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CINEMA DE PERRA GORDA

Lesley Selander

THE VAMPIRE’S GHOST (1945, Lesley Selander)

THE VAMPIRE’S GHOST (1945, Lesley Selander)

En una andadura tan extensa -unos 135 largometrajes- como presumiblemente dominada por la grisura, lo cierto es que el norteamericano Leslie Selander, al menos cabe destacar en su abrumadora implicación con el western, atesorando decenas y decenas de títulos, en buena medida olvidables. Sin embargo, a pasar de ser conocido -más no valorado, no ha lugar a ello-, lo cierto es que en ocasiones Selander probó fortuna en otros géneros, demostrando al parecer la misma ausencia de verdadera garra de sus películas, en ocasiones salpicadas con destellos de cierta inventiva. Dicha receta se cumple, punto por punto, en THE VAMPIRE’S GHOST (1945), una de sus contadas aportaciones al cine de terror, en esta ocasión al amparo de la Republic, estudio en donde realizó no pocos de sus frecuentes títulos, y al socaire de la proliferación de exponentes de la decadencia del género, que en aquellos años venía produciendo la Universal. La verdad, es que el conjunto de esta modesta producción, en su conjunto no se eleva sobre la barrera de la discreción, aunque justo es reconocer que plantea algunas sugerencias argumentales dignas de consideración, al tiempo que ofrece algunas secuencias, que por su inventiva… no parecen estar rodadas por su propio director.

Nos encontramos en el corazón de África, en una pequeña población, dominada por tribus, que se manifiestan inquietas, dado que se están produciendo unas extrañas muertes, cuya huella son unas señales en la garganta, al tiempo que la casi total ausencia de sangre en las víctimas. En realidad, la película no albergará mayor suspense, en conocer la auténtica identidad de este inusual vampiro, que será el ya maduro Webb Fallon (John Abbott), propietario de un café en la población. Se trata de un vampiro errante, que sobrelleva en su andadura vital el cansancio de una existencia de más de 400 años, sin poder retraerse a la prolongación de su supervivencia, teniendo con ello que acceder a la sangre de sus víctimas. En un momento dado, intentará albergar una compañera de vivencias, poniendo los ojos en la joven Julie Vance (Peggy Stewart), quien por otro lado, está enamorada del joven Roy (Charles Gordon), con quien se encuentra prometida. La ingerencia del extraño vampiro, unido al creciente desasosiego de la población indígena, provocará por un lado el dominio de Fallon sobre Roy, que prácticamente se encontrará a su merced psicológica, y a quien aplicará una extraña enfermedad, que lo dejará sin poder real. Y todo ello, para intentar que se acercamiento a Julie no encuentre el menor obstáculo.

Una de las circunstancias más atractivas de THE VAMPIRE’S GHOST -que apenas alcanza la hora de duración-, reside en el irresistible atractivo de su secuencia de apertura, marcado en plano subjetivo del protagonista, mientras este declama una extraña oda en torno a su condición de eterno peregrino de la vida, mientras se adentra en una de las casas de la población -la cámara encuadrará la mano adornada con el inconfundible y extraño anillo, que muy pronto después, descubriremos en Fallon-, mostrando a continuación a una joven, que finalmente advertirá con horror, la llegada de su violento final. A partir de ese momento, lo cierto es que el desarrollo ulterior del film de Selander, que acusa no poco su escasez de recursos, ya que la acción discurre en unos muy contados decorados, oscila entre la rigidez que predomina buena parte de sus secuencias, en contraste con aquellos instantes, donde se vislumbran destellos de inventiva cinematográfica. Nos encontramos ante un título de clara adscripción a la serie B, destacable -como en cualquiera de las ya citadas producciones paralelas del género en la Universal-, por la fuerza de su iluminación en blanco y negro, en este caso más contrastada de lo habitual en la Republic, otorgando al conjunto una cierta aura de desasosiego. Lo cierto y verdad es que, en ciertos ámbitos, la singularidad de su propuesta, y el hecho de suponer la primera aportación como guionista de la estupenda Leigh Brackett, le ha proporcionado un cierto estatus de culto. Es verdad que nos encontramos ante un argumento inusual, y que el vampiro recreado por ese singular intérprete que fue John Abbott, pueda parecer una de las más extrañas variaciones del género jamás plasmadas en la pantalla. Pero ello ¡Ay!, en modo alguno quiere señalar que nos encontremos ante una propuesta lograda. Antes al contrario, es más ocasiones de las deseables -sobre todo aquellas en las que el plano describe la presencia de personajes ‘positivos`, se percibe un apelmazamiento notable -¡ese inefable personaje del sacerdote, capaz de redimir al catatónico Roy, llevándolo a rezar a la iglesia¡-. Por ello, para disfrutar de los hallazgos, que los hay, en esta muy modesta película, cabe referirse al instante en el que el indígena descubre el vampirismo de Fallon, mientras éste conversa tranquilamente con las escasas fuerzas vivas del poblado, observando que su imagen no se refleja en el espejo, momento en que este estallará de manera inesperada.

