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CINEMA DE PERRA GORDA

Joe May

A una semana, del XV aniversario de Cinema de Perra Gorda (LXIV) DIRECTED BY... Joe May

A una semana, del XV aniversario de Cinema de Perra Gorda (LXIV) DIRECTED BY... Joe May

El director alemán Joe May, a la izquierda, dirigiendo a Nan Grey y Vincent Price, en THE INVISIBLE MAN RETURNS (El hombre invisible vuelve, 1940).

 

JOE MAY... en CINEMA DE PERRA GORDA

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(4 títulos comentados)

CONFESSION (1937, Joe May)

CONFESSION (1937, Joe May)

¿Qué es CONFESSION (1937, Joe May)? ¿Un remake? ¿Un precedente del film d’art? ¿Un melodrama bizarro en torno a la seducción del arte? ¿Un exponente tardío del expresionismo alemán? ¿Un título inserto dentro de la producción de la Warner? ¿Una historia de redención madre-hija? ¿Una visión de un mundo decadente y sombrío en la Europa de la I Guerra Mundial? Como cualquier gran película –y CONFESSION no solo lo es, sino que reclama a gritos emerger dentro de la producción del melodrama americano de la década de los treinta-, la lectura de sus diversas vertientes, aparecen engarzadas no solo con precisión e inspiración, sino engrandeciendo una película que, de manera paradójica, discurre frustrando en todo momentos las intuiciones del espectador, a través de unos giros dramáticos que, de manera sorprendente, desprenden tal complejidad tanto en su evolución argumental como, sobre todo, brillantez e inventiva en su puesta en escena. No es de extrañar. Las crónicas hablas de que nos encontramos ante una película que se asume como nueva versión de MAZURCA, film alemán dirigido por Willi Forst en 1935. Es más, algunas referencias señalan que se trata de una fiel traslación, con diferentes actores, retomando dicho referente casi plano por plano. Por fortuna, hoy en día hay posibilidad de comprobar dicho enunciado, por que me comprometo en un futuro más o menos cercano a valorar esta circunstancia. En cualquier caso, sería algo que habría que analizar con seguridad, asumiendo la presencia –y es algo que se percibe casi desde su primer fotograma- del alemán Joe May como firmante de la misma. Incluso aceptando la veneración que al parecer mantenía May por la película que volvió a trasladar en imágenes. Lamentablemente, todavía es pronto para situar la figura de May en el lugar que merece, como uno de los grandes realizadores surgidos en el expresionismo alemán, que acabó sus días filmando series B en USA, teniendo que montar un restaurante para asegurar su subsistencia. Hasta la fecha, tan solo he podido contemplar cinco de los títulos que componen su amplia filmografía, y son muestra suficiente para apreciar las cualidades de un cineasta de primerísima fila, al cual solo un prematuro fallecimiento –antes de que surgieran las corrientes criticas que recuperaron tantos cineastas-, y un olvido de su cine, han impedido que hasta la fecha su figura ocupe el lugar que intuyo merece –haría falta una cuidada retrospectiva para ello-. El derroche de talento cinematográfico que despliega CONFESSION, en el que se aprecian ecos de la obra precedente del cineasta, de entrada por el inequívoco aire europeo que asume la propuesta. Más allá de estar situado su argumento en un ámbito centroeuropeo, las propias elecciones formales de May, denotan en todo momento esa traslación de la impronta alemana, situando su conjunto, muy por encima de su condición de vehículo para la estupenda y hoy olvidada Kay Francis, entro del ámbito de la producción de la Warner Bros, en un contexto de producción del que la película que comentamos, se aleja por completo.

