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CINEMA DE PERRA GORDA

Roy Ward Baker

QUATERMASS AND THE PIT (1967, Roy Ward Baker) ¿Qué sucedió entonces?

QUATERMASS AND THE PIT (1967, Roy Ward Baker) ¿Qué sucedió entonces?

Pocas películas de su tiempo albergan un inicio tan absorbente. Desde la cortinilla que se abre y nos adentra al marco central de la acción -la estación de metro de Hobb’s End en Londres- una atinada combinación de grúas y panorámicas nos trasladaba al inicio de esa espiral de inquietantes acontecimientos que, en última instancia, nos llevará casi a la destrucción de nuestra civilización, quizá como catarsis al ver derrumbar todas las teorías sobre el origen de la raza humana, ya que las evidencias que se van despejando en las investigaciones irán revelando que surgimos de una colonización marciana. Siempre he considerado QUATERMASS AND THE PIT (¿Qué sucedió entonces?, 1967. Roy Ward Baker) una de las cimas de la historia del cine fantástico. Y me ratifico en ello por diversas razones, una de las cuales reside en la originalidad de su punto de partida y su trazado dramático. Pero podríamos citar al mismo tiempo la independencia establecida con los otros lejanos y estupendos encuentros de Hammer Films con el dr. Quatermass -en esta ocasión encarnado de manera magnífica por Andrek Keir-, o la lucha que establece su trazado entre ciencia y los estamentos institucionales cerrados que se opondrán a ella, en esta ocasión centrados en los burócratas londinenses y el mando militar, que en la película tendrá su más antipática representación en el coronel Breen (Julian Glover).

Pero a la hora de hablar de esta extraordinaria película, en ningún momento cabe olvidar la presencia del británico Roy Ward Baker tras la cámara, haciendo suya la que será la obra cumbre de su carrera, en la que no obstante ya se atesoraban títulos magnífico, como esa extraña maravilla bizarra que es TIGER ON THE SMOKE (1956), el insólito western de anuencia homosexual THE SINGER NO THE SONG (El demonio, la carne y el perdón, 1961) o el vibrante alegato antirracista FLAME IN THE STREETS (Fuego en las calles, 1961). Es cierto que Baker rodaría tras la película que comentamos la mediocre THE ANNIVERSARY (1968), pero puede deducirse que nos encontramos ante un cineasta que se crecía ante los relatos turbios e inquietantes, y encontró en el extraordinario libreto de Nigel Kneale -nunca escondió su admiración al mismo- la guía casi invariable para alcanzar un resultado extraordinario.

Es por ello que su inspirada puesta en escena que, si bien en ocasiones bebe abiertamente de su original televisivo, no es menos cierto que acierta en todo momento al apostar por una cámara envolvente, en la que su dinamismo y movilidad siempre obedecerá a necesidades dramáticas. Sucederá tanto con la excelente utilización del espacio escénico -la inquietante visita a la casa en ruinas donde se descubrirán unos no menos inquietantes arañazos presentes en sus paredes; el conjunto de las secuencias desarrolladas en el interior de la estación de metro, o incluso dentro de la insólita nave; la presencia de esqueletos de dinosaurios en la secuencia descrita en el museo-, o la oportuna presencia de primeros planos punteados con la agudeza del fondo sonoro de Tristam Cary -sus compases mientras la grúa inicial nos adelanta el horror que vamos a contemplar muy poco después en el exterior de la estación de metro-. Todo ello irá conformando un relato ejemplarmente dosificado. Sin mácula. Articulado en sus dos primeros tercios, acentuando la creciente sensación de asistir a una investigación que, por momentos, casi parece superarnos en las conclusiones que se atisban. Será un extenso pero apasionante recorrido en el que se irá consolidando la complicidad entre Quatermass y la dra. Judd (maravillosa, como siempre, Barbara Shelley), y en el que el espectador asistirá hipnótico al proceso que irá revelando una serie de acontecimientos que desmontarán por completo todo aquello sobre lo que se había sustentado la comodidad de nuestra convención de pensamiento.

QUATERMASS AND THE PIT logra articular la oposición entre lo racional y la creencia sobre lo sobrenatural. Entre la propia ciencia y la rigidez de los estamentos oficiales. Entre la tradicional vida inglesa y la llegada del progreso -esa deprimente estampa de la taberna pendiente del televisor-. Entre el eco doloroso de la religión -los instantes en los que el catatónico Sladenn (Duncan Lamont) se encuentra en la sacristía de una parroquia, planificados como si nos introdujéramos en cualquiera de los títulos del estudio ambientados en el pasado-. Todo ello confluye en una asombrosa amalgama. En una especie de milagro cinematográfico, donde todos los que formaron parte de la película intuyo que vislumbraron que se encontraban ante un relato insólito y sorprendente, y en el que por fortuna se descartaron por completo debilidades visuales habituales en aquellos años. Es más, uno no deja de intuir que tanto en la elaboración del guion como, sobre todo en la estructura dramática de la película, pudiera tomarse como referente otra de las obras maestras del género, el previo CURSE OF THE DEMON (La noche del demonio, 1957. Jacques Tourneur) con la que comparte no solo la demoniaca presencia final -que recuerdo me aterrorizó cuando contemplé por vez primera la película en un pase televisivo allá por 1976-, si no la ya señalada estructura de oposición de racionalismo con lo sobrenatural. Por momento, igualmente la película se adelanta a la muy cercana THE NIGHT OF THE LIVING DEAD (La noche de los muertos vivientes, 1968. George A. Romero), aunque sea deudora de los zombis de la previa THE LAST MAN ON EARTH (1964, Sidney Salkow y Ubaldo Ragona) -esos humanos transmutados en seres sin conciencia, que van rodeando a los que permanecen al margen de la terrorífica plasmación de energía-.

Lo cierto es que todo en el film de Baker articula una extraordinaria gradación dramática, en la que sus diferentes episodios funcionan con la precisión del mecanismo de un reloj, y sirviendo al mismo tiempo como progresivo refuerzo a la entonces novedosa -y aterradora- premisa final del relato; la apocalíptica y definitiva catarsis centrada en la liberación de energía hasta entonces escondida durante siglos y siglos, en la que siempre en el mismo y demoníaco marco habían tenido lugar manifestaciones demoníacas, y como tal quedaron reseñadas en diferentes crónicas. Esa capacidad para alternar diferentes texturas inmersas todas ellas en confines paralelos del cine fantástico, o de plantear una premisa argumental digamos inteligente, un año antes de lo preconizado por Stanley Kubrick en 2001: A SPACE ODYSSEY (2001. Una odisea del espacio, 1968) es lo que otorga personalidad propia a una película que por momentos no sabemos si enclavarla en las premisas del cine de ciencia-ficción o el de terror, que en muchos de sus pasajes nos llega a incomodar abiertamente, y que queda como un admirable y maravilloso islote, cuya influencia posterior quedaría presente en la obra de especialistas posteriores del género como David Cronenberg, John Carpenter o incluso el Ridley Scott de ALIEN (Alien, el octavo pasajero, 1979).