Cabría destacar igualmente esa sensación de pesadumbre que ofrece ese ser, en el fondo encadenado a una existencia que en el fondo le sobrepasa, y que tendrá dos momentos de cierta intensidad. Aquel en el que somete la voluntad de Roy, logrando llevarle a un claro de la jungla, donde recibirá el extraño alimento de la luz de la luna. También en exteriores, en las ruinas de un templo, dominado por la escultura de una siniestra deidad, se vislumbrará la conclusión de la película, donde el lastimero vampiro intentará sublimar su soledad, logrando para ello la compañía de la bella Julie.

Son detalles que animan una película pobre -en todo el sentido de la palabra-, en la que cabe lamentar esa desaprovechada nuance gay, establecida entre el vampiro y el atractivo Roy, iniciándose una relación de dominio sobre este, de la que no se extraerán en modo alguno sus posibilidades.

Calificación: 1’5

THE BROKEN STAR (1956, Lesley Selander)

THE BROKEN STAR (1956, Lesley Selander)

Son aún pocos los títulos que he podido contemplar, de entre la prolija filmografía legada por el norteamericano Lesley Selander (1900 – 1979), uno de los destajistas más representativos del western desde su debut en la segunda mitad de los años treinta, y con especial incidencia en la década de los cincuenta. Pese a esa mirada tan limitada, lo cierto es que el visionado de THE BROKEN STAR (1956), me ratifica en mi impresión a la hora de detectar las escasas virtudes que podría atesorar su cine. Una vez más inmersa en el ámbito de una serie B que, en no pocos momentos, parece conectarle con el serial, nos encontramos ante una propuesta que, por desgracia, se inclina más hacia unos modos televisivos opacos, por otro lado presumiblemente familiares para Selander, antes que en la riqueza que en aquellos años vivía un género que probablemente se encontrara en el mejor periodo de toda su historia.

Su ajustado pero tibio metraje, se inicia contemplando por un lado las estratagemas de Frank Smeed (un opaco Howard Duff), ayudante de sheriff, al que contemplamos haciendo una extrañas maniobras junto a la alambrada de un rancho. De forma paralela, comprobaremos los modos poco ortodoxos de extorsión del latino Carlos Albarado, esbirro al servicio de un cacique de la zona. Pronto los dos personajes confluirán, matando el primero a Alvarado y llevándose una bolsa que estaba escondida en el interior de la cabaña de este, que más adelante descbriremos contenía ocho mil dólares en oro. Lo que no conocerá el marshall es que tendrá un inesperado testigo en la figura del veterano líder indio Nachez (Joe Dominguez). De regreso junto al otro ayudante de sheriff –Bill Gentry (un maduro y eficaz Bill Williams)- y al jefe de ambos, Wayne Forrester (Addison Richards), este argumentará que mató a Alvarado en defensa propia –de hecho, se disparará en el brazo para probar dicha alegación-, quedando sin embargo a la espera de la investigación pertinente. Sin embargo, la ausencia de este botín, pronto será puesta en jaque por su dueño, el siniestro Thornton Wills (Henry Calvin), quien enviará a dos de sus esbirros para amedrentar a Smeed y recuperar dicho botín, quizá más como un gesto de amor propio, que en la propia importancia del mismo.