La película se inicia, llevando al espectador a un contexto equívoco, acercándonos al terreno proteccionista de la joven Lisa, que por primera vez va a vivir apenas unos días al margen del cariñoso amparo de su madre. Junto a una amiga, intentará librarse del elegante y persistente acoso de un galanteador, que muy pronto descubrirá se trata de un conocido pianista –Michael Michalow (Basil Rathbone)-. Pese a su recelo, la persistencia de este le hará caer en su embrujo, siendo ella como es, estudiante de un conservatorio musical.  Cuando su madre haya vuelto al hogar, y aunque la muchacha haya rogado al pianista que no se ponga más en contacto con ella, no podrá resistirse a una noche más de galanteo, de alguien que pese a sus temores, le ha permitido abrir los ojos al mundo, y de quien se va a despedir ya que se marcha a Paris. Todo el fragmento descrito en una gran sala de fiestas, es el primer gran tour de force de la película, destacando tanto en la fuerza con la que transmite la atmósfera decadente de una multitud que busca el escapismo para huir de la situación convulsa que se intuye, como la destreza con la que la utilización de la grúa por parte de May, permite integrar en el relato al personaje de una avejentada cantante, que muy poco después será, repentinamente, determinante en la trama –Michael se sorprenderá y querrá huir, cuando la contemple-, hasta el punto de matar al pianista, confundiendo los disparos de la actuación de un tirador, con los que emanan de la pistola que la cantante –Vera (Kay Francis)- tirará al suelo, tras acabar con su víctima. La imagen del arma fundirá con la presencia de la misma, en lo que pronto descubriremos se trata de una vista judicial, en la que Lisa ejerce de testigo y Vera de acusada, sin que quiera abrir la boca para argumental el más mínimo apunte en su defensa. Para describir el marco de la situación y el contraste con el anterior fragmento, describirá una deslumbrante grúa de ascenso y retroceso, que culminará en un enorme plano general, donde las personas parecen quedar engullidas. La presencia de una extraña maleta cerrada, provocará un inesperado y temeroso cambio de actitud en la acusada, quien aceptará hablar, a cambio del desalojo de la sala, apelando a la reserva de lo narrado. El juez atenderá la demanda, pese a las protestas del fiscal, iniciándose un largo flashback que se prolongará hasta casi la conclusión de la película. El mismo nos remontará hasta un pasado en el que Vera era una reconocida cantante, que se encontraba bajo el influjo profesional de Michael, aunque a punto de casarse con el militar Leonide Kirow (Ian Hunter). El largo fragmento nos permitirá conocer que el conocido pianista fue siempre un hombre mujeriego que utilizó sus encantos para complacer sus deseos, sin que ello le hiciera reparar en el más mínimo sentido de la ética.

La película no deja de mostrar la inestabilidad de un contexto de guerra, en el que Leonide acudirá al combate, quedando su esposa a merced del cuidado de su pequeña, hasta que pasado el tiempo, y ante el consejo del médico que ha ido a visitar a su hija, le lleve a aceptar asistir a una lujosa fiesta. Allí se reencontrará inesperadamente con Michael, siendo ello tanto el indeseado reencuentro con un pasado que desea olvidar, como el inicio de una serie de desdichas, que le llevarán al abandono de su esposo, la pérdida de la custodia de su hija, y su retorno al canto, teniendo que deambular por locales indignos de su antigua categoría artística. Una situación prolongada durante muchos años, en los que de manera infructuosa irá buscando a su hija, hasta que finalmente la encuentre en Lisa, aunque por nada del mundo desee revelar a esta su condición de madre, al descubrir su acomodada situación. De ahí su negativa a expresarse en público al contemplar ese maletín suyo en el que se encuentran las pruebas de su maternidad. Y de ahí también su deseo de que en las conclusiones públicas del tribunal, no se haga mención a una circunstancia que desea se mantengan en el anonimato.

CONFESSION es, por tanto, un personalísimo melodrama de vocación europea, que en poco o nada debe al look de su estudio de procedencia. Por el contrario, acaricia la circunstancia de su querencia musical y su aura malsana –todo ello rodeando al personaje encarnado por Basil Rathbone-. No se ausenta un aura romántica en instantes como la reunión entre Michael y Lisa, antes de que se produzca el inesperado encuentro de este con Michael, y su propio asesinato. O en el abrazo que Vera expresará ante el inesperado retorno de su esposo de la contienda, comprobando con horror que le falta un brazo –con ello percibimos, sin más referencia, el horror de la guerra-. El film de May destaca por su elegancia, por su constante inventiva fílmica –el largo travelling lateral exterior, donde Vera intenta entre la multitud acercarse con su esposo, cuando este la descubre junto al pianista, para explicarle lo erróneo de su primera impresión-. Por el gusto en el detalle –esa querencia de Lisa por las lámparas, que ejercen a modo de metáfora, a la hora de verse atrapada en ámbitos desconocidos para ella-. O incluso en el eco que la película nos transmite de antiguos títulos de su realizador, como el célebre ASPAHLT (Asfalto, 1928) –los planos iniciales con la cámara encima de un vehículo, describiendo el bullicio ciudadano, la sordidez que irá adueñándose del conjunto, a modo de drama pasional-. Es cierto, en CONFESSION apreciamos algunos de los elementos límite del melodrama, como ese sacrificio final de Vera, para con ello preservar a su hija de cualquier riesgo. Tal empeño, permitirá una conmovedora conclusión, cuando el tribunal permite a la encausada una condena venial, que recibirá con lágrimas en los ojos, sin mencionar su relación con la pequeña. Y, sobre todo, brindará ese contacto de Vera con Lisa, en la que la apariencia de su frialdad, contrastará con la admirable sobreimpresión de una especie de doble espiritual de la cantante, transmitiendo al espectador un aura sensitiva, muy cercana al mundo de Frank Borzage, no en vano uno de los referentes del género en aquel tiempo. Verá se alejará finalmente para cumplir su condena, en un encuadre de clara ascendencia expresionista, caracterizado por su simetría.

