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CINEMA DE PERRA GORDA

Norman Z. McLeod

THE SECRET LIFE OF WALTER MITTY (1947, Norman Z. McLeod) La vida secreta de Walter Mitty

THE SECRET LIFE OF WALTER MITTY (1947, Norman Z. McLeod) La vida secreta de Walter Mitty

No se puede decir que 1947 –y en su conjunto, la segunda mitad de la década de los cuarenta-, fuera un periodo de especial brillantez para la comedia norteamericana. Cierto es que ese mismo año el gran Leo McCarey recreaba una de sus mejores y menos conocidas obras con THE GOOD SAM (El buen Sam, 1947). Sin embargo, no sería más que una rara avis ante una producción que no lograba, en líneas generales, igualar el nivel de años precedentes, en los que los últimos ecos de la screewall comedy dieron frutos brillantes en los primeros instantes de dicha década. Por el contrario, esta segunda mitad se mostraba muy limitada para el género, en contraposición con la brillantez que mostraba en aquel tiempo el grueso de la producción del cine noir, el western, la aventura o incluso el cine musical. Es más, incluso el cine fantástico lograba títulos perdurables, en no pocas ocasiones recurriendo a una visión amable y romántica del hecho de la muerte.

Dentro de ese contexto de cierta grisura, la presencia de THE SECRET LIFE OF WALTER MITTY (La vida secreta de Walter Mitty, 1947, Norman Z. McLeod) define un título que gozó de gran popularidad en el momento de su estreno, consolidando la fama de uno de los cómicos que –lo reconozco- menos me han gustado de cuantos pulularon por el Hollywood de estas décadas; Danny Kaye. Su servilismo a los manierismos extremos, la inclusión por terrenos musicales, la excesiva tendencia de buena parte de sus películas a sus supuestas gracias, desde siempre me han enervado hasta unos extremos difíciles de expresar, dentro de una filmografía en la que apenas he encontrado títulos de interés –solo resaltaría sin especial entusiasmo A SONG IS BORN (Nace una canción, 1948. Howard Hawks) y ON THE DOUBLE (Plan 402, 1961. Melville Shavelson)-. Pues bien, a la antes citada habría que añadir esta comedia filmada por Norman Z. McLeod –experto realizador en el género, aunque su principal mérito provenga de las dos comedias que filmó para los Marx Brothers, así como su efímera vinculación al servicio del iconoclasta W. C. Fields. Lo cierto es que McLeod nunca fue un director de especial dotado para el género, aunque su filmografía se desarrollara en los confines del mismo al servicio de buena parte de sus cómicos más representativos, pasando desde el magro nivel de Bob Hope hasta las excelencias de un Cary Grant. En este caso, McLeod se somete al servicio de la una producción de Samuel Goldwyn, entendiendo la misma dentro de las características con las que este definía las películas de simple entertainment. Es decir, unos títulos para los que se adoptaron el uso de un delirante, primitivo y por otro lado entrañable Technicolor, la presencia de mujeres de buen ver y algunos números musicales –hoy día trasnochados y con un nada oculto regusto kitsch-. Son todos ellos elementos que, aunque daten el conjunto –como lo hacían en mucha mayor medida en la previa y olvidable THE KID FROM BROOKLYN (El asombro de Brooklyn, 1946) del mismo Mcleod-, no solo no impiden la relativa eficacia de su conjunto, sino que sin lograr un resultado de gran relieve, sí que contribuyen a proporcionar de peculiaridad a una función más o menos grata, con episodios divertidos –no muchos-, pero que al menos parte de una premisa de cierto ingenio, basada en una historia de James Thurber, y transformada en guión de la mano de Ken Englund, el experto Everett Freeman y el no acreditado Philip Rapp. Una premisa que, justo es reconocerlo, ofrece un atisbo de inventiva, aunque uno echa de menos que la misma no hubiera sido llevada a la pantalla años después de la mano de un Frank Tashlin –recordemos la referencia posterior que proporciona ARTIST AND MODELS (1955)-. Posibilidades y alcance al margen, THE SECRET LIFE… nos cuenta la vida cotidiana y rutinaria de Walter Mitty (Kaye), un muchacho soltero que vive junto a una madre castrante y dominadora –encarnada por la excelente Fay Bainter-, empleado en una editorial de novelas gráficas de escasa entidad, y que solo tiene como única escapatoria posible a la mediocridad de su existencia, escapar de la misma imaginándose en situaciones que parecen proceder de los argumentos de las novelas de la editorial en la que trabaja, en la que siempre emergerá como su triunfante protagonista, y en las que aparecerá como heroína una muchacha joven de aspecto rubio. De forma repentina, Mitty se verá inmerso en una peligrosa aventura de tinte criminal, que superará con mucho cualquiera de sus imaginaciones, y en las que emergerá como principal personaje esa rubia tan soñada, representada en Rosalind van Hoorn (Virginia Mayo). A partir de ese momento, este no se podrá zafar de una trama en la que su propia vida se pondrá en peligro, huyendo de una serie de criminales que pretenden apoderarse de un pequeño cuadernillo en el que se detalla el lugar donde se depositan numerosos tesoros.