A partir de una premisa tan simple, y dominado por una morosidad narrativa de la que solo se desprenderá el conjunto en episodios muy puntuales, Lesley Selander desgrana una película apagada y gris, que quizá solo quepa resaltar en ese tono fotográfico sombrío que ofrece. Sin embargo, dentro de esa discreción que atesora, justo es reconocer que en sus pasajes se brinda una cierta aura fatalista, contrastando con esa querencia por episodios y pasajes violentos que, a fín de cuentas, se erigen como los más atractivos de su conjunto. Fragmentos en los que la misma se muestra latente, como en el encuentro entre Smeed y Wills, en medio de un asado programado por el cacique, donde la amenaza se encuentra soterrada en las palabras del segundo y en la propia presencia como aliado, de uno de sus vasallos. Se describirá en el off  narrativo, cuando este asesine a Nantez en el interior de la mina donde va a dejar el botín –mostrando el ruido del disparo desde el exterior de la misma-, o con toda su crudeza en el número musical interpretado por la hermana de Alvarado –Conchita (Lita Barón)- en el saloon de la localidad, en donde la rabia de su letra va unida a la fiereza en el uso del látigo que le acompaña. Ella misma recibirá el cruel ataque de los hombres de Wills –a los que también veremos fustigar a una familia, que no puede afrontar el pago de su jefe-, quienes serán vengados en una paliza a puñetazo limpio por parte de Gentry, en uno de los momentos más logrados del relato. Sin embargo, si hay que encontrar un fragmento en el que la película logre alcanzar esa fuerza expresiva de la que carece el resto de su metraje, sin duda nos tendremos que quedar con el capítulo final, desarrollado en la mina abandonada, donde Smeed será descubierto por Bill, quien siempre agradeció en este el gesto que tuvo con él en el pasado, librándolo de un linchamiento, y manteniéndolo como su más cercano amigo. Al objeto de poder escapar, Smeed reducirá y atará a su compañero en el desempeño de la Ley, no pudiendo sin embargo huir del acoso de los hombres que ha captado Forrester, una vez se ha cerciorado de las pruebas que implican en el asesinato inicial, al que hasta entonces había sido su fiel ayudante.

Discreción solo redimida en sus pasajes más tensos, es el bagaje de una propuesta de escaso calado cinematográfico, en la que uno echa de menos una mayor implicación visual, a la hora de trasladar a la pantalla esa historia llena de ambigüedades y tensiones internas –obra del guionista John C. Higgins, colaborador frecuente de Anthony Mann en sus primeros títulos de madurez dentro del ámbito de la Serie B- que, por desgracia, se diluye en un resultado plano y carente de una hondura que aparecían en otras propuestas similares de su tiempo –incluso la vertiente fronteriza del relato se inserta de manera muy rutinaria-, obviamente asumidas por cineastas de mayores posibilidades que este extraño y apagado Lesley Selander, producido además por otro de los destajistas de aquel tiempo; Howard W. Koch, y en la que el otras veces afortunado Paul Dunlap, compone un molesto fondo sonoro, especialmente en sus minutos iniciales.