Personalísima obra de un cineasta que necesita a gritos una necesaria reivindicación de su obra –su aporte en el cine USA ni siquiera es reseñado en el canónico “50 años de cine norteamericano” de Tavernier y Coursodon-, CONFESSION aparece sin duda como uno de los más valiosos y singulares melodramas producidos en el cine USA de los años treinta, a la altura de las mejores propuestas de cineastas como el citado Borzage, John M. Stahl o Edmund Goulding. Y, sobre todo, transmitiendo la personalidad de alguien que trajo a Hollywood la impronta europea, sin recibir hasta la fecha su reconocimiento como tal.

Calificación: 4

DAS INDISCHE GRABMAL ERSTEL TEIL / DIE SENDUNG DES YOGHI (1921, Joe May)

DAS INDISCHE GRABMAL ERSTEL TEIL / DIE SENDUNG DES YOGHI (1921, Joe May)

Hacía mucho tiempo que deseaba visionar el monumental díptico realizado por Joe May en 1921. Ese DAS INDISCHE GRABMAL ERSTEL TEIL / DIE SENDUNG DES YOGHI que si se recuerda de alguna manera, es por suponer la primera versión del díptico que Fritz Lang –autor del guion junto a su posterior esposa, Thea Von Harbou-, formularía en su retorno a Alemania a finales de los cincuenta. Un díptico que al estrenarse fue considerado fruto de la senilidad del cineasta, aunque con el paso de los años ha sido justamente reconocido como una de las cimas del cine de aventuras –tal y como pocos años antes sucedería con la en su momento maldita MOONFLEET (Los contrabandistas de Moonfleet, 1955)-. Dos eran los motivos esenciales que me empujaban a acceder a esta añeja producción. Uno de ellos contemplar los alicientes que la misma podía proporcionar –en la que se contó con el malestar del joven Lang por no haber sido él el elegido para filmarla-, y otro mi reconocida admiración hacia la figura de Joe May, oscurecida en su momento por su irregular andadura fílmica –de ser una primera figura en el cine silente alemán, pasó a firmar en su exilio norteamericano productos cercanos a la serie B-, en la que es probable tuvo bastante que ver el ascendente que –de forma justificada- fue alcanzando Lang en el contexto de dicha cinematografía. Desde mi admiración absoluta a la obra del autor de METROPOLIS (1927), considero que ello no es óbice para oscurecer otras aportaciones notables, como las que expresan la obra de May. Sin embargo, había un elemento -que no debía ser tal-, que me predisponía en contra; la extensa duración de la película –unas tres horas y media-, que en su estreno en las pantallas berlinesas se realizó por separado –la primera parte en octubre de 1921 y la segunda al mes siguiente-.

Hechas estas puntualizaciones, lo cierto es que degustar el conjunto de DAS INDISCHE… pese a los inconvenientes que les quiera esgrimir, ofrece un extraño placer. De antemano conviene señalar que la versión May de este díptico, se encuentra por debajo de la complejidad ofrecida por Lang casi treinta años después, no solo en el trazado de sus personajes, sino también en la concepción escenográfica de la propuesta, que ofrece cambios de importancia en su propia base argumental. Pero esas motivaciones no deben impedirnos disfrutar de este colosal espectáculo, en el que se demostraba por un lado la fuerza de la industria cinematográfica alemana de aquellos tiempos, al tiempo que las inclinaciones temáticas y estéticas del tandem Lang – Von Harbou, en las cuales incidiría el primero en buena parte de su obra silente. Heredada tal premisa a las manos de May, este logra trasladar a un proyecto de enormes proporciones un alcance íntimo y misterioso, lleno de una belleza basada en la deslumbrante escenografía magnificada por su gigantismo, pero también presente en secuencias desarrolladas en interiores, de las cuales May extrae una concepción pictórica, ya que el conjunto de la magna producción aparece trufado de planos fijos –eso si, dominados por un elegante montaje-, y en ella apenas detecté un par de leves panorámicas –ambas dirigidas al personaje de la prometida del arquitecto inglés.

