará casi en totalidad en los interiores de la misma. Llegados a este punto, hay que destacar no solo la eficacia de la dirección artística de la película, sino sobre todo el aprovechamiento que Goulding logra de la misma hasta cobrar casi vida propia. Las habitaciones, estancias, cortinajes, la escalera… todo cobra en la película un extraordinario protagonismo y viveza, demostrando la agilidad narrativa y el sentido del espacio escénico puesto a punto por un Goulding que se tomó con especial interés la película –en un año en el que rodó otros dos títulos más-. Será a partir de este encuentro, cuando THE OLD MAID adquirirá un matíz más psicológico e interiorizado, centrado en la relación llena de resquemor aunque amable en apariencia mantenida por las dos primas. Era preciso para ello que la dirección de actores fuera precisa y adecuada, y en este sentido el duelo mantenido por Bette David y Miriam Hopkins –esta última, una intérprete necesitada de un especial control para no incurrir en excesos histriónicos-, revestirá una gran altura, ayudado por la presencia mediadora de un magnífico Donald Crisp, que se erigirá como la voz de la conciencia de una historia que conoce en todos sus matices y se reserva para su interior, en la medida de evitar perjudicar a Clementine en su futuro. No se omiten introducir en el relato unas oportunas pinceladas que hablen del clasismo que regía la sociedad norteamericana de aquel tiempo. Pero no es esto lo que proporciona la fuerza a este atractivo drama. Lo que realmente interesa es ese enfrentamiento que se mantiene entre una madre que sacrifica su identidad como tal ante su hija –que siempre la denominará “Tia Charlotte”- para evitarle problemas en su futuro, y de alguna manera manteniendo oculta la expresión de su amor hacia Clem, y aquella mujer que también amó a Clem, pero que prefirió dejar de lado su compromiso para lograr una estabilidad social asegurada. Por tanto Delma luchará de manera inconsciente por hacerse con el afecto de Clementine –no evitará ni en convertirla en una joven caprichosa, ni en dirigir parte de ese afecto a la que sabe es su verdadera madre-, hasta el punto de llegar a adoptarla, para así permitir que en su futuro pueda alcanzar una cierta situación social heredada de ella y, de esta forma, poder casarse con el joven Lanning Halsey (William Lundigan).

 

En todo momento, el grado de introspección psicológica de THE OLD MAID alcanzará una notable altura, ayudado para ello por el gusto por el detalle desplegado por Goulding –esa gargantilla azul que en diversos momentos del metraje servirán para evocar al desaparecido Clem-, o la intensidad que adquieren los apartes vividos por Charlotte, en los que recurrirá a la célebre canción My Darling Clementine, evocadores de ese amor que la mantendrá incólume en su decisión de aparentar ser rígida y antipática ante su hija, para preservarla de todo aquello que podría debilitar su futuro. Así pues, con la anuencia de una dirección de actores precisa y atrayente, el acierto de contar en cada momento de la narración con el tempo adecuado, y la relativa modernidad que Goulding aplicó en su puesta en escena, lo cierto es que a la hora de hacer un cómputo de las producciones más atractivas de Hal B. Wallis dentro del melodrama para la Warner, será justo introducir en un lugar de cierto relieve a esta vigente THE OLD MAID, que culmina además con un cierto reconocimiento hacia Charlotte, aunque este sea, en realidad, tan liviano y evanescente como un simple beso dirigido en el fondo por esa prima que se debatirá en todo momento entre lo que debe o lo que le interesa hacer.

