THE PUMPKIN EATER (1964, Jack Clayton) Siempre estoy sola
No resulta difícil entender que pese a los reconocimientos puntuales que tuvo en el momento de su estreno, dada su aparente condición de exponente de qualité de la cinematografía británica, THE PUMPKIN EATER (Siempre estoy sola, 1964) ha aparecido desde entonces como un auténtico garbanzo negro. El título oculto en la no muy voluminosa filmografía de un cineasta al que el paso del tiempo ha convertido en un referente de especial valía en el cine de las islas; Jack Clayton. Siendo como es un título espléndido, que ha resistido pese a sus debilidades visuales la prueba del paso del tiempo con contundencia, es fácil señalar que puede que aparezca como su exponente menos reconocido. Algo a lo que ha contribuido el simple hecho de permanecer durante largos años sin poder ser visionado. Pero al margen de esta circunstancia de fácil constatación, estoy convencido que en el ámbito de una Inglaterra en la que se introducía el vitalismo del Swinging London, no debió caer demasiado bien una película de enorme amargura y pesimismo, ante la que quizá fuera más sencillo mirar hacia otro lado. Pese al reconocimiento ya lejano de ROOM AT THE TOP (Un lugar en la cumbre, 1959) y el más cercano -aunque menos entusiasta- de THE INNOCENTS (¡Suspense!, 1961) –nada que ver con su inmarchitable prestigio actual-, lo cierto es que la figura de Clayton aparecía como un corpúsculo molesto dentro de la iconografía de cineastas de las que en aquel entonces presumía Inglaterra –otra cosa sería poder comprobar como algunas de dichas figuras hoy día evidencian la caducidad de su cine, y algunas de las que fueron duramente cuestionadas han visto revalorizado o agigantada su vigencia-.
THE PUMPKIN EATER abandona en todo momento cualquier vinculación con el cine de su tiempo, aunque de entrada aparezca como un magnífico reportaje sobre la diversidad y el contraste de la vida inglesa de aquellos primeros años en la década de los sesenta. Los estereotipos y la modernidad de la vida de las islas, sean estas de clases altas u obreras, tendrán cabida dentro de un relato centrado en Jo (Anne Bancroft), una mujer de mediana edad y dotada de un especial estilo, a la que contemplamos en el inicio del film –filmado desde la fachada de la vivienda familiar- con expresión ida. Es la esposa de Jake Armtage (Peter Finch), un reconocido guionista cinematográfico. El recorrido de la cámara de Clayton por el hogar de los Armitage, ya vaticina esa mirada desoladora que se cierne sobre una pareja vacía en su ámbito existencial, acomodada económicamente, y rodeada por unos hijos cuya mayor parte fueron gestados en los dos anteriores matrimonios de Jo. Muy pronto, un flashback nos retrotraerá al momento en que Jo conoció a Jake, cuando aún era la esposa de Giles (Richard Johnson). El flechazo será inmediato, separándose de su segundo marido –el primero fue asesinado-, no sin antes pedir la aprobación de los padres de ambos. Muy pronto aparecerá esa especial inclinación de Clayton por una acentuada utilización dramática del primer plano, elegantemente depurada en la magistral y ya mencionada THE INNOCENTS, y que ya aparecía con fuerza en su debut en el largometraje. Será un arma expresiva que utilizará de manera certera y como decidida elección formal, bajo la que se sustentará la entraña dramática de una propuesta que articula diferentes marcos temporales, asumiendo el uso de elementos quizá presentes sin necesidad, como es el caso de las sobreimpresiones, intentando con ello adscribirse a determinadas corrientes cinematográficas del momento. No importa. Como no importa que en alguna ocasión Clayton inserte subrayados quizá un tanto groseros para incidir en la dramatización de determinadas secuencias –el episodio dentro del zoo en el que Bob Conway (James Mason) revela a Jo que su esposa, Beth (Jaine Conway), es la amante de Jake-. O en la pelea entre la pareja que acontecerá en el propio domicilio, cuando la esposa descubra el engaño a que ha sido sometida por su esposo a la hora de someterse a una esterilización, que es mostrada quizá con innecesario exceso de planos cortos.
Por fortuna, THE PUMPKIN EATER brilla con intensidad a la hora de describir en ocasiones de manera aterradora, la alienación existencial vivida por una mujer acomodada, que ha sacrificado su matrimonio siendo fiel con un hombre que no le ha respondido con la misma moneda. La presencia de esa manada de hijos que rodean al matrimonio –entre los que podemos descubrir a Fergus McClellan, el extraordinario protagonista de la maravillosa SAMMY GOING SOUTH (Sammy, huída hacia el sur, 1963. Alexander Mackendrick)- ejerciendo como molesto corsé para el normal desarrollo de la intimidad de la pareja. O el hecho de que Jo apenas pueda sentirse madre de sus hijos mayores, que se mandaron a estudiar en un internado –las secuencias que mantiene junto a ellos y en casa de su madre, con reveladoras al respecto-. El recorrido del film de Clayton elaborado a partir de la novela de Penelope Mortimer, y siendo Harold Pinter el autor de un guión que conserva no pocos de los elementos que hicieron célebres sus colaboraciones con Joseph Losey, no deja de servir como recorrido a esa Inglaterra que se encamina hacia un futuro de presunto progreso, sin renunciar a la idiosincrasia de su personalidad. La reveladora secuencia en la que Jo se desmaya… yendo de compras en Harrod’s –tal y como Jake se encargará en subrayar-. La presencia de ese sorprendente personaje que encarna la conocida y posteriormente televisiva Yootha Joyce asumiendo el rol de una mujer de sexualidad reprimida y atormentada, quien no dudará en trasladar sus frustraciones a nuestra protagonista –por momentos, parece que nos encontremos ante un breve preludio de REPULSION (Repulsión, 1965. Roman Polanski)-. No faltarán las secuencias confesionales de Jo con ese psiquiatra que han recomendado tanto su marido como sus médicos, que culminarán de manera abrupta en un arranque de extraña sinceridad por parte de la paciente. Es cierto. Quizá en aquel entonces la presencia en pantalla de un aborto pudiera aparecer como instante percutante. Más de medio siglo después, interesa lo que la secuencia describe de renuncia personal de una mujer que, en el fondo, desea tener esa nueva criatura, al objeto de prolongar con su nacimiento su utilidad a una existencia en esos momentos carente del más mínimo aliciente, y que durante años ha estado centrada únicamente en educar y contemplar el crecimiento de su numerosa descendencia.