DAS INDISCHE… se inicia con un prólogo que describe la tradición y los poderes de los yogis hindúes. Una casta que rige sus comportamientos por una extrema resistencia y disciplina, y que les permite emerger de las comunes leyes de la naturaleza. Esa circunstancia favorecerá a que en su primera mitad, el marajá de Bengala (Conrad Weidt), envíe a uno de sus servidores –Rami (Bernhardt Goetzke)- al que ha salvado recuperándole de una experiencia extrema de resistencia, para que se traslade utilizando sus poderes hasta Inglaterra, con el objetivo de convencer al arquitecto Herbert Rowland (Olaf Fonss) a que acepte la oferta de su soberano, y se traslade de manera repentina a la India, ejecutando la obra magna del maharajá; la tumba de una princesa hindú que mantiene encerrada, al serle infiel por su romance con un oficial británico –MacCallen (Paul Richter)-, para enterrarla en vida en el momento en el que el monumento funerario concluya en su obra. Estos minutos iniciales destacarán por su clima misterioso y evocador, recurriendo May con presteza al uso de sobreimpresiones que servirán para hacer creíbles los poderes sobrenaturales de Rami. Este se materializará al instante desde la India a la residencia del arquitecto, y no cejará de maniobrar para evitar que este contacte con su prometida –Irene (Mia May)-, cortando el acceso telefónico con ella, o incluso facilitando un cierto sabotaje en el vehículo en el que Irene va a encontrarse con su novio, intuyendo que este vive algún apuro. El misterioso viaje de Herbert no impedirá que su prometida le siga sin saber a ciencia cierta hacia donde se dirige, aunque para ello cuente con la intuición femenina, que le acercará a las lujosas dependencias del enigmático gobernante. Llegados a este punto, DAS INDISCHE… describirá una riqueza escenográfica asombrosa, que tendrá su máximo punto de esplendor al visualizar la llegada a la pequeña isla en la que este alberga su impresionante palacio. En unos tiempos donde la digitalización y las más avanzadas técnicas pueden permitirlo prácticamente todo en la pantalla, la majestuosidad que esgrimen estos tan lejanos elementos de producción siguen manteniéndose incólumes.

Y lo son por que no se quedan como un mero soporte impresionable para los públicos de la época, ya que con todas las puerilidades que se puedan observar, la magia y el encanto de DAS INDISCHE… sigue vigente casi nueve décadas después de su realización. Con un tempo quizá algo premioso para los modos actuales, aunque comprensibles para una historia que se desarrolla en la India, el espectador –al tiempo que los dos personajes extranjeros, que no podrán verse entre sí aun residiendo ambos en las mismas dependencias-, va impregnándose de la extraña lógica impuesta por un contexto exótico y dominado por unas costumbres milenarias, en las que la lógica occidental queda ausente, y en su lugar se imponen incluso rasgos primitivos dominados por la crueldad, centrados ante todo en el comportamiento despótico esgrimido por la máxima autoridad del territorio. Dentro de dichas coordenadas, May alcanzará un tempo adecuado, en una película  a la que deben mucho títulos posteriores como THE  MASK OF FU MANCHU (La máscara de Fu-Manchú, 1932. Charles Brabin) y tantos otros. El gancho del pulp y el serial estará presente en esta película, que en su primera mitad irá conciliando una estructura de acciones paralelas –heredadas del estilo de Griffith- que poco a poco irán estrechando su presencia, hasta culminar en la conclusión de esa primera mitad –de más larga duración que la segunda- en la que sus personajes se verán sometidos a una situación in extremis. De especial importancia será, en este sentido, el personaje del joven MacCallan –encarnado con acierto por el joven Richter, que pocos años después interpretaría de forma rotunda al mítico protagonista de DIE NIBELUNGEN (Los Nibelungos, 1924. Fritz Lang, en su primera mitad)-, que curiosamente es descrito como un ser arrogante y bravucón, capaz de provocar el propio peligro en torno a su persona al alardear de la conquista amorosa mantenida con la princesa. Será esta una historia, base de todo el conflicto dramático del film, que será mostrada en un breve flash-back, incidiendo en esa  extraña estructura narrativa que esgrimirá una producción que centra sus objetivos en el solemne y al mismo tiempo atractivo de sus imágenes.

No cabe duda que DAS INDISCHE… apuesta por el alcance bizarro de algunos de sus momentos más atractivos, como manifiestan los instantes del sacrificio de MacCallan, o aquellos momentos en los que se muestra la fantasmagórica leprosería que se sitúa en uno de los laterales del palacio –un aspecto este que Lang supo desarrollar con superior densidad e incluso alcance terrorífico- en su remake de los años cincuenta-. Sin embargo, es probable que el episodio más remarcable de esta valiosa película, sea aquel en el que el arquitecto británico visita la cámara secreta en la que se reúnen todos los yogis vegetando en condiciones de extrema austeridad, siendo tocado por uno de ellos, que se encuentra totalmente enterrado salvo por su cabeza, contagiándole la lepra. Un instante de auténtica pesadilla, dentro de una película que ofrecerá unos fragmentos finales –aquellos que se desarrollan en un puente colgante-, que no dudo fueron una de las fuentes de inspiración al Steven Spielberg de la saga de Indiana Jones, y que servirán como preludio para la conclusión del metraje. Será una escena de ascendencia casi mística, en la que avistaremos la tumba ya construida, mientras el arquitecto y su novia contemplen al maharajá humillado ante su puerta en acción de penitente.