Ficción y realidad, realización del subconsciente, sublimación de la mediocridad cotidiana, son elementos que se combinan en una comedia que funciona cuando el elemento de acción se encuentra más presente, a la que lastran la presencia de dos números musicales por completo sometidos al lucimiento de Kaye –en especial el que caricaturiza a un modisto francés-, y en el que se echa de menos una capacidad crítica o mordaz que, por momento, pide a gritos la ficción. Es decir, que en vez de encontrarnos con una visión crítica de la mediocridad de la American Middle Class, THE SECRET LIFE… aparece como un título inofensivo, en el que incluso molesta el excesivo protagonismo en la banda sonora del por otro lado excelente David Raksin. Es curioso que se inserte de pasada una alusión a un peligro nazi –representado en los peligrosos colaboradores del oculto Boots-, para luego desembocar en una propuesta tan acomodaticia dentro un contexto social tan convulso como el que vivía entonces la sociedad norteamericana. Quizá sea pedir demasiado a un producto destinado al consumo de la época y al lucimiento de un cómico tan cuestionable. Partiendo de dichas premisas, puede sorprender que siga encontrando atractivo a la película. Por fortuna, los tiene. Hay en bastantes momentos una utilización bastante tierna del rostro del propio Kaye, y es cuando la ficción se inserta en la vivencia de esa siniestra aventura, el instante en el que la película enfila sus mejores momentos. Quizá estos se centren en la presencia inicial del personaje encarnado por Boris Karloff –es magnífica la secuencia en la que se presenta enviado por el editor jefe, mostrando la siniestra ambivalencia de su rol-, a partir de cuya presencia el film deja de dar bandazos, centrándose en el seguimiento de una determinada intriga, a partir de la cual su función alcanza un nivel más o menos apreciable. En cualquier caso, por un lado nos encontramos algo lejos de ese alcance bizarro alcanzado por el Frank Capra de ARSENIC AND OLD LACE (Arsénico por compasión, 1944), mientras que particularmente eche de menos ese revisionismo entorno a la ironía sobre los géneros cinematográficos que años después  brindaría el Richard Quine –y George Axelrod- de la denostada PARIS – WHEN IT SIZZLES (Encuentro en París, 1964). Sin embargo, cualquier espectador seguidor del género, puede detectar como el mismo tandem imitó ese reiterado “póqueta, póqueta” que muestran todas las aventuras imaginadas por Mitty. Y es que resulta claro que estas fueron el marco de referencia del “glópita, glópita” que emanaba de la hormigonera que ilustraba las historietas que Jack Lemmon imaginaba para sus creaciones en HOW TO MURDER YOUR WIFE (Como matar a la propia esposa, 1965. Richard Quine). Como se puede comprobar, la historia del género esta llena de mutuas referencias, como la que esta misma película brindaría a la posterior adaptación cinematográfica de la obra teatral de Keith Watherhouse y Willis Hall -BILLY LIAR (Billy, el embustero, 1963. John Schlesinger)-. Una reactualización de planteamiento que contaba con un mayor sentido cinematográfico, y esa carga crítica que, pese a sus nada desdeñables valores, se echa de menos en esta ocasión.