Como espectador, siempre me he sentido casi hipnotizado ante esa escalada de estupefacción y horror que plantea el film de Baker. Ante la fuerza irresistible que desprenden unas investigaciones que van discurriendo con tanta lógica como espanto. La convicción y la oposición que demuestran sus personajes. La superación que se irá manifestando en el rostro de Quatermass, siempre encontrando el necesario y silencioso apoyo en la doctora Judd. En esa progresiva traslación del Londres sixties en el pathos de su pasado más lejano. En la inesperada presencia de esos inesperados cráneos con millones de años de antigüedad o, sobre todo, esas langostas gigantes de horrible aspecto, que irán descomponiéndose por minutos -secuencias estas realzadas por el admirable cromatismo de la fotografía del experto de la casa, Arthur Grant-. También en esas paredes de la estación de metro que se tornarán arcillosas en el inicio de la catarsis del relato. O en las miradas de estupefacción e incredulidad de las autoridades, sobre todo el ministro -extraordinario Edwin Richfield- ante la grabación del inconsciente de Barbara, que permitirá visualizar lejanas imágenes del proceso de colonización de las criaturas marcianas. Lo comprobaremos también en la aterradora belleza que describirá la nave marciana una vez descubierta, con su brillante color blanco tamizado de pequeñas venas que parecen otorgarle vida propia. Esa terrible violencia que emerge del subsuelo en las calles londinenses, que no dudan en abrirse en enormes grietas envueltas en fuego y magma, dispuestas a cobrar el fruto de un pasado lejano. Horror en el rostro carbonizado de Breen al haber sido incapaz de asumir la realidad de un acontecimiento que rompía su estrechez de militar. Estupefacción en la frase postrera del alto funcionario, herido de muerte en la huida final de Hobb’s Lane, exclamando ya casi sin vida “Tengo que elaborar el informe…”.

Todo ello confluirá en la plasmación de uno de los finales más tristes y liberadores jamás ofrecidos en la Historia del Cine, en la que la mirada perdida de Quatermass y la doctora, apenas tiene el fondo esperanzador del sonido de una ambulancia, poco después del sacrificio del dr. Roney (James Donald) en defensa del futuro de la Humanidad. QUATERMASS AND THE PIT es una obra admirable, tan insólita como incómoda. Todo un punto sin retorno dentro del clasicismo de la historia del cine fantástico.

Calificación: 5

FLAME IN THE STREETS (1961, Roy Ward Baker) Fuego en las calles

FLAME IN THE STREETS (1961, Roy Ward Baker) Fuego en las calles

Heredero de una corriente que siempre estuvo presente en el cine de las islas, incluso en periodos donde podía predominar una apariencia complaciente, lo cierto es que la confluencia de finales de los cincuenta y primeros sesenta, hizo emerger en Inglaterra una notable corriente crítica y social, que discurrió de manera paralela a la rotundidad descrita por el Free Cinema, y que durante largos años apenas mereció la más mínima consideración. El paso del tiempo, siquiera sea mínimamente, esta permitiendo la reconsideración de ese corpus, que al mismo tiempo nos permitía ratificar la viveza de un cine eternamente menospreciado. FLAME IN THE STREETS (Fuego en las calles, 1961. Roy Ward Baker) es una muestra notable de este tipo de cine, que en aquelos años frecuentaron con acierto, cineastas como Basil Dearden, John Lee Thompson, o Guy Green, entre otros, atesorando a falta de un estilo definido, el aporte de una entrega, profesionalidad e incluso inspiración a prueba de bomba, aunando a su alrededor una casi insuperable conjunción de técnicos, guionistas e intérpretes. En este caso, el film de Baker se centra en el radio de acción de un solo día, un 5 de noviembre –la celebración de las hogueras del Guy Fawkes, descritos en la pantalla un año antes que en A TASTE OF HONEY (Un sabor a miel, 1962. Tony Richardson)-. Ya desde el primer momento, el plano de la figura de un negro, nos avanza el conflicto que se irá exteriorizando a lo largo de la película, descrito inicialmente en torno a sutiles y crecientes detalles, que van trasladando al espectador, la creciente sensación de racismo, cada vez menos soterrado. Será algo que se centrará en torno al joven Gabriel Gomez (Earl Cameron), a quienes ciertos empleados de la fábrica en la que se inicia la película, mirarán con recelo, a la hora de ratificar en su puesto de encargado, tras haber desempeñado dicha responsabilidad de manera provisional.

Partiendo de un soberbio guión de Ted Willis, uno de los más reputados artífices dramáticos de esta vertiente cinematográfico, FLAME IN THE STREETS pronto se va enriqueciendo por nuevos factores, que permitirán en su conjunto, elaborar una radiografía especialmente sombría, de aquella Inglaterra en teoría inmersa en un sendero de futuro, pero que era incapaz de asumir una mirada abierta en torno a la integración racial. Lo brillante del film de Baker, reside en las diferentes capas que podemos ir percibiendo, describiendo no solo un mayor o menor grado de racismo en la sociedad cotidiana del país, sino ante todo el grado de incardinación que de manera paulatina, van asumiendo los diferentes vectores del drama expuesto. Será algo que tendrá otro exponente esencial, en la relación que mantendrá la joven Kathie Palmer (Sylvia Sims), con un maestro compañero negro, Peter Lincoln (Johnny Sekka). Kathie es hija del reconocido activista sindical Jacko Palmer (John Mills), destacado en su defensa de la ratificación de Gabriel, y que junto a su entrega hacia los demás, ha olvidado el cuidado a su propia familia. La circunstancia de la revelación en la relación de su hija, la defensa en torno a la figura del encargado negro, y la propia celebración festiva, serán el caldo de cultivo, de una película que, por momentos, casi aparece como un precedente británico de THE CHASE (La jauría humana, 1966. Arthur Penn). Baker sabe alimentar esa creciente densidad del relato, funcionando quizá más en esos pequeños detalles, reveladores de manera más creíble, en el racismo cotidiano de la sociedad inglesa de aquel tiempo –la vecina chismosa que aparecerá como inesperado detonante del enfrentamiento familiar de los Palmer-. Esa capacidad para profundizar casi hasta el límite en los recovecos de ese racismo cotidiano, tendrá su expresión en los inconscientes recelos que Gabriel provocará en su esposa blanca –su rechazo a las formas que tiene este de comer el pan con las manos-, o no dudará en incorporar matices como la falta de responsabilidad por parte del dueño de la empresa, a la hora de delegar en Jacko la posibilidad de renunciar a su intención de mantener como encargado a Gabriel. O incluso esa visión que Lincoln transmite a Kathie en torno a la seriedad de los modos de vida ingleses –en una preciosa secuencia desarrollada junto a ese río contaminado y sin vida-. O, finalmente, en el acierto de describir la diferente manera en la que se han integrado los negros en Inglaterra, oponiendo al dueño de la sucia finca de apartamentos en las que se alojan varios de ellos, un negro de modales lujosos, incapaz de sentir la más mínima empatía en torno a sus compañeros de raza, sobre los que ejerce casi como usurero.