Sin dejar de reconocer la superior valía que demostró Lang al volver a acercarse a un material que él manejó en sus orígenes, y sin ser una de las cumbres de Joe May, no cabe duda que DAS INDISCHE GRABMAL… debería ser siempre evocada y situada dentro de cualquier antología del cine de aventuras silente.

Calificación: 3

HEIMKEHR (1928, Joe May) Retorno al hogar

HEIMKEHR (1928, Joe May) Retorno al hogar

No es la primera ocasión en la que he manifestado mi apuesta por la necesaria revalorización de la figura del alemán Joe May. No voy a insistir en unos argumentos que ya he expuesto en ocasiones, pero la realidad pura y dura es que títulos como ASPHALT (Asfalto, 1929), -previsiblemente- DAS INDISCHE GRABMAL ZWEITER TEIL – DER TIGER VON SCHNAPUR / DAS INDISCHE GRABMAL ERSTER TEIL – DIE SENDUNG DES YOGHI (La tumba india, 1921), THE HOUSE OF THE SEVEN GABLES (Siete torres) o incluso THE INVISIBLE MAN RETURNS (El hombre invisible vuelve), ambas rodadas en 1940, revelan –insertos en su periodo alemán los dos primeros y en su obra americana los restantes- a un cineasta dotado de gran talento y, sobre todo, especialmente capacitado para plasmar en la pantalla conflictos pasionales. La circunstancia de encontrarnos ante una filmografía de la que se desconocen muchos de sus títulos –de los cuales con bastante probabilidad varios de su periodo mudo se habrán perdido-, ha facilitado el hecho de que su nombre se encuentre por completo oscurecido, sin que hasta la fecha nadie se haya planteado la reflexión sobre el alcance de su obra.

 

Una reflexión que, a mi modo de ver, tendría en HEIMKEHR (Retorno al hogar, 1928) un aliado de primera fila. Y es que, rodada inmediatamente antes del mencionado ASPHALT, nos encontramos con una película admirable, a la que el hecho de poder acceder a la misma solo a través de una copia en bastante mal estado –y en la que además se presume la ausencia de parte de su metraje-, no invalida su copioso caudal de sugerencias cinematográficas, integradas además en el contexto de una propuesta argumental valiente y atrevida a la hora de integrar en el relato su triángulo amoroso, y en el que conceptos como la amistad, la lealtad y la comprensión se intercalan de manera admirable. Queda claro que Joe May estaba imbuido de ese contexto de inspiración que dominaba el cine mundial en ese periodo tan esencial para su consolidación y perfeccionamiento de su propio lenguaje fílmico.

 

Richard (Lars Hanson) y Karl (Gustav Fröhlich) son dos prisioneros de guerra alemanes que se encuentran absolutamente aislados en una mina de Liberia, sobrellevando unas condiciones de vida infrahumanas. Solo la amistad que ambos han desarrollado, en la que incluso manifiestan un notable sentido del humor, les ha permitido sobrevivir durante más de dos años, conociendo mutuamente todos y cada uno de los pormenores que rodean la vida exterior que han conformados sus vidas hasta la vivencia de esta triste situación. Un día, hartos de esta situación infernal, los dos amigos deciden escapar, trasladándose por terrenos agrestes e inhóspitos. Será una huída que sobrellevarán en condiciones cada vez más adversas que se cebarán de manera especial en Richard, al que llegarán a abandonar las fuerzas. Karl intentará ayudarle buscando agua para socorrerle, pero en los momentos en los que desarrolla esta búsqueda –que finalmente satisfará su propia sed-, los guardias rusos capturarán a Richard sin que su amigo pueda hacer nada por liberarlo. Pese a esa contrariedad, la perseverancia del joven le permitirá trasladarse hasta Alemania, en concreto a la ciudad de Hamburgo, donde visitará a la esposa de su íntimo amigo –Anna (una muy sensual Dita Parlo)-. Desde su primer contacto con esta, la calidez que encuentra en el hogar de su amigo, la amabilidad con que esta le recibe, la lógica atracción sexual que ambos se transmiten casi forzará a que entre ellos se establezca una auténtica pasión, delimitada dentro de la dura cotidianeidad de una ciudad que ha vivido de forma pasiva el trauma de la guerra a través de esos soldados que se han ausentado de la misma. Lo que entre ambos de forma paulatina se establecerá como una relación normalizada, se interrumpirá con el inesperado regreso de Richard, que hasta entonces ha estado trabajando duramente en la mina. Pese al cariño que le demuestran tanto su esposa como su gran amigo, este pronto advertirá que la situación ha cambiado, y que en ese contexto ya no hay espacio para el amor con su mujer. El desengaño le llegará a incitar a la venganza, y a punto estará de matar a Karl, pero muy pronto la cordura llegará a su alma, asumiendo la imposibilidad de retroceder en el curso de los acontecimientos, decidiendo abandonar el que en el pasado fuera su hogar, para dejar que la relación establecida entre los dos jóvenes se consolide. Decidido a enrolarse en la tripulación de un barco, Karl intentará disuadirle de tal decisión, decidido a renunciar a la relación con su mujer, pero en el hasta entonces esposo imperará el reconocimiento a una nueva situación. En ella estará dispuesto a ejercer como el vértice que simbolice el sacrificio, demostrándolo además a la mujer a la que sigue amando, y al íntimo amigo con el que convivió durante tanto tiempo.