 

Calificación: 3

DARK VICTORY (1939, Edmund Goulding) Amarga victoria

DARK VICTORY (1939, Edmund Goulding) Amarga victoria

Para bien y para mal, DARK VICTORY (Amarga victoria, 1939. Edmund Goulding) es un ejemplo plenamente representativo de ese tipo de melodrama que la Warner Bros, pondría en práctica durante la década de los cuarenta. Serán títulos generalmente dirigidos al público femenino norteamericano, interpretados por grandes estrellas femeninas del estudio –fundamentalmente Bette Davis y Joan Crawford-, caracterizados por un cuidado formal, lances folletinescos, y sin caer en los excesos kistch de los homónimos films de M.G.M. Que al margen del servilismo a estas directrices, surgieran clásicos de la categoría de HUMORESQUE (1947, Jean Negulesco), THE FOUNTAINHEAD (El manantial, 1947. King Vidor) o, en menor medida, MILDRED PIERCE (Alma en suplicio, 1945. Michael Curtiz), pertenece por derecho propio tanto a esos caprichosos azares del sistema de estudios, como al empeño personal de grandes hombres del cine como King Vidor o, en un periodo brillante de su andadura, Jean Negulesco.

DARK VICTORY es la adaptación de una obra teatral –que a mediados de los sesenta vivió otra nueva versión cinematográfica, protagonizada por Susan Hayward-, y en su  conjunto supone por un lado un eficaz y en ocasiones elegante melodrama, mientras que en su vertiente más discutible no propone elementos de especial interés al género, ni a nivel temático ni en el de su propia puesta en escena. En efecto, no se puede negar que nos encontramos con un guión eficaz –a cargo del experto Casey Robinson- y que la realización de Goulding, estando fundamentalmente al servicio de la labor de los actores, se caracteriza por su ligereza, la huída de las mayores truculencias del género y la aplicación de elegantes elipsis que, con el paso del tiempo, permiten que la película mantenga su relativa frescura.

Judith Traherne (Bette Davis) es una caprichosa millonaria, caracterizada por una existencia cómoda y mundana. De repente, su vida irá conociendo un elemento de inflexión al empezará a sufrir una serie de molestias, que finalmente serán tratadas por el Dr. Steele (George Brent). Este le detecta un extraño tumor cerebral que operará finalmente con la intención de extirparlo. La intervención logrará eliminarle las persistentes dolencias, pero la malignidad del mal persistirá, con unas muy cortas perspectivas de vida para la protagonista. Sin conocer Judith la cercanía de su muerte se enamora de Steele, un sentimiento que será compartido por este. De todos modos, la relación que los une se pondrá a prueba cuando accidentalmente la protagonista descubra que le quedan pocos meses de vida. Pese a su rechazo a este fin, finalmente aceptará su destino, casándose con el hombre que ha transformado su vida y retirándose ambos a una tranquila vida en el campo. Allí este proseguirá con sus investigaciones médicas y ella finalmente recibe con entereza la llegada de la muerte.

Delimitada en la ausencia de esos lances folletinescos que poco después caracterizarían los melodramas Warner protagonizados por la Davis, lo cierto es que el film de Goulding ofrece un trabajo lleno de frescura y dinamismo por parte de la actriz, destaca en los contrastes fotográficos característicos del estudio, y ofrece planos largos y eficaces movimientos de grúa, que destacan sobre todo en esa ya señalada frescura que no impide que en determinadas secuencias –fundamentalmente el fragmento final-, adquieran una considerable intensidad.

En cualquier caso, DARK VICTORY no logra trascender la certificación de “típico” melodrama del estudio –una codificación de la que no lograrían evadirse incluso algunos de los excesivamente mitificados “melos” firmados por William Wyler-. En su metraje hay tanto de oficio y eficacia, como de ausencia de auténtica personalidad en la puesta en escena de un Edmund Goulding, que logró sus máximas cuotas de talento algunos años después para la 20th Century Fox. En esta ocasión, se echan de menos una mayor capacidad reflexiva hacia la propia inevitabilidad del hecho de la muerte, en una película destinada ante todo a hacer llorar a las féminas norteamericanas de la época y, a ser posible, de otros países. Y lo logró.