Esos matices, esa visión colectiva en la que parece que todo se encuentra conectado, en donde toda causa tiene su efecto, lo cierto es que el núcleo central de la película, se centra en el drama que manifiesta el matrimonio Palmer, al cual la decisión de la hija pondrá en una difícil coyuntura. Por un lado, Jacko demostrará sentirse realizado, en el momento en que ejerce su labor sindical, donde podemos sentir que realmente actúa, convenciendo a sus compañeros obreros –y en ello podemos ver como la magnifica performance de John Mills adquiere ciertos matices histriónicos, que se reiterarán cuando este intente convencer a Peter para disuadirle que deje a su hija-. Sin embargo, la entraña de la película, por encima de su elemento de denuncia, se centrará en el vislumbre de la crisis vivida por el matrimonio, tras un cuarto de siglo casados. Casi como si de núcleo de falsa familia, la presencia de la elección sentimental de la hija, sirva para mostrar el lado más receloso y reprobable de una mujer fracasada –Nell Palmer (extraordinaria Brenda de Banzie)-. Una mujer que a punto ha estado en varias ocasiones de abandonar a su esposo, que añora la ausencia de un cuarto de baño como símbolo de confort e intimidad, y que solo ha resistido ser una en apariencia impecable ama de casa, al destinar su entrega en esa hija, que ahora ve como en apariencia solo le demuestra agradecimiento, al decidir abandonar la vivienda familiar, cuando la madre le pone entre la espada y la pared.

En una película donde el cromatismo brindado por la fotografía de Christopher Challis, proporciona casi un sesgo de provocación, que ayuda a recordarnos esa cercanía a la catarsis con la que culminará el relato, sería conveniente destacar el uso del formato panorámico por parte de un muy solvente Baker, que acierta al servirse de un material dramático de primera magnitud, y de un cast impecable. Personalmente, uno destaca con mucho el alcance casi conmovedor que adquiere esa secuencia confesional entre el matrimonio Palmer, en donde Nell se desnuda ante su marido, confesando sentirse como un mueble más en su casa, sin sentir el cariño de su esposo. Se trata de un pasaje revestido de una enorme delicadeza –como lo expresará la secuencia final, en la que ambos descenderán al encuentro de su hija y su novio, teniendo como fondo una pared blanca, y dejando en la intuición del espectador, esa posterior relación entre todos ellos-. Personalmente, lo que encuentro menos valioso en FLAME IN THE STREETS, se centra en lo chirriante de la presencia de ese grupo de teddy boys de tintes racistas, y soy consciente de que el mundo de los pandilleros, ha sido una faceta que en muy pocas ocasiones ha demostrado credibilidad, tanto en el cine de las islas como en el americano.

Por último, dentro de esta película atractiva y perdurable –atención al uso dramático de los espejos, proyectando la autentica psicología de sus personajes-, o la presencia de objetos complementarios dentro del encuadre -ese osito de peluche que ejerce como metáfora de la infancia de Lathie-, no puedo por menos que vislumbrar como el inicio –esa rápida introducción en la acción y el plano de la figura del negro- y la propia culminación de su catarsis violenta –en medio de los fuegos artificiales y las hogueras de dicha celebración-, me aparecen casi como un ensayo de similares escenas plasmadas en la que sigo considerando como la inesperada obra maestra del cineasta; QUATERMASS AND THE PIT (¿Qué sucedió entonces?, 1967)

Calificación: 3

MOON ZERO TWO (1969, Roy Ward Baker) Luna cero dos

MOON ZERO TWO (1969, Roy Ward Baker) Luna cero dos

“Aquí somos todos extranjeros”, comentará Clementine Taplin (Catherine Schell) al osado capitán William Kemp (un desafortunado miscasting para James Olson), cuando discurran sobre el árido terreno lunar en la búsqueda del desaparecido hermano de la primera. Esa angustia en la vivencia de un territorio hostil en el que está vedado incluso el imposible contacto con el inexistente aire es, bajo mi punto de vista, el elemento más atractivo, por sombrío, de MOON ZERO TWO (Luna cero dos, 1969), dirigida por Roy Ward Baker un par de años después de su inesperada obra maestra con QUATERMASS AND THE PIT (¿Qué sucedió entonces?, 1967). Una cumbre inserta en un periodo tardío de Hammer Films, que concluía de una manera absolutamente desoladora, mostrando quizá esa aura nihilista, que se vislumbra en los instantes más atractivos de esta sorprendente incursión del director y, sobre todo, del mítico estudio británico, en el universo de unos determinados rasgos de la ciencia-ficción, puestos de moda tras la aparición de 2001: A SPACE ODYSEEY (2001: Una odisea del espacio, 1968. Stanley Kubrick). Por desgracia, pese a la presencia de algunos pasajes atractivos, lo cierto es que con bastante justicia se suele señalar esta película, como uno de los primeros referentes dentro de la pendiente de decadencia de Hammer, aunque los derroteros de dicho descenso de calidad, girara por parámetros divergentes a los que manifiesta esta –digámoslo yo- mediocre película, que por otro lado contó con un generoso presupuesto, que no impide que en determinadas secuencias –sobre todo aquellas que describen el discurrir de vehículos por la nocturnidad de la superficie lunar-, evidencien en nuestros días el recurso a maquetas hoy dia bastante superadas.