Calificación: 2’5

ALICE IN WONDERLAND (1933, Norman Z. McLeod) Alicia en el país de las maravillas

ALICE IN WONDERLAND (1933, Norman Z. McLeod) Alicia en el país de las maravillas

A la hora de realizar un recorrido sobre la importancia del cine fantástico en la década de los treinta, muchos se empeñan en otorgar una valoración casi exclusiva a la aportación de la Universal, sin detenerse a pensar que otros estudios ofrecieron al mismo un corpus quizá de similar importancia. Es a mi modo de ver el ejemplo que brinda la Paramount, quien en esta década brindó exponentes tan significativos –y opuestos entre sí- como DEATH TAKES A HOLIDAY (La muerte en vacaciones, 1934. Mitchell Leisen), SUPERNATURAL (Sobrenatural, 1933. Victor Halperin), DR. JEKYLL AND MR. HYDE (El hombre y el monstruo, 1931. Rouben Mamoulian), PETER IBBETSON (Sueño de amor eterno, 1935), ISLAND OF LOST SOULS (La isla de las almas perdidas, 1933. Erle C. Kenton)… o el título que nos ocupa. Se trata de ALICE IN WONDERLAND (Alicia en el país de las maravillas, 1933. Norman Z. McLeod), sin duda una ambiciosa producción, con la que el estudio de Adolph Zukor pretendió ofrecer un relato que forma paralela brindara fantasía, intento de acople al gusto infantil y, por que no decirlo, una propuesta de compleja ejecución, singular prestigio e incierto resultado. Lo cierto es que este último enunciado emana tras contemplar un metraje de poco más se setena minutos de duración, en la que junto a instantes atractivos e incluso inspirados, y momentos en los que emerge la esencia transgresora que siempre se ha adjudicado al referente literario de Lewis Carroll, en más ocasiones de las deseadas se advierte la sensación de encontrarse ante un título en el la ausencia de una mayor audacia en su realización, nos lleva a asumir la molesta sensación de contemplar un resultado en no pocas ocasiones plúmbeo y polvoriento.

De todos es conocida la fantástica e imaginaria odisea vivida por la pequeña Alicia (Charlotte Henry), una niña despierta que vive en un hogar confortable, en el que quizá no puede exteriorizar ese lado imaginativo que gravita en el interior de su personalidad. Una tarde, de forma tan deseada como inesperada, la pequeña logrará traspasar la increíble barrera del espejo central del salón de su vivienda campestre, iniciándose para ella la vivencia de una increíble aventura, visitando lugares totalmente insólitos, en los que la lógica cotidiana queda anulada, y cuyos moradores ofrecen una extraña y variopinta galería de seres, cuyos comportamientos no dejan de resultar tan absurdos como divertidos. Está claro que para el espectador de cualquier época, disponerse a contemplar cualquiera de las adaptaciones que la pantalla ha brindado de ALICE IN WONDERLAND, supone ante todo abrir la puerta para introducirse en una aventura de dimensión fantástica e incluso mágica, dejando entre líneas el aporte crítico que la prosa de Carroll dejaba entrever en su base literaria. A partir de dichas premisas ¿Qué pudo motivar a la Paramount llevar a cabo un proyecto tan extraño y al propio tiempo arriesgado? A mi modo de ver, este se debe a la intención de ofrecer una propuesta inusual, una apuesta de prestigio, lanzada por un estudio que en aquellos años se caracterizaba por un grado de buen gusto no igualado por ninguna de las majors en aquel tiempo. Solo de esa manera se entiende la conjunción de un reparto estelar para encarnar roles que apenas se reconocen en la narración –eso si, sus títulos de crédito serán de una duración inusual, ofreciendo mediante imágenes que emergen con el discurrir de las páginas de un libro, la identificación de los componentes del cast y sus respectivos y siempre episódicos personajes-. Pero ese rasgo de producción “de prestigio” se extiende a elementos como la presencia como guionistas del posteriormente prestigioso Joseph L. Mankiewicz ¡junto a William Cameron Menzies!, quien también ejercerá como director artístico de la función, aunque sin acreditar. Unamos a ello el uso casi experimental de un inusual formato panorámico, utilizado sin duda para subrayar ese componente inusual que –justo es reconocerlo-, define la función, para de alguna manera, y por encima de la valoración de conjunto que podamos brindar de la misma, su propia existencia sea contemplada con simpatía.