Calificación: 2

NIGHTMARE ALLEY (1947, Edmund Goulding) El callejón de las almas perdidas

NIGHTMARE ALLEY (1947, Edmund Goulding) El callejón de las almas perdidas

Edmund Goulding había desarrollado ya una extensa y no muy atractiva trayectoria como realizador –que le llevó incluso en a filmar la olvidable GRAN HOTEL (Grand Hotel, 1932), galardonada de forma incomprensible con el Oscar a la mejor película de aquel año-. Es curioso destacar como Goulding dio vida a finales de los años cuarenta sus títulos más recordados, dentro de un periodo adscrito a la 20th Century Fox. Entre ellos hay que citar un excelente melodrama como EL FILO DE LA NAVAJA (The Razor’s Edge, 1946) y también la extraña, inclasificable película que nos ocupa –NIGHTMARE ALLEY (1947) –EL CALLEJÓN DE LAS ALMAS PERDIDAS en España-, que emerge a través del paso del tiempo como una de las mayores singularidades que el propio melodrama ofreció en esta década, en una extraña mezcolanza con el cine negro y unos ciertos toques fantastiques que son los que finalmente proporcionan esa atmósfera sórdida y hasta lúgubre que posibilita buena parte de un encanto que se mantiene vigente prácticamente seis décadas después de su realización.

Con una estructura singularmente circular, NIGHTMARE ALLEY se abre con unos planos panorámicos que describen la atmósfera de un sórdido y decadente mundo de los feriantes –en todo momento la excelente labor de fotografía de Lee Garmes es uno de los mejores aliados de Goulding-. En este inicio contemplamos el modo de funcionamiento de una falsa vidente llamada Zeena (excelente Joan Blondell), ante un público formado por incautos que creen las falsas adivinaciones que esta les formula. Zeena es una veterana en la profesión y está secretamente enamorada de Stan Carlishe (Tyrone Power, en el papel más arriesgado de toda su carrera) aunque sigue casada con Pete (Ian Keith), su antiguo compañero de andadura profesional y que se encuentra absolutamente abandonado en su decrepitud a causa del alcohol. Stan es un joven ambicioso y egoísta, dotado de un gran encanto y carisma persona, y no duda en lograr de Zeena la clave –un sistema con el que puede realizar las aparentes adivinaciones ante el público- para entre ambos formalizar un espectáculo juntos. Finalmente lo logra y con la ayuda de la joven Molly (Coleen Gray) aprende todos los secretos que permiten de una sucesión de simples trucos auditivos hacer ver que estamos ante autenticos poderes sobrenaturales. Pero en todo ello se destaca una innata habilidad de Stan para embaucar a la gente, que poco a poco le llevará a subir los peldaños de la fama y hacer de su espectáculo una atracción realmente cotizada.

Es evidente que toda esta descripción del mundo de feriantes, caravanas y personas que hacen su vida de pueblo en pueblo, tiene un notable referente en la obra maestra de Tod Browning LA PARADA DE LOS MONSTRUOS (Freaks, 1932) y tiene una formidable forma de expresión en la narrativa de un Goulding que sabe utilizar los decorados, acertar en la ubicación de la cámara y ser extremadamente valioso en los movimientos de la misma a la hora de desarrollar el movimiento de los actores dentro del encuadre –aún cuando estos se ubican en distancias divergentes; el largo plano en el que Stan tienta a Pete para probar esa bebida que su esposa Zeena le ha prohibido, o el posterior en el que Stan esconde la botella que ha cambiado accidentalmente provocando la muerte del envejecido marido de la veterana adivina de feria-.

Una situación inesperada llevará a la boda de Stan con la joven Molly. Como quiera que esta compartía con él los secretos de la clave, ella será la que se incorpore a él en su número en la gran ciudad, donde muy pronto The Great Stanton-. será una atracción conocida y apreciada. A ella acudirá un día la escéptica psicóloga –Lilith (fascinante Helen Walter)-, que sin embargo queda sorprendida por las aparentes dotes de Stan –le ha tendido una trampa delante del público pero la capacidad de psicología natural de este la capta en pleno espectáculo-. Es por ello que pese a unas relativas reticencias ambos deciden trabajar juntos, actuando de forma fraudulenta y permitiendo que el falso vidente se introduzca en aparentes terrenos de lo sobrenatural que le permitirá granjearse la estima –y el dinero- de conocidos y acaudalados clientes de la psicóloga. La situación marchará viento en popa hasta que uno de los “convencidos” del charlatán quiera que se visualice el espíritu de una antigua novia y este intente que su esposa se disfrace como esta –basándose en fotos que le ha facilitado Lilita-. Pese a sus crecientes reticencias Molly accede a encarnar este espíritu, pero en plena “materialización” finalmente desiste de ello siendo descubierto por el influyente cliente.

