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CINEMA DE PERRA GORDA

Quentin Lawrence

THE TROLLENBERG TERROR (1958, Quentin Lawrence)

THE TROLLENBERG TERROR (1958, Quentin Lawrence)

THE TROLLENBERG TERROR (1958) es el primero de los seis largometrajes que rodó el británico Quentin Lawrence, esencialmente dedicado a una extensa andadura televisiva. De ellos, albergo un grato recuerdo del tenso thriller hammeriano CASH ON DEMAND (1961) y el film de suspense THE MAN WHO FINALLY DEAD (El hombre que murió tres veces, 1963). En esta ocasión asume una producción del interesante tándem de productores formado por Robert S. Baker y Monty Berman. Ambos articularon unos modos de cine de terror marcados por lo directo de sus enunciados y su inclinación a la presencia de elementos violentos, e incluso siendo atrevidos a través de la inclusión de elementos eróticos. En esta ocasión, todo se dirime en la puesta en marcha de una monster movie, para lo cual Jimmy Sangster asumió la responsabilidad de adaptar en formato de largometraje el argumento de una previa serie televisiva -algo que fue moneda corriente en numerosas muestras de la S/F británica-. De tal forma nos encontramos ante una propuesta que, más que en otros ejemplos coetáneos de dicho país, tiene a imitar las características marcadas en la ciencia-ficción norteamericana. aunque, como pronto veremos, dentro de su moderado nivel, no deje de plantear ciertas singularidades.

THE TROLLENBERG TERROR se inicia con una doble secuencia de inequívoca -e incluso intuitiva- filiación hitchcockiana. Esta se desarrolla en una montaña ubicada en los Alpes suizos, donde se encuentra una pareja de jóvenes alpinistas ingleses en contacto con otro compañero que se sitúa en la parte superior del monte. De repente, la presencia de una nube hará sobrevenir la tragedia en torno al tercero de los alpinistas, que quedará decapitado. Será un comienzo impactante -que me recuerda lejanamente la secuencia cumbre de SABOTEUR (Sabotaje, 1942) de Hitchcock, en la cima de la estatua de la Libertad- al que sucederá un fundido con un tren adentrándose en un túnel -casi preludiando la conclusión de NORTH BY NORTWEST (Con la muerte en los talones, 1959. Alfred Hitchcock). Ello introducirá sus títulos de crédito y esa misma configuración de inicio, formalizará una textura que parece inspirar el inicio de CHARADE (Charada, 1963) de Stanley Donen. Será la manera con la que tanto argumentalmente como por parte del propio realizador, esas dos películas que coexisten -no siempre con suficiente armonía- en esta modesta película. A saber. La primera de ellas describe una producción que combina una inclinación más o menos casi serial -en la que se combine la presencia de criaturas monstruosas, con la divagación pseudocientífica que intente justificar su presencia, que inevitablemente culminará con una lucha que los eliminará. Punto por punto se cumple este enunciado, en unas ocasiones con eficacia, en otras -no demasiadas- incluso con brillantez. Pero en su conjunto, y con más presencia de la deseada, se intercalan farragosos planteamientos y situaciones por parte del científico que encabeza las investigaciones, y el laboratorio donde se desarrollan estas, del que se desaprovechan incluso sus singularidades arquitectónicas, e incluso el abuso que se brinda de estas criaturas en el tercio final del relato.

Sin embargo, sería bastante injusto limitar el alcance de esta sencilla producción a dicho enunciado, ya que en la primera secuencia post créditos se nos plantea su segunda subtrama y, a mi modo de ver, la más interesante. Me refiero a la presencia de esas dos hermanas que actúan como mentalistas, siendo la más joven -Anne Pilgrim (Janet Munro)- portadora en realidad de percepciones telepáticas, aspecto que le servirá para percibir el poder y la presencia oculta de esas criaturas extraterrestres que se ocultan en una misteriosa nube ubicada cerca de la cima de la montaña -el trollenberg-. Y es en la confluencia de las dos jóvenes, donde a mi modo de ver se articulan los mejores y más inquietantes momentos del film de Lawrence, a través de dos personajes que -paradójicamente- aparecen como preludio de la relación que se mantendría entre la Julie Harris y Claire Bloom en la inolvidable y posterior THE HAUNTING (1963, Robert Wise). Es más, las secuencias en las que ambas hermanas adquieren especial protagonismo, quedan descritas en interiores y, en buena medida, ante escaleras que acentúan ese sesgo inquietante de las propiedades de Anne. No se si estaré acertado en la apreciación, pero algunos de dichos momentos parecen retomar algunas de las secuencias de interiores que caracterizaban la extraordinaria NIGHT OF THE DEMON (La noche del demonio, 1957. Jacques Tourneur) no por casualidad estrenada el año anterior.