Kemp es un aguerrido piloto espacial, que en pleno siglo XXI mantiene un bien ganado prestigio al haber sido el precursor de alunizaje a planetas como Marte. De características que podríamos señalar casi como un precursor del Han Solo de STAR WARS (La guerra de las galaxias, 1977. George Lucas). Arrogante, irónico y con un claro atractivo cara a las mujeres, su prestigio va en consonancia a un carisma desafiante en el entorno que le rodea, de un planeta luna decididamente colonizado por terrestres, que han logrado recrear una serie de condiciones y adelantos para poder vivir en un contexto en el que, ante todo, se cuenta como definitiva rémora, la ausencia de oxígeno. Será el ambito en el que el piloto asuma por un lado la oferta del siniestro J. J. Hubbard (Warren Mitchell), dirigida a reconducir el destino de un enorme meteorito de seis mil toneladas de zafiro, al objeto de que lo dirija sobre territorio lunar. Por otro lado, atenderá el desesperado encargo formulado por Clementine, al objeto de buscar y rescatar a su hermano, desde meses atrás responsable de una explotación en un rincón de dicho planeta, y de quien ha dejado de tener noticia alguna. Entre ambas premisas –finalmente ligadas en torno a la conclusión del conjunto-, lo lamentable de MOON ZERO TWO es la triste sensación de contemplar un título en el que el tedio es el elemento más frecuente, pudiendo observar la sumisión de sus premisas, en torno a los tics más penosos no solo del cine, sino de las modas de su tiempo. Como una visión ya tardía del Swinging London y la psicodelia de finales de los sesenta, con la escusa de una ambientación lunar podremos contemplar un vestuario y una caracterización absolutamente horripilantes, la actuación incluso en una presuntamente evocadora taberna lunar, de un grupo de baile que podría haber sido coreografiado por el mismísimo Valerio Lazarov. Es más, habrá hasta una secuencia de pelea en dicho recinto –sin duda la peor de la película- rodada con cámara lenta. La caracterización de los personajes es tan ridícula como sus motivaciones, hasta el punto que ni siquiera contemplándolos desde un prisma irónico y distanciado alejan esa aura de rechazo que provoca su conjunto.

Por ello, y dentro de una película que nació ya con la etiqueta de la caducidad más evidente, uno prefiere reseñar aquellos instantes –pocos-, en los que se adivina ese alcance casi existencial, que podría haber conducido a MOON ZERO TWO una cierta entidad como tal propuesta adulta de la ciencia-ficción, que constantemente se niega a sí misma. Algo que se percibe en la secuencia en la que Kemp actuará por vez primera, iniciando las maniobras de cara a reconducir la órbita del enorme meteorito –aunque ello no nos evite escuchar el comentario de este al ver el mismo: “menuda mujer será la que lleve esta piedra al cuello”. Será sin embargo la búsqueda del hermano de Clementine, la que proporcione los mejores instantes del film de Baker. No se quiera pensar con ello que asistamos a un fragmento especialmente memorable –ahí están esos horribles zooms que arruinan el instante teóricamente atractivo del descubrimiento del cadáver, todavía en pie, del hermano de esta, con el uniforme de astronauta-. Sin embargo, no es menos cierto que en ellos se describe una cierta sensación de soledad compartida entre los dos personajes, transmitiendo al espectador esa aura opresiva de ser víctimas de la colonización de un territorio hostil a las comodidades humanas. Con todos sus altibajos e insuficiencias, la película legará hasta su conclusión, en un fragmento que, de nuevo, transmitirá cierto pathos –la estrategia para evadirse de los hombres de Simmons-.

Poco es, sin embargo, lo que resta por salvaguardar de una película que se inicia con unos curiosos títulos de créditos animados por una canción olvidable y muy de su tiempo, que despistan al espectador sobre lo que va a contemplar a continuación, al tiempo que avisan sobre lo horripilante del fondo sonoro de Don Ellis. En medio de esa auténtica ensalada de elementos caducos, retengamos dos detalles cuanto menos divertidos. Uno, la presencia de breves pasajes de la película STAGECOACH (La diligencia, 1939. John Ford) en una sala de proyección de la estación lunar. El segundo, el breve plano que muestra uno de los juegos utilizados por sus moradores; el Moonpoly, curiosa variante del Monopoly. Como puede deducirse, la sutileza no es precisamente la cualidad más relevante de esta película que ya nació trasnochada en el momento de su estreno.

Calificación: 1’5

THE OCTOBER MAN (1947, Roy Ward Baker)

THE OCTOBER MAN (1947, Roy Ward Baker)

Tras varios años como ayudante de dirección, y la práctica que le supusieron la experimentación en el marco del cortometraje, Roy Ward Baker –firmando tan solo como Roy Baker- debutaba en el largometraje con THE OCTOBER MAN (1947), en un contexto de enorme riqueza para el cine británico, y asumiendo para sí, la poderosa impronta que le trasladaba la base literaria y el propio guión que le brindaba el conocido Eric Ambler, artífice de no pocos exponentes del cine de suspense. Un ámbito caracterizado por películas dominadas en su peculiar atmósfera, por argumentos casi minimalistas, que respiran esa aura de la cercanía de posguerra. Atmósferas en las que se encuentran ruinas de bombardeos, nieblas, personajes taciturnos, sospechas constantes…

THE OCTOBER MAN bebe de manera decidida de dicho enunciado, aunque quizá no pueda erigirse como uno de los exponentes más valiosos de este ámbito. Ello no debe hacernos menospreciar las cualidades que alberga este drama de suspense que se inicia de manera percutante, con la descripción del accidente que vivirá Jim Akland (el siempre estupendo John Mills) en un autobús. El accidente provocará la muerte de un niño, hijo de un compañero del que estaba a su cargo, traumatizando con extrema gravedad a nuestro protagonista, que se verá internado en un hospital durante un año. Una vez que se vea empujado a reiniciarse en la vida normal, no dejará de verse afectado por un fuerte conflicto psicológico. Se hospedará en una residencia, donde muy pronto hará ver por su lado su renuencia a la comunicación con su entorno, y por otra sus huéspedes aparecerán como seres representativos de los peores prejuicios de la vida británica. Entre sus moradores, destacará por sus dificultades económicas, y al mismo tiempo, por albergar una personalidad más abierta, la joven modelo Molly Newman (Kay Walsh). Será la única con la que entablará una tímida relación Akland, siendo ambos observados por el introvertido Peachy (Edward Chapman), otro de los inquilinos de la residencia, que pronto veremos había mantenido algún tipo de relación previa con Molly. Tras su reinserción laboral, el futuro deparará a Akland otra relación sentimental, representada en la joven Jenny Carden (Joan Greenwood, tan recordada por su seductor rol en TOM JONES (1963, Tony Richardson)), hermana de Harry, su compañero de laboratorio. En una noche de domingo, Molly aparecerá estrangulada cerca de la residencia. La labor policial asumirá las evidencias en los testimonios de los hospedados en la residencia. En especial el de Peachy y el de la atildada y chismosa Mrs. Vinton (Joyce Carey), ambos resentidos en su contra a partir de diferentes circunstancias previas. Una nueva pesadilla empezará a atormentar al protagonista, quien pese a tener clara su inocencia, por momentos llegará a poner en duda la misma, evocando fantasmas del pasado. Esta situación le hará vislumbrar el alejamiento que encontrará incluso entre los que se denominaban sus amigos. Tan solo Jenny le demostrará una absoluta confianza, aunque tendrá que ser el propio acusado el que deba luchar no solo para demostrar su inocencia, sino sobre todo para estar seguro de sí mismo.