 

HEIMKEHR es puro cine. Desde sus primeros fotogramas advertiremos la intensidad visual que logra marcar May por medio de la fuerza de los primeros planos de los dos vértices masculinos de este insólito triángulo. La fisicidad que muestran las prestaciones de Gustav Fröhlich –el joven Frederer de METRÓPOLIS (1927, Fritz Lang)- y Lars Hanson, se integran a la perfección en esas primeras imágenes que describen el aislamiento y la sordidez en que se desarrolla la cotidianeidad de los dos soldados alemanes. Un contexto revestido de enorme dureza, en el que las miradas y comentarios de sus personajes denotan el intenso conocimiento que tienen del que las circunstancias han convertido en su mejor amigo. Una faceta en la que no se ausentará cierto sentido del humor –revestido de un matiz premonitorio- cuando el joven Karl manifiesta a su compañero que conoce más a la mujer de este que él mismo, en base a las continuas evocaciones que Richard le ha manifestado. Será el primer paso de la dramática odisea que vivirán los dos vértices masculinos del triángulo del relato, dentro de una película que no sobrepasa la hora de duración, y en la que desde el primer momento quedará patente la absoluta modernidad de su escritura visual. Será algo que manifestará la originalísima manera de introducir los rótulos –insertados por lo general dentro de los propios fotogramas, y eliminando con ello las inserciones al margen de las propias secuencias-, en la inventiva con la que se incorporan situaciones paralelas, la utilización de las sobreimpresiones –esos insertos de los pasos de los dos huidos-, la intensidad que se manifiesta en la plasmación fílmica de esa huída –que no desmerece de las secuencias finales de la admirable GREED (Avaricia, 1924. Erich Von Stroheim)-, la manera con la que se funde la acción para resumir el triunfo de la calamitosa huída de Karl, la impresión que le manifiesta el retorno a la ciudad de Hamburgo –la visión desde el tren del reencuentro con el bullicio urbano es realmente conmovedora-, sus primeros pasos por una cotidianeidad en la que se detecta ese trauma de la guerra... A partir de su inmersión en dicho contexto, HEIMKEHR se integra dentro de la estructura del drama pasional, faceta en la que May lograría otro triunfo arrollador con la posterior y ya mencionada ASPAHLT –con la que comparte protagonismo en la figura del estupendo y nunca valorado Fröhlich-. Será un terreno en el que el realizador se encuentra a sus anchas, no olvidando intercalar en medio del establecimiento del romance entre Karl y Anna, unas imágenes casi infernales de la vivencia paralela de Richard, mientras se encuentra trabajando de manera casi inhumana en las minas.

 

Más allá del auténtico catálogo de sugerencias y matices cinematográficos que el film de May despliega a lo largo de todo su metraje –una faceta en la que se sitúa a la altura de cualquier cineasta alemán del momento-, lo más valioso y perdurable de su conjunto, reside en la franqueza y convicción con la que muestra una insólita relación a tres bandas. Un insólito contexto en la que la fuerza de la amistad y la importancia que en ellas reviste la variación de circunstancias y entornos, en muchas ocasiones revela la imposibilidad de luchar contra el deseo, y lo dolorosas que las circunstancias plantean la búsqueda de la felicidad. Ese dolor lacerante que en algunos momentos nos puede invitar a la tragedia –el deseo primario de Richard de matar a su hasta entonces íntimo amigo Karl-, pero que desde la reflexión nos trasladará a la aceptación de lo inevitable, vislumbrando en ello esa capacidad del ser humano para discernir por encima del instinto primitivo y, en definitiva, mostrando esa compleja dualidad del individuo, que los grandes cineastas de las postrimerías del cine mudo –Vidor, Strohëim, Murnau, Lang...- supieron plasmar en el contexto de una modernidad y estilización formal sin parangón hasta entonces en la cinematografía mundial –un contexto, por otra parte, pocas veces igualado en el posterior devenir del séptimo arte-, y que también tuvo en Joe May un aliado de excepción.