Así pues, estamos en una película donde la atmósfera característica de estas producciones británicas se encuentra presente en sus mejores secuencias de interiores, pero en líneas no adquiera la presencia necesaria, pese a la competente labor del propio productor, Monty Berman, como operador de fotografía en b/n. Entre ellos, quizá el episodio de aire más tourneriano, será la primera demostración de los poderes psíquicos de la joven, cuya planificación y tonalidad oscila de una amabilidad inicial a asumir matices dominados por lo inquietante. Pero igualmente magnífico resulta el denso pasaje desarrollado en una cabaña ubicada en la montaña, donde se han desplazado dos alpinistas y uno de ellos se encuentra solo en ella, ya que su compañero ha decidido salir para observar unos ruidos extraños del exterior. La situación se planteará de manera paralela desde dicho marco y la habitación en el pueblo donde se encuentran los protagonistas… e incluso se intuyen las sensaciones trágicas desde la lejanía. Poco después, otro episodio lleno de tensión será el reencuentro de este alpinista -ya abducido por los extraterrestres-, quien no dudará en liquidar en la montaña por medio de su punzón a los dos oficiales que han ido a rescatarle -y que nunca se volverá a mencionar, por cierto-.

De manera inesperada, este alpinista alienado regresará al hostal -en un pasaje dominado por una inquietante iluminación sobre su rostro- donde se reúnen las fuerzas vivas de la población -entre ellos, el investigador protagonista desplazado hasta allí, Alan Brooks (Forrest Tucker)-. Ello propiciará dos magníficas secuencias, ambas reflejando sendos intentos de este por liquidar a Anna y, con ello, eliminar el obstáculo de alguien que conoce el modo de pensar de los invasores. En especial, el segundo de dicho intento ofrecerá la secuencia más lograda de la película, revestido de una oscura sensación de amenaza. Poco a poco la ofensiva de los extraterrestres hasta entonces ocultos se acercará hasta la pequeña población, lo que permitirá su primera aparición física en otro espléndido momento -el último como tal de la película-. En el pequeño hotel una niña se ha dejado una pequeña pelota antes de evacuar a los lugareños. La niña acudirá a recogerla y Brooks acudirá en su rescate, lo que proporcionará un momento impactante que, prolongando influencias ya señaladas, aparece claramente inspirada en la célebre del rostro del gato que aparece en la casa de muñecas donde se refugia el Scott Carey de la sublime THE INCREDIBLE SHIRINKING MAN (El increíble hombre menguante, 1957. Jack Arnold) también rodada el año anterior.

Por desgracia, el posterior devenir de THE TROLLENBERG TERROR se dirime e un clímax poco conseguido, en el que junto al ya señalado desaprovechamiento de las instalaciones del laboratorio, se dilucidará una excesiva presencia de las criaturas, lo que por un lado relegará la inquietud de su primera aparición y, sobre todo, revelará la excesiva pobreza de su ejecución técnica. Llegaremos a contemplar un plano donde el tentáculo de una de dichas criaturas rodea a uno de los personajes, revelando que este no es más que un muñeco de plastilina ¿Por qué no eliminaron un instante que revierte por completo la credibilidad del conjunto?