Caracterizado en casi todo momento por su transparencia a la hora de exteriorizar sus cualidades y limitaciones, THE OCTOBER MAN destaca por la fisicidad que emana de sus imágenes. Como en buena parte del cine británico de su tiempo, esos contraluces casi siempre nocturnos, la planificación de sus instantes más dramáticos –la fuerza que adquieren esos planos nocturnos, con la incidencia de los humos del tren, mientras Jim se muestra sobre el puente, con la intensidad de su mirada; la manera con la que se muestra el cuerpo asesinado de Molly-, pero al mismo tiempo deviene esquivo y en ocasiones esquemático –lo estereotipados que aparecen los seres que nutren la residencia-. Hay una constante sensación de que se podría haber llegado a bastante más de lo finalmente ofrecido. Un desequilibrio en la contraposición de relato de suspense, mirada existencial, y plasmación de la psicología de una sociedad como la inglesa de su tiempo. De aquellos tres ámbitos, podemos sin duda extraer ejemplos de notable intensidad pero, si más no, aunque asistamos a una mirada que se describe con voluntad de no aspirar a más que ofrecer un efectivo relato de suspense, es cierto que esos giros en la percepción de su intriga, en ocasiones legan a noquear. Es algo que destaca en el encuentro que se produce entre Akland y Peachy, poco antes de que este se marche de la residencia, marcando en dicho encuentro un giro de ciento ochenta grados, que deja atrás cualquier vertiente de intriga, apareciendo en su lugar un elemento malsano, que introduce en el rostro y la mente de Peachy, un aura casi mefistofélica.

Así pues, entre un climax resuelto con convicción, convenciones más o menos bien plasmadas, aspectos que se dejan con escaso margen para la matización, giros impactantes y situaciones insertas sin haberse definido con la debida intensidad, aparece este debut en el largo de Baker, iniciando una andadura desigual pero llena de atractivo, en la que destacará tiempo después su pesadillesca TIGER IN THE SMOKE (1956), dentro de unos años cincuenta donde desarrolló una filmografía dominada por el cine de género. Muchos años después, y rompiendo unos sesenta poco estimulantes, aparece una de las cimas de Hammer Films; QUATERMASS AND THE PIT (¿Qué sucedió entonces?, 1967).

Calificación: 2’5

TIGER IN THE SMOKE (1956, Roy Ward Baker)

TIGER IN THE SMOKE (1956, Roy Ward Baker)

Es muy difícil establecer conclusiones maximalistas, máxime cuando aún me restan por contemplar no pocos de los títulos que forjan la filmografía del británico Roy Ward Baer –o Roy Baker, como firmó en esta y otras tantas ocasiones-. No obstante, habiendo podido contemplar una quincena de ellos –entre ellos todos los que gozan de mayor fama-, y si no fuera por la existencia del extraordinario QUATERMASS AND THE PIT (¿Qué sucedió entonces?, 1967), insólita obra maestra de aliento existencial, estoy dispuesto a afirmar que TIGER IN THE SMOKE (1956), podría ser la mejor obra del británico, con el acicate de suponer una extraña película que aún hoy por hoy sigue discurriendo por los senos del más injusto y profundo desconocimiento.

Hasta cierto punto es comprensible esta circunstancia, en la medida que nos encontramos ante una extraña propuesta del cine de suspense que, si se caracteriza por algo, es por frustrar por completo las expectativas del espectador. Esta extraña circunstancia se produce al adentrarse en el seguimiento de un relato dominado por giros insospechados y, precisamente por esto, definido en una constante sucesión de subtramas. Basada en una novela de la escritora Margery Allingham, trasladada en guión fílmico por Anthony Pellissier, de entrada la producción se caracteriza por contar con un reparto –eficacísimo- poblado por intérpretes poco conocidos –salvo quizá Donald Sinden-, que proporcionan a su conjunto una extraña aura de credibilidad. Dominada en todo momento en una atmósfera de niebla que es captada con una autenticidad muy pocas veces plasmada en la pantalla. Gran mérito de ello es la asombrosa fotografía en blanco y negro que brinda el gran Geoffrey Unsworth, que en no pocos momentos se erige como autentico protagonista en el relato, aportando una iluminación de enorme contraste, en una película que se articula en su mayor parte en exteriores nocturnos, que son tratados con una asombrosa fisicidad –atención a esos momentos en los cuales la niebla se inserta literalmente en el interior de viviendas y edificaciones-. Es más, dicha atmósfera otorga a la película una extraña aura bizarra e incluso anacrónica, que hace parecer al espectador que nos encontramos ante un film que podría haber sido rodado una década antes.

