THE BROKEN STAR (1956, Lesley Selander)
Son aún pocos los títulos que he podido contemplar, de entre la prolija filmografía legada por el norteamericano Lesley Selander (1900 – 1979), uno de los destajistas más representativos del western desde su debut en la segunda mitad de los años treinta, y con especial incidencia en la década de los cincuenta. Pese a esa mirada tan limitada, lo cierto es que el visionado de THE BROKEN STAR (1956), me ratifica en mi impresión a la hora de detectar las escasas virtudes que podría atesorar su cine. Una vez más inmersa en el ámbito de una serie B que, en no pocos momentos, parece conectarle con el serial, nos encontramos ante una propuesta que, por desgracia, se inclina más hacia unos modos televisivos opacos, por otro lado presumiblemente familiares para Selander, antes que en la riqueza que en aquellos años vivía un género que probablemente se encontrara en el mejor periodo de toda su historia.
Su ajustado pero tibio metraje, se inicia contemplando por un lado las estratagemas de Frank Smeed (un opaco Howard Duff), ayudante de sheriff, al que contemplamos haciendo una extrañas maniobras junto a la alambrada de un rancho. De forma paralela, comprobaremos los modos poco ortodoxos de extorsión del latino Carlos Albarado, esbirro al servicio de un cacique de la zona. Pronto los dos personajes confluirán, matando el primero a Alvarado y llevándose una bolsa que estaba escondida en el interior de la cabaña de este, que más adelante descbriremos contenía ocho mil dólares en oro. Lo que no conocerá el marshall es que tendrá un inesperado testigo en la figura del veterano líder indio Nachez (Joe Dominguez). De regreso junto al otro ayudante de sheriff –Bill Gentry (un maduro y eficaz Bill Williams)- y al jefe de ambos, Wayne Forrester (Addison Richards), este argumentará que mató a Alvarado en defensa propia –de hecho, se disparará en el brazo para probar dicha alegación-, quedando sin embargo a la espera de la investigación pertinente. Sin embargo, la ausencia de este botín, pronto será puesta en jaque por su dueño, el siniestro Thornton Wills (Henry Calvin), quien enviará a dos de sus esbirros para amedrentar a Smeed y recuperar dicho botín, quizá más como un gesto de amor propio, que en la propia importancia del mismo.
A partir de una premisa tan simple, y dominado por una morosidad narrativa de la que solo se desprenderá el conjunto en episodios muy puntuales, Lesley Selander desgrana una película apagada y gris, que quizá solo quepa resaltar en ese tono fotográfico sombrío que ofrece. Sin embargo, dentro de esa discreción que atesora, justo es reconocer que en sus pasajes se brinda una cierta aura fatalista, contrastando con esa querencia por episodios y pasajes violentos que, a fín de cuentas, se erigen como los más atractivos de su conjunto. Fragmentos en los que la misma se muestra latente, como en el encuentro entre Smeed y Wills, en medio de un asado programado por el cacique, donde la amenaza se encuentra soterrada en las palabras del segundo y en la propia presencia como aliado, de uno de sus vasallos. Se describirá en el off narrativo, cuando este asesine a Nantez en el interior de la mina donde va a dejar el botín –mostrando el ruido del disparo desde el exterior de la misma-, o con toda su crudeza en el número musical interpretado por la hermana de Alvarado –Conchita (Lita Barón)- en el saloon de la localidad, en donde la rabia de su letra va unida a la fiereza en el uso del látigo que le acompaña. Ella misma recibirá el cruel ataque de los hombres de Wills –a los que también veremos fustigar a una familia, que no puede afrontar el pago de su jefe-, quienes serán vengados en una paliza a puñetazo limpio por parte de Gentry, en uno de los momentos más logrados del relato. Sin embargo, si hay que encontrar un fragmento en el que la película logre alcanzar esa fuerza expresiva de la que carece el resto de su metraje, sin duda nos tendremos que quedar con el capítulo final, desarrollado en la mina abandonada, donde Smeed será descubierto por Bill, quien siempre agradeció en este el gesto que tuvo con él en el pasado, librándolo de un linchamiento, y manteniéndolo como su más cercano amigo. Al objeto de poder escapar, Smeed reducirá y atará a su compañero en el desempeño de la Ley, no pudiendo sin embargo huir del acoso de los hombres que ha captado Forrester, una vez se ha cerciorado de las pruebas que implican en el asesinato inicial, al que hasta entonces había sido su fiel ayudante.
Discreción solo redimida en sus pasajes más tensos, es el bagaje de una propuesta de escaso calado cinematográfico, en la que uno echa de menos una mayor implicación visual, a la hora de trasladar a la pantalla esa historia llena de ambigüedades y tensiones internas –obra del guionista John C. Higgins, colaborador frecuente de Anthony Mann en sus primeros títulos de madurez dentro del ámbito de la Serie B- que, por desgracia, se diluye en un resultado plano y carente de una hondura que aparecían en otras propuestas similares de su tiempo –incluso la vertiente fronteriza del relato se inserta de manera muy rutinaria-, obviamente asumidas por cineastas de mayores posibilidades que este extraño y apagado Lesley Selander, producido además por otro de los destajistas de aquel tiempo; Howard W. Koch, y en la que el otras veces afortunado Paul Dunlap, compone un molesto fondo sonoro, especialmente en sus minutos iniciales.
Calificación: 1’5
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