Calificación: 2’5

THE MAN WHO FINALLY DIED (1962, Quentin Lawrence)

THE MAN WHO FINALLY DIED (1962, Quentin Lawrence)

Artífice de una no demasiado extensa filmografía para la gran pantalla, es por el contrario el medio televisivo, el ámbito en el que el británico Quentin Lawrence (1920 – 1979) desarrolló la mayor parte de su andadura como realizador. Por el contrario, solo firmó seis largometrajes, de los cuales THE MAN WHO FINALLY DEAD (1962) fue el cuarto de ellos, retomando al parecer el argumento de una serie televisiva puesta en marcha en 1959, y en la que el propio Lawrence dirigió uno de sus capítulos. Es al mismo tiempo la tercera de sus películas que tengo ocasión de contemplar, y si THE TROLLENBERG TERROR (1958) era una propuesta de bajo presupuesto, realizada al socaire de la efervescencia de la ciencia-ficción británica de aquel tiempo, y CASH ON DEMAND (1961) una atractiva variación del célebre A Christmas Carol de Dickens, en formato de moderno policíaco, nos encontramos en THE MAN WHO FINALLY DIED con una no menos atractiva variación de THE THIRD MAN (El tercer hombre, 1949), auspiciada en su momento por la pluma de Graham Greee y las tareas de realización de Carol Reed. El enunciado de aquel mítico relato, se traslada en esta ocasión a una pequeña población alemana, hasta donde viajará Joe Newman (Stanley Baker), un compositor de jazz inglés, que atenderá una llamada que le indica que su padre se encuentra allí. Joe ha permanecido durante muchos años al margen de su progenitor –al que creía muerto desde hace muchos años- siendo esta la ocasión para reunirse con él. Lo que no sabrá que en realidad ha sido objeto de una trampa por parte de Brenner (Nial MacGuinnis), al objeto de servir de conejillo de indias para que investigue la sospecha de que su progenitor, al que en apariencia se ha enterrado pocos días atrás –y que fue médico aliado con la causa nazi- se encuentra con vida. Por su parte, Newman irá descubriendo las circunstancias que rodeaban la vida de su padre, así como la segunda mujer que este tuvo –Lisa Deutsch (Mai Zetterling)-, que en esos momentos se encuentra viviendo con el Dr. Peter von Brecht (Peter Cushing), viviéndose una situación que tiene mucho de incierto y amenazador.

De entrada, lo cierto es que Lawrence propone una mixtura de film de misterio y policíaco británico con aura del kriminal alemán, sin que esto suponga ninguna remembranza de uno de los modos menos atractivos de enfocar el policial, que tuvo en práctica el seguimiento de dicho género en el cine europeo. La amalgama, sin embargo, funciona con bastante pertinencia en una película que combina esa frialdad inherente a la manera teutona de entender el género, con los elementos que concedieron un especial atractivo a los modos británicos de plasmar sus diferentes manifestaciones, en todo momento ligados a los senderos del drama psicológico. En esta ocasión dicha circunstancia se manifiesta en una pertinente descripción de la fauna humana que puebla este extraño relato de misterio, en la ambivalencia que caracterizan sus extraños comportamientos. En esa querencia casi siniestra a los atisbos que aparecen en torno a la barbarie nazi –que tendrá su máximo punto de conflicto en el oscuro pasado de von Brecht-. En lo sombrío e incluso hosco que aparece la residencia en donde se encontraron los supuestos últimos momentos del fallecido. Lo siniestro de ese lugar anexo a la residencia del citado doctor, o lo sórdido de las secuencias desarrolladas en el cementerio de Konigsbergen, la localidad de Bavaria en donde se desarrolla la acción.

