THE GLASS MOUNTAIN (1949, Henry Cass) La montaña de cristal
Dentro de la fascinación que sigo sosteniendo, a la hora de desentrañar la quintaesencia de cineastas dignos de reivindicación en el cine británico, en los últimos años tres de ellos se encuentran en mi nómina, a la hora de atender el visionado de cualquier título de su filmografía que estuviera más o menos a mano. Quiero que se me entienda bien, no se trata de personalidades de reconocido talento, en el que hubiera tramos de su filmografía de todavía lejano alcance genérico –el primer periodo de la obra de Terence Fisher, por ejemplo-. Se trata de algo más certero; la constatación de obras cinematográficas de alto calado, a partir de escasos exponentes contemplados con el paso del tiempo. Hoy por hoy, estas inquietudes las podría concretar en Thorold Dickinson ¡Cuando una retrospectiva total a su obra!, Anthony Kimmins y, en última instancia, Henry Cass. Fallecido este último en 1989 a los ochenta y seis años de edad, solo tres han sido los títulos que he podido contemplar hasta la fecha, de una andadura que se extiende en veinticuatro largometrajes, entre 1937 y 1968, varios de ellos inclinados en el cine policíaco y de misterio. THE GLASS MOUNTAIN (La montaña de cristal, 1949), es la tercera película suya a la que accedo y, de entrada, me confirma el sustrato cultural y la singularidad que ofrece su cine. Nos encontramos con otro ilustre partícipe de ese mundo, entre telúrico y fantastique, que se encuentra reconocido en la andadura de The Archers –Michael Powell & Emeric Pressburger-, y que supongo tuvo en Inglaterra una fecundidad más extensa de lo que se suele admitir. De entrada, el título que comentamos se inserta dentro de esa corriente existente en las décadas de los cuarenta y cincuenta, en la que a través de sus imágenes, y también a partir de sus criterios de producción, asistimos a producciones en las que la fuerza de las culturas imbricadas en su realización, permiten resultados cuanto menos sorprendentes. Al mismo tiempo, el film de Cass se inserta dentro del denominado film d’art, en una tendencia relativamente común en aquelos años, que incluso se extendió a nuestro pais –LA CORONA NEGRA (1950, Luis Saslawsky), DUENDE Y MISTERIO DEL FLAMENCO (1952, Edgar Neville), y que casualmente tuvo en el ámbito cinematográfico mundial un ejemplo bastante cercano en el tiempo –en el que quizá los responsables de la película bebieron a la hora de consolidar el proyecto-. Me refiero a I’VE ALWAYS LOVED YOU (La gran pasión, 1946. Frank Borzage), que en la crítica francesa albergó una serie de encendidos admiradores. En contraposición al asombroso cromatismo del referente borzgauiano, el film de Cass –del que he podido acceder a su versión italiana, titulada como LA MONTAGNA DI CRISTALLO, - se desarrolla en un muy británico y notable blanco y negro, que se inicia –tras escuchar en los títulos de crédito el deslumbrante tema compuesto por Nino Rota-, en la Inglaterra de 1938. Una pareja –la formada por Richard (estupendo Michael Denison) y Anne Wilder (Dulcie Gray)-. Forman un feliz y joven matrimonio, en el que el marido es un músico en busca de la fama y el reconocimiento. Unos breves diálogos introducen la acción en una pequeña mansión ajardinada, ubicada junto al lago que surcan en una canoa. A deseos de Anne, ambos se introducen en el recinto abandonado, ofreciendo la cámara de Cass una mirada muy cercana al cine de terror, en unos apuntes que concluirán con la imaginación de ambos de un futuro en la misma… que muy pronto se hará realidad. Con un rápido y sorprendente montaje, comprobaremos el rápido éxito de Richard, y también la llegada de la II Guerra Mundial, en la que el esposo acudirá como combatiente en la aviación, quedando herido en un accidente aéreo, en una región del norte de Italia. Allí es rescatado por unos partisanos en plena tormenta de nieve, recibiendo la atención y la calidez de la joven Alida (exquisita Valentina Cortesa). Como si asistiéramos a una fantasía irreal, poco a poco, con enorme delicadeza, se producirá un extraño acercamiento –casi podríamos decir que se trata de un encantamiento- entre ambos. La confluencia de un marco natural dominado por la fiereza, permitirá el descubrimiento del músico de la leyenda de la Montaña de Cristal, que aparece imponente en el epicentro del valle. Allí podrá asistIr mientra se recupera de sus heridas, y hasta que finalice la contienda, de la personalidad de la zona en la que se ha visto forzado a residir, y casi como si despertara en realidad al mundo. Esos travellings laterales que acarician los rostros curtidos de los combatientes, mientras escuchan canciones populares, o se percibe la felicidad de los mismos en ese emotivo Te Deum al que asisten todos los habitantes de San Felice, al anunciarse el fin de la II Guerra Mundial. Será el momento de despertar, para un hombre y una mujer que casi sin darse cuenta, han despertado el amor; Richard y Alida. Por ello, la despedida será dolorosa, no pudiendo evitar un prolongado y casi interminable abrazo entre ambos, cuando Richard va a partir en tren de regreso a su hogar.