 

Dolorosa, sincera, intensa, inventiva, deslumbrante en sus aspectos formales, íntima en la plasmación de sentimientos a los que el paso del tiempo no ha menguado en su vigencia, apelando al profundo conocimiento de las contradicciones inherentes al comportamiento humano, HEIMKEHR es una muestra clara de la necesidad en el revisionismo de la figura de su artífice ¿Para cuando una mirada más o menos completa a la aportación de Joe May?

 

Calificación: 4

THE HOUSE OF THE SEVEN GABLES (1940. Joe May) Siete torres

THE HOUSE OF THE SEVEN GABLES (1940. Joe May) Siete torres

Aunque es bastante poco lo que he podido contemplar de su obra, desde hace bastante tiempo vengo sosteniendo la intuición –que puede que me falle-, que una retrospectiva más o menos completa de la filmografía del alemán Joe May (1880 – 1954) nos adentraría en el redescubrimiento de un cineasta de primera fila. No creo que alguien que fue una primera figura en el contexto del cine alemán de la UFA –compartiendo honores con el mismísimo Fritz Lang- debiera ser un cineasta desprovisto de talento. ASPHALT (Asafalto, 1929) es un título excelente, y lo que he podido contemplar de su adaptación de DAS INDISCHE GRABMAL (La tumba india, 1921), sin llegar a la altura del remake filmado –una vez más- por Lang a finales de la década de los cincuenta, se vislumbra como un título de notable interés. Desconozco las causas que motivaron su llegada a Hollywood tras emigrar de Alemania, engrosando la plantilla de realizadores de la Universal. En el seno de dicho estudio, estuvo confinado a producciones de serie B ligadas al cine fantástico o de misterio, de la cual THE INVISIBLE MAN RETURNS (El hombre invisible vuelve, 1940) resulta un título revelador de las posibilidades y limitaciones de May en este contexto de producción. Lo cierto es que su resultado se elevaba del progresivo desgaste que el estudio demostraba en su degradada explotación de los mitos del terror, que tanto éxito le proporcionaron en años precedentes, pero al mismo tiempo encorsetándose dentro de unos condicionamientos que impedían que aflorara el talento de un realizador capacitado para empresas mayores.

 

Es algo que quizá se puede manifestar en THE HOUSE OF THE SEVEN GABLES (Siete torres, 1940), que May rodó a continuación de la mencionada secuela de la célebre obra de H. G. Wells. En esta ocasión sin embargo, la propuesta se centró en un relato folletinesco desarrollado en New England de la primera mitad del siglo XIX, describiendo sus imágenes un relato en el que se imbrican elementos de cierta ascendencia gótica, alternando en su discurrir una descripción de vida provinciana, apostando con ello a la señalada tendencia mostrada por la literatura de Nathaniel Hathworne, de cuya novela se extrae el argumento del film. Dentro de dicha combinación de elementos, puede que cueste un poco para que THE HOUSE… prenda finalmente en la mirada del espectador y que incluso revele irregularidades y desequilibrios. Sin embargo, ello no me impide reconocer que nos encontramos finalmente ante un relato finalmente delicioso, que logra compensar esas deficiencias en base a una sencillez y una simplicidad –en bastantes momentos evocadoras del cine mudo-, que a partir de un momento determinado serán los principales aliados para que esta pequeña película revele las armas de su eficacia.

 