Un conjunto en el que las falsas sospechas llegarán a trasladarse al espectador, que en no pocos de sus instantes carecerá de la necesaria referencia para dirimir cuanto hay de cierto o de falso en el comportamiento de los seres con la que se ha topado Joe al llegar allí. Será algo con lo que tendrá que apechugar el propio protagonista, contando con la oposición manifiesta del entorno de su desparecido padre, pero también el capitaneado por el extraño y rudo inspector Hofmeister (Eric Portman), siempre ayudado por el sargento Hirsch (Nigel Green). Lo cierto es que contemplamos un relato en el que el uso del formato panorámico se revela impecable, tanto como la fuerza del contrastado blanco y negro brindado por Stephen Dade, transmitiendo esa severidad tan típicamente germana. Con esta base, su director logra una magnífica utilización narrativa en la valoración de los escenarios elegidos –tanto en secuencias de interior como en las desarrolladas en exteriores- o la profundidad de campo, integrando dicha impronta en un drama en el que sus personajes deambulan por los mismos sintiéndose en ocasiones partícipes de su disposición –recuerdo un plano en el que aludiéndose al pasado y el reproche nazi por parte de Joe, aparecerán encuadrados Lisa y von Brecht junto a un águila de piedra, ratificando dicha implicación-. La película apostará en esos interiores oscuros y siniestros –sobre todo en los que se desarrollan en la mansión del doctor-, adquiriendo el espectador en un momento dado la certeza de que el padre de Newman se encuentra con vida y, con ello, asumiendo la intuición que había manifestado su hijo. A partir de ese momento, el film de Lawrence aparece casi como una extraña continuidad del hoy bastante conocido SO LONG AT THE FAIR (Extraño suceso, 1950) rodado en su momento por Terence Fisher y Antony Darnborough, y sintiendo el espectador en un momento dado que el personaje con el que se ha identificado, tenía la llave de la cordura de su parte, a la hora de exteriorizar sus sospechas.

Sin embargo, uno de los aciertos de THE MAN WHO FINALLY DIED reside a mi juicio en esa capacidad por ofrecer un insólito –y un tanto alambicado- giro final, que lleva por tierra toda sospecha previa. Una elección descrita con un extraño sentido de la convicción, que prefiere insertarse de manera abierta por la senda de lo inverosímil, hasta erigirse como una extraña proclama en torno a la realización personal de un viejo hombre de la ciencia, sin detenerse a pensar si su disposición se establece al canal más adecuado. Al mismo tiempo, el relato se brinda como una auténtica catarsis personal para ese joven taciturno que en su denodada y finalmente infructuosa búsqueda de ese padre que pensaba se encontraba muerto hace tantos años, encontrará en su peripecia alemana un motivo para encontrar un nuevo horizonte vital, acompañado por una joven hasta entonces desorientada –Maria Wienewski (Georgina Ward)-. Para ello, la manera con la que Lawrence planifica la salida final de ambos en la puerta del viejo cementerio, en una jornada en la que adivina la presencia del sol, con los semblantes decididos, contrastará con esa otra aparición previa de Joe acompañado del sepulturero, dominada por una planificación y unos tonos de iluminación sombríos. Algo cambiará en el devenir de esa galería humana, aunque para ello tengamos que contemplar una serie de situaciones extrañas, apuradas, violentas incluso –tanto psicológica como físicamente- Episodios que en ocasiones parecen heredados del viejo serial policíaco, o secuencias revestidas de tanta dureza como aquella en la que Maria tiene que contemplar con  enorme dolor, como desentierran el cadáver de su padre, fallecido una semana atrás, ya que se sospecha que contiene el del progenitor de Joe.

Episodios, tensiones, amenazas, giros inesperados. Un conjunto en donde cada personaje no sabe si espía o es vigilado, en el que la acción de cada uno de ellos puede ser cierta o una ficción, o donde encontramos incluso en el episodio de conclusión en un tren, donde Brenner custodia al veterano científico que ha estado recluido para ser trasladado de país. Un fragmento en el que Quentin Lawrence no duda en inspirarse abiertamente en el que sirve de conclusión a la obra maestra de Jacques Tourneur NIGHT OF THE DEMON (La noche del demonio, 1957), curiosamente utilizando para ello al mismo intérprete –MacGuinnis- lo que proporciona al mismo una extraña sensación al aficionado que conozca la que supone una de las cumbres del cine de terror.

Cierto es que unido a su profesionalidad, uno de los elementos que proporcionan mayor fuerza a THE MAN WHO FINALLY DIED, es el magnífico cast que logró conciliarse, todos ellos intérpretes de la mejor escuela británica, aunque procedentes de diversas generaciones y escuelas. Desde el duro y socarrón inspector encarnado por el magnífico Portman, siempre cómplice con el emergente Nigel Green, la sutileza y ambivalencia que demuestra Peter Cushing, o esa extraña mezcla de vulnerabilidad y dureza que esgrime el magnífico Stanley Baker. Es en ocasiones, en instantes donde Baker y Cushing comparten el plano, donde se tiene la extraña sensación de estar ante dos auténticos colosos. Un privilegio que alberga esta atractiva película de Quentin Lawrence, carente del menor reconocimiento en nuestro país, pero procedente de esa rica veta que el cine británico brindó al conjunto del policíaco europeo.