A partir de dicha base técnica, la premisa argumental de TIGER IN THE SMOKE aparece en sus instantes iniciales como una especie de revisión del BRIEF ENCOUNTER (Breve encuentro, 1945) de David Lean, presentándose a dos jóvenes amantes que se encuentran en una situación azarosa. Ellos son Geoffrey Leavitt (Donald Sinden) y Meg Elgin (Muriel Paulow), en cuya conversación inicial se plantea de entrada que ella está casada con otra persona. Muy pronto sabremos que su supuesto esposo, en apariencia muerto en la guerra, le está mandando mensajes que comprometerían la intención de boda que hay entre los dos amantes. Dicho comienzo predispondrá a un melodrama característico en el cine de las islas por su definición psicológica, pero muy pronto derivará a un contexto de pesadilla, al observar Meg –que antes ha acudido a la policía- a un hombre que observa los mismos rasgos que le conoció a su desaparecido marido –con el que se casó en circunstancias un tanto apresuradas-. La captura de este les acercará a un hombre disfrazado, que se escabullirá entre la niebla nocturna del entorno de la estación londinense. Por su parte, Leavitt, que en apariencia había dejado a su prometida, seguirá al individuo, siendo hecho presa por una siniestra banda de músicos callejeros, que lo mantendrán atado y amordazado en su extraña comitiva, escondiéndolo en el amplio sótano donde ambos se refugian, al tiempo que asesinarán al hombre que se había hecho pasar como el supuesto esposo de Meg, que se había denominado como Johnny Cash. En realidad será el preso fugado Jack Havoc (Tony Wright), iniciando la búsqueda de un documento que se conserva en el entorno de Meg, que encierra la posibilidad de acceder a un tesoro.

De tal forma, TIGER IN THE SMOKE se dirime en diversas vertientes. Por una lado la crónica policial, que se expone con tanta neutralidad como carencia alguna de dramatización, plasmando un modo de gestión policial por completo desprovisto de aura heroica alguna. De otra parte se expresará el drama psicológico existente en el hogar en el que reside Meg, en donde tiene destacada presencia el veterano canónigo Avril (Lavrence Naismith). Y de manera destacada, dotada además de un aura visual de marcado aire expresionista, se nos describirán las andanzas de ese grupo de delincuentes –que podrían haber salido de cualquier película silente de Tod Browning o mejicana de Buñuel-, caracterizados por su siniestro aspecto y utilizarse una planificación dominada por imaginativos e incluso dinámicos planos inclinados que subrayan ese carácter de pesadilla que domina dicho plano de la narración. Con dichas premisas, el film de Baker va alternando el seguimiento del argumento, tomando como referencia un hilo argumental que es complementado con la aportación de ambas vertientes. Se trata de un discurrir que se ve abortado en ocasiones mediante abruptos cortes, que proporcionan al trazado una extraña configuración. Un deliberado contraste, que al mismo tiempo sirve a ese objetivo de frustrar las expectativas del espectador en todo momento, configurando un conjunto que si por algo destaca, es precisamente por desarrollarse al contrario de lo que sus propias características podrían demandar.

Así pues, en la demostración de dicho enunciado, podríamos señalar la carencia de héroes o villanos sacrificados, que se manifiesta en la conclusión de la película sin mostrarnos la felicidad de la pareja protagonista o la muerte que se evita de Havoc. El desprecio hacia el macguffin que se manifiesta en el buscado tesoro, que al finar resultará ser la imagen de una Virgen que en realidad solo tiene un valor sentimental. El aura expresionista que describe esa fauna de músicos callejeros de siniestra formulación, en la que incluso se manifiesta una subtrama en torno a la existencia de un antiguo tesoro compartido por un comando en la II Guerra Mundial, que bien podría haber sido tomado como base por Peter Stone para su guión en CHARADE (Charada, 1963. Stanley Donen). La confrontación de todos estos elementos, la sensación de asistir a una autentica pesadilla tomada casi en una noche, proporciona a esta magnífica película no solo una irresistible fuerza, la sensación de asistir a un auténtico remolino cinematográfico, que en no pocas ocasiones deja sin agarraderas al espectador. Un relato conducido con un extraño grado de libertad por un Baker especialmente inspirado, y dotado con un grado cercano a la maestría, a la hora de recrear y dosificar atmósferas opresivas, dominadas por un alcance casi asfixiante. Todo ello es dominado por el realizador con la presteza de un primerísimo cineasta, ayudado en no poca media por el atrevido montaje puesto en práctica por John D. Guthridge. Un montaje este, como antes señalaba, caracterizado por la aplicación de abruptos cortes de secuencia, que contribuyen a afianzar ese aire de extraña y laberíntica pesadilla que constituye esta insólita película, que ofrece además algunas set pièces extraordinarias, que ya de por sí elevan el altísimo nivel de un conjunto que roza lo extraordinario. Es algo que podremos contemplar al vivir con una inusitada intensidad momentos tan escalofriantes, como el inesperado ataque de Havoc en una oficina –cuando aún no hemos conocido su aspecto-, en donde se encuentra Meg y el veterano sirviente de su mansión. Será una secuencia provista de un sentido de lo terrorífico y la cercanía de pasmosa efectividad, aunada por esa presencia exterior de la niebla, que en este fragmento concreto aparece literalmente invadiendo el exterior del marco de la misma. Secuencias como todas aquellas que protagonizan la pandilla de músicos callejeros. Tanto aquellas que se localizan en los interiores del viejo sótano –mostrando ligeros ecos al M (1931) de Fritz Lang-, como las desarrolladas en exteriores, en las que la presencia de esos extraños y móviles planos inclinados, confieren a dichos momentos una rara efectividad. Presencias como la de la usurera y chantajista Lucy Cash (Beatrice Varley), que en sus gestos y actitudes esconde un aura dominada por lo siniestro. Y en una función que de manera casual, concluye con un episodio junto a un acantilado –de manera similar a otro policíaco de dicho año; LOST (Secuestro en Londres, 1956. Guy Green), preludiando el de de NORTH BY NORWEST (Con la muerte en los talones, 1959. Alfred Hitchcock)-, ofrece su secuencia más extraordinaria, en el breve episodio nocturno que se desarrolla en el interior de la parroquia que dirige Avril. Una secuencia dominada por la profundidad de campo, ubicando al canónigo en primer término del encuadre, teniendo este en todo momento la sensación de que el asesino –del cual ha descubierto sus orígenes- se encuentra escondido. Así será, y aumentará su sensación de amenaza al conversar entre ambos, teniendo el religioso la sensación creciente de que lo va a asesinar, y confesando que ello le está provocando más miedo del que pudiera asumir –una muestra de la debilidad de sus creencias-, pero al mismo tiempo asumiendo que no puede optar por otro camino al jurarle a este que no conversará con la policía. “Cada uno elige el destino de su alma” señalará Avril, recibiendo una –esperada- puñalada por la espalda. Esa constante intención de Baker de escamotear las expectativas del espectador, llevarán al hecho de que el clérigo solo resulte herido en la agresión. En cualquier otra película, dicha elección argumental hubiera sido tomada como una apuesta por lo convencional. En esta ocasión se ofrecerá como todo lo contrario, ya que el descubrimiento de que no ha muerto, una vez más frustra nuestras expectativas.