En cualquier caso, lo cierto es que la sensación que produce la contemplación de su metraje, es la de una cierta insatisfacción. No cabe duda que la elección de Norman Z. McLeod, un hombre más o menos de cierta competencia para la comedia, estuvo centrada a raíz de ser el reciente responsable de dos de los títulos rodados por los Marx Brothers para dicho estudio. Es probable incluso que se pensara que ese grado de anarquía e incluso surrealismo que emanaba de las mismas, de alguna manera provenía de la mayor o menor competencia de McLeod tras la cámara. Craso error. Ya desde el primer momento -la secuencia que nos presenta a Alicia en su rutina hogareña-, se puede constatar lo plúmbeo de su plasmación. Quizá pese a todo ese fuera el objetivo elegido, en la medida de servir como contraste a la cercana irrupción en el terreno de lo maravilloso que se dispone a vivir la pequeña protagonista. Será en su traslación a través del espejo, cuando podamos advertir cierto ingenio en la manera con la que se escenifica esa recreación “al revés” de todo lo que formulaba la normalidad de su salón. Todo ello supondrá el inicio de una espiral que le llevará a un mundo dominado por la fantasía, visitando lugares, espacios y conociendo a personajes, alejados por completo de lo que podía abarcar su imaginación. En ese recorrido, todo estaba preparado para vivir una aventura fílmica fascinante, que de forma paulatina se irá frustrando a los ojos del espectador, quedando en última instancia como una extravagancia.

Una singularidad que, justo es reconocerlo, brindará algunas secuencias en las que ese aliento fantastique permite intuir la medida de lo que podría haber ofrecido el conjunto del film, si todo su escueto pero un tanto plomizo mensaje se hubiera planteado bajo dichas premisas. Me refiero con ello en concreto, al episodio que se inicia con la caída de Alicia por un extraño túnel, su llegada a diferentes y extraños marcos, su juego con las estaturas, en el que llegará a derramar unas lágrimas que instantes después –una vez mengua de forma considerable su tamaño- se convertirá en un inesperado lago por el que nadará ¡y que incluso estará poblado por animales! Un fragmento magnífico, revelador de las posibilidades de una curiosa película que, por desgracia, prefiere dirimirse por el terreno de la sucesiva aparición de una serie de extraños personajes –casi todos ellos animales-, encarnados de manera innecesaria por famosos actores del estudio –el único que se reconoce un poco es a un Gary Cooper que encarna a un extraño caballero-. Es hasta cierto punto triste que una propuesta tan arriesgada, no contara con ese “gramo de locura” que casi pedía a gritos partir de un referente tan transgresor como el del relato de Carroll. En su defecto, ALICE IN WONDERLAND versión McLeod discurre por una serie de episodios  en los que no faltará incluso alguna presencia de animación, en los que el espectador se quedará con la extravagante y aún valiosa imaginería de producción. En cualquier caso, nos encontramos ante un producto que pretende apostar por un sendero de surrealismo que, de forma paradójica, sí que lograría ese mismo año la Paramount con una película totalmente opuesta como DUCK SOUP (Sopa de ganso, 1933. Leo McCarey). Es más, y aún resultando un producto más o menos simpático, y con las premisas favorables que podía marcar a su favor, queda bastante por detrás de títulos en teoría más formularios, como la deliciosa fantasía protagonizada por Laurel & Hardy apenas un año después,  titulada BABES IN TONYLAND (Había una vez dos héroes, 1934. Charley Rogers y Gus Meins).

Calificación: 2