Calificación: 3

CASH ON DEMAND (1961, Quentin Lawrence)

CASH ON DEMAND (1961, Quentin Lawrence)

Nunca dejaré de incidir en ese auténtico cofre de piedras preciosas inexploradas, que alberga el acercamiento al cine británico clásico. Se trata de una faceta que a nivel personal me ha proporcionado no pocos placeres, ratificando mi creciente admiración por la producción de dicha cinematografía. Dentro de esas coordenadas, es curioso –y grato- admitir, como en el contexto de Hammer Films –quizá la productora más analizada de aquel país, junto a la Ealing-, se insertan exponentes que avalan esa misma circunstancia, y que en bastantes ocasiones exceden el marco genérico que le caracterizó –el fantástico y terror-. En todo caso, y aún admitiendo dicha circunstancia, no puedo por menos que ocultar por un lado la singularidad que presenta CASH ON DEMAND (1961, Quentin Lawrence), y por otro las cualidades de la misma. Ahí es nada, partiendo de una concienzuda realización por parte del poco conocido Quentin Lawrence –más extendido en su faceta televisiva, y de quien recuerdo con simpatía la previa THE TROLLENBERG TERROR (1958)-, se nos brinda una por momentos apasionante combinación de thriller psicológico y actualización de los postulados dickensianos del “Cuento de Navidad”, confluyendo en un producto tan sencillo en su estructura como casi modélico en su plasmación cinematográfica.

La película se desarrolla en el interior de una cotidiana oficina bancaria ubicada en una zona tranquila de Inglaterra, dirigida por un hombre intransigente y sin ninguna consideración con sus empleados –Fordyce (Peter Cushing)-. Nos encontramos en la víspera de la navidad, y ni siquiera ese contexto le motivará la más mínima sensibilidad hacia su personal, a los que no duda en recriminar el más mínimo fallo en sus tareas laborales. En un momento dado, Fordyce recibirá la visita del coronel Hepburn (André Morell), que acude en calidad de inspector de la firma de seguros que protege la entidad bancaria. Este aparecerá como un cuidadoso valedor de las medidas de seguridad implantadas en el banco, pero de manera inesperada se revelará un tan carismático como implacable atracador, que ha dispuesto el secuestro de la mujer e hijos del hasta entonces implacable responsable bancario, sometiéndole al chantaje que supondrá para él la colaboración en el robo de las más de noventa mil libras que se encuentran depositadas en la cámara acorazada de la oficina. Más allá del propio asalto, el encuentro con Hepburn supondrá para Fordyce un punto de inflexión que le facilitará el derrumbamiento de la dureza y carencia de sentimientos sobre los que hasta había basado su existencia.

Desde su propia secuencia progenérico –en la que con muy medidos planos secuencia se describe el marco donde va a desarrollar la narración, acompañados por la música altisonante de Wilfred Josephs, y ayudados por la espléndida fotografía en blanco y negro de Arthur Grant; más reconocido en sus aportaciones en color-, el espectador intuye que va a asistir a una película revestida de una peculiar personalidad. Pese a esa circunstancia, sus primeros minutos parecen introducirnos en un extraño marco, centrándose en la descripción de la figura del implacable Fordyce. Será a mi modo de ver el fragmento de menor interés de la película, no por que en sí mismo carezca de interés, sino en la medida de ofrecer un cierto manierismo al subrayar el comportamiento del protagonista –esa manera del director de ordenar todo lo que discurre por sus manos con modos casi obsesivos-. Por fortuna, ese breve capítulo –que nos permitirá adquirir un retrato preciso del responsable de la oficina-, pronto dará paso al núcleo central del relato, la interacción establecida a partir de la entrada de Hepburn en el despacho del director, inicialmente como delegado de la firma aseguradora de la oficina, y poco después revelándose como un audaz asaltante de la misma. Pocas películas he contemplado con propuestas más audaces y al mismo tiempo más lógicas, que las que ofrece CASH ON DEMAND. Caracterizada además por una casi total unidad de tiempo –la acción que vive el espectador se corresponde casi en su totalidad a la marcada en el propio film-. El film de Lawrence se beneficia enteramente por el excepcional duelo interpretativo establecido a partir de ese momento entre Peter Cushing y André Morell, que por momentos parece sumarse a los mejores planteamientos del cine de Joseph Losey en aquellos momentos dentro del terreno del drama psicológico. A partir de esta interacción, y estableciendo el peculiar asaltador como auténtico apólogo moral del hasta entonces frío comportamiento de su sojuzgado interlocutor, el reto psicológico y emocional planteado en la película –basado en una obra teatral de Jacques Gillies, adaptada como guión por David T. Chantler y Lewis Greifer-, se despliega con tanta precisión, dentro de una escalada de tensión creciente –la descripción del propio robo en la caja acorazada-. Al mismo tiempo, su devenir  destacará en la interrelación de los dos protagonistas, unos diálogos afilados, definitorios de dos caracteres opuestos que se enfrentan en todo momento –es destacable el instante, mediada la película, en el que el hasta entonces atribulado Fordyce se crece al amenazar a Hepburn, insinuando con matarle si algo pasa con su mujer e hijo-.