Calificación: 4

MORNING DEPARTURE (1950, Roy Ward Baker) Salida al amanecer

MORNING DEPARTURE (1950, Roy Ward Baker) Salida al amanecer

Quizá sea un poco atrevido afirmar que con MORNING DEPARTURE (Salida al amanecer, 1950), nos encontramos ante el mejor film del británico Roy Ward Baker –aquí firmando solo como Roy Baker-, tras su obra cumbre QUATERMASS AND THE PIT (¿Qué sucedió entonces?, 1967). No haber contemplado hasta el momento títulos como THE SINGER NOT THE SONG (El demonio, la carne y el perdón, 1961)L DEMONIO, LA CARNE Y EL PERDÓN, o una necesaria revisión de la previa A NIGHT TO REMEMBER (La última noche del Titanic, 1958) me impiden esa aseveración. Sin embargo, sí que me atrevo a señalar mi sorpresa al encontrarme ante una magnífica combinación de relato de suspense y drama psicológico –una de las facetas en las que el cine británico siempre ha logrado brillar con especial singularidad-, a partir de una ejemplar adaptación de la obra teatral de Kenneth Woolard. En pocos instantes, la película acertará en la descripción de los dos principales personajes del relato. De un lado el comandante Armstrong (John Mills), un hombre dedicado en doce años a la marina, de quien contemplaremos su despertar en un día cualquiera y la cotidianeidad de ese rito cotidiano, percibiendo el interés de su esposa por que abandone su vocación, en beneficio de un empleo más remunerado en la empresa de su padre. Por su parte, contemplaremos la humillación sufrida por el soldado Stoker Snife (Richard Attenborough), casado con una joven que lo domina y al mismo tiempo desprecia, tan solo pendiente en sacarle el dinero que le entrega de su paga, para proseguir con su vida disoluta. Dentro de un marco de cotidianeidad y definida por la atmósfera emanada por la magnífica y húmeda fotografía en blanco y negro de Desmond Dickinson, asistiremos al inicio de una maniobra por parte del submarino que comanda Armstrong. El destino querrá que uno de sus veteranos tripulantes reciba un permiso al anunciarse que ha sido padre… La situación parece formar parte de una misión de rutina desarrollada ya pasada la II Guerra Mundial, hasta que la nave se tope con una mina abandonada, que al parecer lleva bastante tiempo flotando en la superficie del mar abierto. Pese a los esfuerzos y las maniobras dirigidas por Armstrong, la mina impactará provocando el hundimiento del submarino hasta el fondo del mar. Todo ello se expresará mediante un casi asfixiante y prolongado fundido en negro. Ya con anterioridad, desde que la acción se inserta en el interior de la nave, el relato adquirirá una creciente espiral de tensión, aunque al mismo tiempo en ningún momento se abandone esa imperturbabilidad inequívocamente inglesa, que se extenderá en el conjunto del film.

Y será una vez vuelva la cotidianeidad, cuando en realidad podamos comprobar las verdaderas intenciones de esta nueva muestra de la perfección que el artesanado británico brindó a numerosos títulos que fueron desdeñados por la crítica del momento –aunque no por la Academia Británica de Cine (BAFTA), ya que la película recibió una de las nominaciones a las mejores producciones inglesas del año-, pero que con el paso del tiempo han ido revelando la perfección de su construcción casi sin fisuras. Es el caso de MORNING DEPARTURE, sobre todo a partir del momento en que Armstrong –y con él, el espectador-, perciba la gravedad del accidente, que ha dejado muertos a la mayoría de la tripulación, quedando tan solo doce supervivientes en la cámara central del submarino. A partir de esta premisa, la película se erigirá en una casi apasionante articulación dramática, en la que se combinará la descripción del proceso de salvamento y rescate de los supervivientes, con la contraposición de la progresiva intimidad que se va estableciendo entre ambos, revelando la auténtica naturaleza de su personalidad, conforme el círculo de supervivientes se va estrechando, ya que de los doce iniciales, estos se reducirán a cuatro, puesto que en dos actuaciones de salvamento ocho de ellos lograrán ser rescatados con relativa facilidad.

Sin recurrir a los personajes exteriores que hemos conocido en el caso de los encarnados por Mills y Attenborough, la película se centrará poco a poco en ese cuarteto de seres a los que las circunstancias ha reunido a treinta metros bajo el mar, esperando pacientemente y con espíritu muy británico, que los buques que han acudido y han encontrado el submarino, puedan efectuar esa deseado rescate. Llegados a este punto, el grado de suspense se entremezcla con la capacidad que demuestra Baker para penetrar en la entraña de esos  protagonistas de tan dispar procedencia como opuesta psicología, revelarán la humanidad de sus comportamiento y, en definitiva, el triunfo de la convivencia en la condición humana. Y ello tendrá quizá su máximo exponente en la evolución que irá mostrando el joven Snipe, de quien se mostrará en pantalla una extraordinaria evolución, del joven díscolo y acosado por la claustrofobia que nos aparecerá poco después del accidente, hasta que poco a poco se instale en él una extraña modificación en su personalidad, en la que tendrá su punto de inflexión el instante en el que estará a punto de ser uno de los cuatro evacuados de la segunda hornada, hasta que en un momento dado argumente un accidente en la muñeca para entender que no era su lugar ocupar el que había correspondido a otro en el sorteo previo con las cartas –resuelto en un episodio dotado de una tensión admirable-. A partir de ese momento, encontrará casi su único cometido en atender al teniente Manson (Nigel Patrick), un hombre mundano que admira la personalidad de Armstrong, confesando con este su vacío existencial, y cayendo presa de esa malaria que en ocasiones le afecta.

Combinando a la perfección esos detalles esperanzadores que irán introduciéndose en el relato -la llegada del buzo que entablará comunicación directa con el mando, la aplicación al submarino de dos conductos de oxígeno desde el exterior, el proceso desarrollado por los equipos de salvamento-, MORNING DEPARTURE destaca por la aplicación de un lenguaje narrativo casi ejemplar, en el que en ningún momento se conservara regusto teatral en los episodios desarrollados en el interior del submarino, todos ellos lindando con lo apasionante. Perfecto en la dirección de actores, en donde no se sabe a quien destacar más –aunque no deje de admirar la brava juventud de Attenborough, o la bonhomía que desprenderá en todo momento el veterano Higgins (James Hayter)-, en la precisión de su montaje, la pertinencia en la aplicación de primeros planos o planos generales que no obstante siempre definirán lo claustrofóbico del relato, centrándolo en su misma sobriedad en esa querencia por unos personajes a los que poco a poco irá mostrando un mayor cariño. Unamos a ello el adecuado uso de la elipsis, obviando en cierto modo la dureza del tiempo de espera de los últimos cuatro supervivientes, e inclinándose el relato por el contrario por una crónica cotidiana de esa semana larga en la que exteriormente se irá alzando poco a poco la nave, estando finalmente a pocas horas de salir la misma a la superficie.