Stan ha quedado desacreditado y huye de la ciudad, en una caída absolutamente estrepitosa que le llevará finalmente a aceptar encarnar a un monstruo de una feria que encuentra en su huída. Totalmente deformado y traspasado por el alcohol, Stan finalmente es reconocido por su esposa –que lo había buscado infructuosamente-, renaciendo un extraño rayo de esperanza para el que la pesadilla es prácticamente su único recuerdo, pese a que aún le queden fuerzas para exhibir sus dotes como charlatán ante otros individuos igualmente vencidos por la bebida y los sinsabores de la vida.

Es evidente que EL CALLEJÓN DE LAS ALMAS PERDIDAS es un film tan extraño como ejemplo perfecto de las singularidades que podía permitir el cine en la época dorada de Hollywood. Esa búsqueda de una estrella cinematográfica en pleno apogeo por intentar demostrar que era un intérprete versátil más allá de sus conocidos títulos de aventuras –pienso que una película así no podría haber surgido de uno de los grandes estudios sin el apoyo de un intérprete conocido por el público, y aún contando con un casi seguro escaso eco comercial-. Y es evidente que se parte de una historia realmente alucinante que proporciona Jules Furthman a partir de una novela de William Lindsay Gresham. Un argumento que se introduce en una atmósfera asfixiante, que destaca por una constante huída de moralismos –de ahí ese aire de autenticidad que mantiene-, que no duda en equiparar la psiquiatría como otra forma de charlatanería –algo bastante atrevido en un periodo en el que tanto la sociedad USA como el propio cine estaba imbuido de esa sempiterna influencia-, y en el que al mismo tiempo se habla de la falta de respeto a Dios, se descubren esas formas de superchería que embaucan a los necesitados de la fe, y al mismo tiempo se habla de tomas de postura morales –la inocencia y fidelidad de Molly, la honestidad de Zeena y el egoísmo y ambición mostrados por Stanton y la joven psicóloga. De alguna manera se establecen unas relaciones de dependencia de unos personajes con otros, en un entorno de turbia amoralidad que finalmente tendrá la lógica consecuencia del “descenso a los infiernos” del sablista, embaucador y al mismo tiempo atrayente personaje encarnado con tanta convicción por Tyrone Power.

De forma extraña y junto a esa vinculación de NIGHTMARE ALLEY al melodrama negro de aquella época, hay algunos apuntes que lo emparentan con el cine fantástico tanto en el terreno sobrenatural como en la plasmación narrativa de la película, a los que se entrega Goulding con verdadera dedicación –tal y como por otra parte sucediera con la anteriormente mencionada THE RAZOR’S EDGE-. En este caso ese recorrido por la cámara por nocturnos dominados por la niebla ambientados en los exteriores de las carretas de los feriantes, esa presencia –en off- del monstruo que se exhibe como atracción principal, la absoluta creencia de Zeena por los anuncios que le ofrece el tarot y que aciertan de forma inevitable –el elemento más inquietante de la película-, esos dos instantes fabulosos en los que Stanton nos hace creer al espectador de la veracidad de sus capacidades (cuando en sus actuaciones en salas ya elegantes convence a la psicóloga que ha intentado tenderle la trampa y este se quita la venda provocando su instantánea fascinación; o aquel en el que capta a la anciana hablándole de su hija muerta)-. Al mismo tiempo, la utilización de la elipsis, la dosificada evolución de sus secuencias y su propia e inclasificable configuración general, elevan esta película a la consideración de verdadero clásico y lo ubican con una extraña y generalmente fascinante producción, capaz de atraer la atención de públicos muy diversos, en torno a una autentica singularidad de Hollywood dorado.

Calificación: 3’5