Pero con ser casi apasionante el desarrollo de su metraje –parece que nos encontremos con un valioso precedente de propuestas dramáticas ejecutadas por dramaturgos en la línea de Anthony Schaffer-, la virtud de CASH ON… reside en la capacidad mostrada en todo momento por Quentin Lawrence para extraer de la misma el mayor partido estrictamente visual de la misma. Para ello aprovechará la cuidada planificación en pantalla ancha, componiendo sus planos siempre para potenciar al máximo la intencionalidad dramática emanada por su base argumental. Será algo que tendrá su principal punto de apoyo en la interacción de la extraordinaria labor de sus protagonistas, pero que se extenderá también en la escasa pero sustanciosa galería de secundarios –los empleados de la oficina y los inspectores de policía que harán acto de presencia en los minutos finales-. A partir de la confluencia de estos factores, Lawrence no dejará la oportunidad de aprovechar detalles –el instante en el que se destaca a Pearson (Richard Vernon) distraído haciendo garabatos en una libreta, el momento cuando se va a realizar el golpe en el que emerge un viejo limpia cristales en la ventana del despacho, los dos fajos de billetes que Hepburn dispone en el bolsillo del director- que aportarán matices y elementos dramáticos que, pese a su carácter suplementario, contribuyen a complementar y dotar de interés a la función. Un conjunto dramático que alcanzará el paroxismo en la escenificación del robo –las dudas que se establecen con las normas ante Pearson, las tribulaciones de Fordyce al intentar abrir infructuosamente la cámara acorzada; extraordinaria la vulnerabilidad que muestra Cushing y el contrapunto del primer plano de Morell, aparentando seguridad pero escondiendo un oscuro terror a que su plan fracase-, y en la creciente modulación del mismo –esa luz de alarma que se enciende, revelando que la puerta de seguridad no se ha cerrado-. Como si asistiéramos ante un singular precedente de SLEUTH (La huella, 1973. Joseph L. Mankiewicz), CASH ON DEMAND adquirirá en su último tramo un giro sorprendente, hasta adquirir en su conclusión un carácter de apólogo moral. Quizá –reconozcámoslo- aparezca un cierto destello moralizante –la ambientación navideña casi obliga a ello-. Sin embargo, esos minutos finales nos permitirán dos instantes fabulosos, en los que el realizador potencia la inmensa talla de un Cushing, revelando en esos instantes la gratitud de un ser egoísta y sin sentimientos hasta muy poco tiempo antes. Será en esa expresión que muestra hacia sus empleados, al comprobar como estos salen al paso ante la llegada de la policía, y mostrando con ello la adhesión de todos ellos a su drama personal y, por supuesto, en esa mirada final, repleta de comprensión y complicidad, anunciándoles que asistirá a la fiesta navideña organizada por ellos. Una conclusión conmovedora para un film muy atractivo, que hay que incluir por derecho propio en cualquier antología del thriller inglés, además de permitirnos completar los perfiles de la inagotable inspiración de Hammer Films.

Calificación: 3