Pero en una película de la hondura –también los leves elementos que impiden alcanzar la altura de logro absoluto- de THE PUMPKIN EATER, uno destaca la riqueza de matices planteada. Las miradas de sus personajes, la sensación de desolación colectiva que infunde y potencia el extraordinario blanco y negro de Oswald Morris, la melancolía que se desprende de la columna sonora propuesta por George Delerue. La sensación opresiva que se desprende de las secuencias en el interior del domicilio de los Armitage, donde mobiliario, escaleras y habitaciones conforman un extraño laberinto, en el que es casi imposible albergar sentimientos. Y como lógico exponente británico, Jack Clayton aprieta el acelerador a la hora de extraer el máximo rendimiento a su espléndido cast, que combina la referencia americana en la protagonista Anne Bancroft, quien encarna a Jo con una gama de matices que por momentos roza lo asombroso, se extiende a la enorme transparencia y vulnerabilidad transmitida en la mirada de Peter Finch, o la ira apenas contenida del marido burlado que asume el gran James Mason. Sin embargo, considero que es en sus personajes episódicos o secundarios donde se encuentra lo más valioso, lo verdaderamente profundo de la película. Aparece en la hondura y precisión del psiquiatra que asume con admirable precisión un magnífico Eric Porter. En la aparentemente despreocupada personalidad que esgrime Philpot, la joven amiga de Jake, quien aparecerá como una de las primeras conquistas de este, y que recrea con sorprendente frescura una joven Maggie Smith, antes de convertirse en una actriz consagrada. O, finalmente, en la que sería la última presencia cinematográfica del descomunal Cedric Hardwicke, asumiendo el rol del padre de Jo –el instante en que su hija lo visita en su lecho de muerte pasando las manos sobre su rostro apenas fallecido resulta estremecedor-. No obstante, como espectador no puedo más que detenerme e incluso conmoverme, con las secuencias que portan, a mi modo de ver, la mirada más sincera de toda la película. Me refiero a las que protagoniza la madre de Jo –encarnada por una conmovedora Rosalind Atkinson –inolvidable como defensora de Albert Finney en TOM JONES (Tom Jones, 1963. Tony Richardson)- en una de sus escasísimas presencias cinematográficas –su carrera como actriz se centró esencialmente en el teatro y posteriormente en el medio televisivo-. Son apenas dos secuencias en las que se encuentra en pantalla, pero en ellas surge una especial calidez en el relato, precisamente en un momento donde esta asume la muerte de su marido y un inevitable vacío existencial. En la primera de ellas dejará entrever su absoluto escepticismo a la posibilidad de reencontrarse con él tras su muerte –por ello aceptará que su cadáver sea incinerado-. Más aterradora será la segunda de sus apariciones, en un encuentro con su hija tras la pelea mantenida con Jake. En ella se dejará entrever, con una dolorosa aceptación, la deriva de una anciana que se encuentra ya a las puertas de su extinción, casi en comunión con la naturaleza. Será en esas secuencias, cuando la planificación en acusados primeros planos quedará algo más relajada, como si el punto de vista del cineasta dejara de lado la aventura existencial de Jo, y se acerque a la inexorable cercanía del fin de ciclo para esta mujer sufrida, nerviosa y lúcida al mismo tiempo. Poco después, de manera inesperada, fallecerá el padre de Jake asistiendo Jo a última hora al no haberse enterado debidamente, y sufriendo el desdén de su esposo de manera ostensible quedando sola en la dureza del una gélida mañana en el cementerio.
Serán dos severos avisos, para que un matrimonio roto, hundido y sin posibilidad real de iniciar un sendero de auténtica convivencia, acuda uno en ayuda de otro, precisamente recurriendo Jake a esos niños que en el fondo ha detestado en el pasado. Demoledora conclusión de un drama psicológico en el que no pocos estiman se inicia una corriente que recogería precedentes como el norteamericano THE MARRYING KIND (Chica para matrimonio, 1952. George Cukor), prolongándolo en exponentes canónicos como TWO FOR THE ROAD (Dos en la carretera, 1967. Stanley Donen) o ña menos reconocida pero también admirable THE HAPPY ENDING (Con los ojos cerrados, 1969. Richard Brooks). En esta ocasión, Jack Clayton supo desmarcarse de las corrientes dominantes aquellos años en el cine de su país, acercándose en no pocos instantes por influencias de modelos reconocibles como Antonioni o incluso asumiendo ecos de aquellos que Ingmar Bergman comenzaba a aplicar en sus cada vez más desesperanzadas realizaciones. Con ellas, y con una forma muy personal de entender el hecho cinematográfico, logró componer un resultado sin duda poco cómodo, pero que es indudable casi seis décadas después de su filmación adquiere una dolorosa lucidez y, ante todo, la sensación de que apenas hay alternativa para el ya inexistente matrimonio Armitage.
Calificación: 3’5