Calificación: 1’5

FORT ALGIERS (1953. Lesley Selander) Argelia

FORT ALGIERS (1953. Lesley Selander) Argelia

Hombre ligado al cine serial desde los años treinta, Lesley Selander es evocado de forma muy especial cuando se trata de recordar ese conjunto de producción de cine del Oeste rodado con tanta rapidez como intuición, que pobló las pantallas de generaciones de espectadores. No es fácil en nuestros días acceder a títulos firmados por este y tantos otros directores limitados a este radio de acción. Por ello acogí con cierta curiosidad el visionado de ese extraño exponente del cine popularmente definido de “tetas y arena”, que encumbró a estrellas como María Montez o Ivonne De Carlo –protagonista del título que nos ocupa-. Productos ingenuos, de ambientes exóticos, personajes llenos de maniqueísmo y, por lo general, rodados en rutilantes colores.

No es este el caso, ya que FORT ALGIERS (Argelia, 1953) está filmada en un sobrio blanco y negro que, curiosamente, beneficia su resultado final. Un balance que, no nos llamemos a engaño, en su conjunto no sobrepasa la frontera de la grisura y la discreción, pero que al menos permite que esta modesta serie B jamás alcance el grado de kitsch que con tanta generosidad se podría aplicar a muchas de sus compañeras de subgénero. El film de Selander describe en poco más de setenta minutos una sencilla historia desarrollada en el marco de la ocupación francesa de Argel, centrada de forma especial en el personaje de Yvette (De Carlo). Se trata de la arquetíìca cantante seductora, que en este caso se acercará con sus encantos a Amir (Raymond Burr), un poderoso y acaudalado líder de la zona. En realidad, la joven actúa una vez más como espía a las órdenes del gobierno francés, algo a lo que se ve obligada al perder a su hermano en una de estas luchas. La protagonista asimismo aparentará una notable frialdad de cara a un oficial francés –Carlos Thompson- de quien está enamorada. Este se mantiene totalmente distante al no comprender el acercamiento de su amada hacia Amir -quien incluso la invitará a su mansión-, donde la joven proseguirá en su labor de espionaje de los turbios manejos de este. El peligro estará pues, latente, hasta que in extremis la lucha permita sofocar la rebelión de las tribus argelinas.

Como se puede comprobar, nos encontramos ante un relato demasiado simple y previsible, pero que se logra mantener mínimamente por la sequedad narrativa aplicada por Selander. Una austeridad que se manifiesta ya en las imágenes iniciales, donde podemos en muy pocos planos asistir a un asedio indígena a los franceses. Los cuerpos de los soldados muertos que se amontonan –idea retomada del BEAU GESTE de William A. Wellman-, permitirán encuadrar el rostro del cadáver del hermano de Ivonne. Será su desaparición el argumento que favorecerá la insistencia de los oficiales franceses para que prosiga en su labor como colaboradora de estos. En realidad, toda la película seguirá esos parámetros, permitiendo que con una gran economía de medios la historia avance con cierto aire fatalista, cierto estatismo también, en medio de una historia elemental, pero que por fortuna evita tics inherentes a títulos de estas características –la protagonista no llega a a cantar, por ejemplo-.

Pero en donde indudablemente llega a brillar FORT ALGIERS es en sus fragmentos finales, donde en primer lugar podemos reseñar una interesante utilización escenográfica de los sugerentes pasillos de la mansión de Amir, lugar donde será asesinado el único líder tribal que se opone a sus deseos. Poco después, el relato alcanzará unos nada solapados ecos del western -con unas brillantes cabalgadas rodadas con brío y sentido de lo primitivo-, hasta llegar a los momentos de la resistencia al asedio de los argelinos a unos pozos petrolíferos controlados por los franceses. Se trata de unas instalaciones de extraña configuración arquitectónica, en cuyas inmediaciones se logrará plasmar una estrategia de respuesta a la invasión tribal, rodada con muy buen pulso y sentido cinematográfico, hasta que la llegada de los oficiales franceses logren reprender la ofensiva. Ya es bastante que, en una película de estas características, no asome en ningún momento el fantasma de la indigencia cinematográfica. Con ser pobre su balance, su asumida modestia y unos interesantes minutos iniciales y, sobre todo, finales, logran salvar en una relativa medida la función. Algo es algo.

Calificación: 1’5