Durante más de un siglo, la rivalidad entre las dos familias tuvo como dramática prolongación la maldición lanzada por los segundos hacia sus competidores. Una diatriba de muerte que –sorprendentemente-, se ha venido cumpliendo de manera inexplicable, mientras los diversos descendientes de la familia Pyncheon se sucedían en la mansión denominada Seven gables. Será en 1828 cuando en el seno de dicho clan familiar se exprese el enfrentamiento de dos hermanos; el avieso Jaffrey (George Sanders) y el idealista Clifford (un juvenil Vincent Price). Esta circunstancia se verá acrecentada dramáticamente con la inesperada muerte del patriarca de la familia, hecho que este que Jaffrey aprovechará para lograr acusar a su hermano de la misma y, con ello, lograr apoderarse de la vieja mansión, intentando con ello proseguir en la deseada búsqueda de unos tesoros y documentos que la leyenda señala se esconden en algún rincón de la misma. Clifford será condenado a cadena perpetua en una vista de vergonzosa parcialidad, aunque su hermano finalmente no pueda alcanzar la propiedad de la mansión, ya que su padre la había otorgado en testamento a la joven Hepzibah (Margaret Lindsay). Esta, prima y ligada sentimentalmente al condenado, se encerrará literalmente en la vieja edificación, aislándose y amargando su carácter con la secreta esperanza de reencontrarse con su amado –pese a estar condenado a cadena perpetua-. Los años pasarán y la decadencia se asentará sobre Seven gables, mientras Clifford cumple años y más años de condena, aunque un día se propicie un encuentro en su celda con el joven Matthew Male (Dick Foran), heredero de la familia que tantos años atrás maldijo a los Pyncheon. El destino traerá a la arisca Hepzibah a su joven prima Phoebe (Nan Grey), quien le ayudará a sobrellevar una tienda que tiene que abrir en un frontal de la mansión, al objeto de poder alcanzar recursos para sobrevivir. Será a partir del encuentro del condenado con Matthew, este se instalará como alquilado en Seven gables, sin que ninguna de las dos mujeres que se encuentran en la misma sospechen de su contacto con Clifford. Todo ello llevará a numerosas incidencias de alcance folletinesco que concluirá con la llegada de la libertad para Clifford, pero que al mismo tiempo nos muestran el periodo de liberación de la esclavitud. En cualquier caso, la llegada del hasta entonces condenado a Seven gables no podrá evitar que su desalmado hermano –establecido como juez-, intente por todos los medios declarar a este induciendo que parece trastornos psíquicos.

 

Estamos, que duda cabe, dentro de un producto adecuadamente ambientado, y en el que sorprendentemente, aquellos elementos que insertan su resultado dentro de los parámetros de la serie B, se dirimen finalmente como positivos de cara a la necesaria homogeneización de su conjunto. May logra introducir al espectador desde el primer momento a partir de su ligereza con la cámara, llevándonos desde la maldición familiar que gravitará en todo momento en la película –y que de forma sorprendentes se mantendrá vigente hasta el último momento-, dentro de un conjunto quizá dominado por cierta ingenuidad, pero en el que tanto el realizador como el propio conjunto de su equipo técnico y artístico se insertan con pertinencia. El realizador alemán logra ofrecer no solo homogeneidad en sus secuencias, sino incluso la película dentro de ese cine novelesco que en Hollywood tuvo exponentes ilustres en las películas de Rowland W. Lee o en ejemplos concretos como A TALE OF TWO CITIES (Historia de dos ciudades, 1935. Jack Conway).

 

En esta ocasión nos encontramos con una historia que se desarrolla manejando elipsis que hacen avanzar dos décadas -se centra en el periodo que Clifford se encuentra encarcelado-, mostrando en su desarrollo una adecuada progresión, e insertando en todo momento elementos visuales y narrativos dignos de interés. Detalles como la caída de la cubierta de un baúl, que alerta a Clifford de la secreta búsqueda de su hermano de viejos documentos, las rápidas panorámicas que servirán para plasmar el carácter fariseo de la población al comentar el tema de la venta de la mansión –un poco sucedía con la metáfora de las gallinas en la langiana FURY (Furia, 1936)-, la inserción de primeros planos de cartas que servirán para situar temporalmente la acción, la sobreimpresión de planos que nos mostrarán la decadencia de Seven gables en el periodo en el que Hepzibah se encierra en la misma, representados en esos ventanales progresivamente envejecidos, la fuerza vibrante que tiene la secuencia del juicio, acrecentada por la progresiva indignación de su acusado –espléndido Price-.

 

Sin embargo, nada hay más hermoso en esta película que el episodio que describe el retorno de Clifford a su mansión familiar, con el deseo de su siempre fiel y amada Hepzibah de intentar que este regreso aparezca como la simple llegada de un viaje. La temperatura emocional que se vive a la llegada de este a la mansión, sus miradas, la situación paralela de la propietaria encerrada en su habitación intentando sentir sin verlo la emoción del momento, y buscando vestirse con la prensa que a él tanto le gustaba. La apreciación de los dos del tiempo irremisiblemente perdido al comprobar como las ropas de ambos se encuentran podridas. La modulación, el montaje, la capacidad evocativa y la melancolía del momento alcanzan una sensación de veracidad, que llegará a un alcance casi conmovedor con el reencuentro entre ambos, en un instante donde la interpretación de los dos actores llega a ser memorable. Unos instantes de la máxima pureza melodramática, que tendrán su continuidad con el escarceo amoroso de Matthew a Phoebe, siendo contemplado por los veteranos amantes cuando ambos realizan su primer paseo de reencuentro por el jardín.

 

Calificación: 3