Una vez en Inglaterra, la ausencia en la inspiración que había iniciado para realizar una ópera basada en esa leyenda que tanto le ha impactado, le hará abandonar el proyecto. Es más, incluso el recuerdo de Alina aparecerá cuando esta ocupe la portada de una revista con motivo de un viaje a Inglaterra. Richard se tornará hosco, intuyendo su esposa la presencia de esa otra mujer, que él le confesará en una secuencia dotada de un gran pudor y delicadeza. Anne se resignará a perder a su marido, volviendo este a San Felice para reencontrarse con Aline –que incluso tiene novio-, y retomar sus tareas de compositor, recuperando su proyecto operístico. Allí recibirá de nuevo a su amigo partisano Tito Gobbi, quien le recomendará ante unos empresarios venecianos, a la hora de financiar su ópera y comprometerla en su estreno en la ciudad de los canales. Hasta allí viajarán Richard y Aline le acompañará, pero también acudirá el viejo poeta Bruce McLeod (Sebastian Shaw), quien aliado con Anne intentará con sutileza separar a la italiana del compositor inglés. Una vez más, el recelo hará acto de presencia, mientras Richard culmina una ópera, que finalmente dirigirá en medio de una gran expectación.
Bajo mi punto de vista, lo que impide que THE GLASS MOUNTAIN adquiera la categoría de logro absoluto, estriba en la sensación que se percibe de que su discurrir no sostiene la intensidad, la sensibilidad y la fuerza que emanan todos y cada uno de los fotogramas del film de Cass, hasta que se produce la dolorosa separación del músico y Alina en tierras italianas. Tendrá que desarrollarse el magnifico fragmento del concierto operístico –todo un placer para los sentidos-, para que la película adquiera esa dimensión que insinuaba ese largo fragmento inicial, posteriormente limitado por una conclusión no por efectiva, menos convencional y, si se permite, algo decepcionante. Ello no impide reconocer que nos encontramos con una obra con pasajes admirables, dotada de enorme singularidad, fronteriza a la hora de conciliar elementos y preferencias culturales –no dudo que hubiera sido una propuesta venerada por directores como Albert Lewin o Edgar G. Ulmer-. Lo señalé anteriormente, la exhibición musical que describirá el estreno de la ópera –que discurrirá de manera paralela con la dramática circunstancia del accidente de aviación de su mujer ¡en la auténtica Montaña de Cristal!-, nos permitirá el deslumbrante pasaje –el momento más asombroso del film- que servirá para describir dentro de la ópera, la presencia de esa voz fantasmal que daría pie a la leyenda. Todo ello dentro de una dramaturgia de marcada aura expresionista, en donde la presencia del viento, el uso de sombras y contraluces, y la propia tendencia de sus cantantes / actores, permitirán unos instantes de arrebatadora belleza. La ópera, en la que destacarán las butacas que Richard había concedido a su esposa, que permanecerán vacías. La aclamación del público no impedirá que este se aleje del eco de la fama, e incluso Alina le anuncie el accidente de su mujer y le anime a viajar a San Felice a por ella. Una vez más, el rastro de la nieve se verá surcado con esa extraña belleza por los rescatadores de Anne, ofreciendo ese elemento de refinamiento visual, a una conclusión que aparece con voz callada, casi sin molestar, pero que carece del aura transgresora que pedía a gritos una propuesta, con todo, tan atractiva como THE GLASS MOUNTAIN, que no hace sino reanudar mi interés en el seguimiento de la filmografía de este casi, casi, apasionante Henry Cass.
Calificación: 3