Sin embargo, el destino querrá que una inesperada tempestad y temporal eche por tierra la posibilidad del rescate, para pesar del íntimo compañero de Armstrong, quien desde el exterior y bañado en lágrimas irreprimibles no podrá evitar el fracaso de estas tareas. Será algo que percibirán los tres últimos supervivientes, en una secuencia final absolutamente conmovedora en su propia sencillez y asunción del último destino, descrito con la cámara a través de un casi ritual plano de alejamiento, sobre el que se sobreimpresionará un fondo marino. Será la terrible y al mismo tiempo hermosa conclusión a una película que roza lo ejemplar en la combinación de una mirada revestida de simplicidad, el cariño que brinda a sus personajes, y la perfecta incardinación de su trazado como relato de suspense, en el que predomina una impecable descripción psicológica de la reducida galería humana que transitará por su metraje. En definitiva, un resultado espléndido, para otra de esas pequeñas joyas apenas evocadas del cine inglés.

Calificación: 3’5

HIGHLY DANGEROUS (1950, Roy Ward Baker) Armas secretas

HIGHLY DANGEROUS (1950, Roy Ward Baker) Armas secretas

Pocas filmografías son más curiosas como las del británico Roy Ward Baker (1916 – 2010). Londinense de nacimiento y fallecimiento, desarrolló en Estados Unidos una nada desdeñable andadura, en donde demostró sus dotes como competente artesano, al tiempo que combinaba su obra con otros títulos firmados en su país natal, donde finalmente se estableció, integrándose de manera intensa en el ámbito televisivo. Pero sin duda su capítulo filmográfico más conocido sea la vinculación a Hammer Films, en donde firmó realmente de todo. Desde las más bien olvidables  SCARS OF DRACULA (Las cicatrices de Drácula, 1070) o THE LEGEND OF THE 7 GOLDEN VAMPIRES (Kung-Fu contra los siete vampiros de oro, 1974) –aunque se que tiene sus defensores-, hasta firmar –bajo mi punto de vista- una de las cimas del cine de horror de todos los tiempos con QUATERMASS AND THE PIT (¿Qué sucedió entonces?, 1967), sin olvidar su poco estimulante paso por Amicus Films. En definitiva, su obra es tan desconcertante como plausible en sus mejores momentos más álgidos, siendo imposible detectar en ella rasgos de fuerte personalidad visual y temática, aunque ello no impida atisbar en líneas generales la competencia del buen artesano, que en ocasiones llega a convertirse en inspirado hombre de cine.

Dicho esto HIGHLY DANGEROUS (Armas secretas, 1950) supone una muestra más de ese nivel medio, apreciable, en el que el entonces simplemente denominado Roy Baker, acometió esta simpática comedia de aventuras y suspense de clara resonancias hitchcockianas, y cuya esencia nos puede remitir a posteriores ejemplos canónicos, como NORTH BY NORWEST (Con la muerte en los talones, 1959) del propio Hitchcock, o la mismísima CHARADE (Charada, 1963. Stanley Donen). Sin embargo, son mucho más modestas sus pretensiones –y resultados-, al tiempo que la propia presencia de Margaret Lookwood al frente del reparto, y la presencia de un fragmento desarrollado en ferrocarril, bien podría remitirnos a una de las mejores –y la última- película filmada por Hitchcock en Inglaterra en la década de los años treinta –me refiero a THE LADY VANISHES (La dama del expreso, 1938)-, así como la de Eric Ambler como guionista, sin duda nos conduce a un terreno bastante familiar para todos aquellos que hayan leído sus novelas y –como es mi caso-, contemplado no pocas de sus adaptaciones para la pantalla. Es por ello que en sus mejores momentos, HIGHLY DANGEROUS adquiera esa espesura dramática, centrada siempre en países fronterizos –en esta ocasión la acción se plantea en un hipotético país del ámbito comunista-, en donde los servicios secretos británicos se encuentran representados por Mr. Hedgerley (el siempre estupendo Naunton Wayne). Allí detectan que se están realizando unos cultivos con insectos con los que podrían crear una plaga de incalculables consecuencias. Debido a ello, intentará reclutar a Frances Gray (la Lookwood, conservando una clase y belleza sorprendente), una joven y prestigiosa entomóloga a la que convencerá contra todo pronóstico válido, enviándola a una misión que, como suele suceder en estos casos, no solo solventará con éxito, sino que servirá como catalizadora de su futuro vital.

En realidad, nadie puede pretender que con el film de Baker suponga más que una eficaz comedia que entremezcla la aventura y el suspense. Un  producto de consumo elaborado, eso sí, con materiales si no nobles, al menos revestidos de la suficiente solvencia profesional e, incluso en ocasiones, cierto grado de inspiración. Ese elemento de suspense tendrá lugar ya en las secuencias desarrolladas en el traslado en ferrocarril por parte de la protagonista, que tendrá como inesperado compañero de vagón a un extraño individuo, que pronto se revelará como el comandante Anton Razinski (estupendo Marius Goring con su siniestra caracterización). Este ya en el vagón observará un bolso oculto en el que detectará las armas –un microscopio-, descubriendo con sutileza el objetivo de Frances, que incluso ha modificado su nombre para introducirse en dicho país. La situación se irá convirtiendo cada vez más tensa, cuando el contacto con el que tenía que realizar la misión –recoger muestras de esos cultivos de insectos que se encuentran en una planta muy vigilada en un bosque-, es asesinado –en un momento magnífico, encuadrando los pies del criminal, que poco después descubriremos se trata de uno de los hombres de Razinski-. Advertida dicha ausencia, Frances se verá sola y perdida en medio de un contexto hostil –que sin ser especialmente realzado en dicho peligro, sí que mantiene ese cierto grado turbio consustancial a las producciones británicas de las mismas características, y también símiles al mundo propuesto en la pantalla por Ambler. Será el instante en el que la protagonista trabará contacto con un periodista norteamericano –Bill Casey (ese siempre eficaz actor que fue Dane Clark)-, quien se convertirá en su único asidero a la hora de poder alcanzar la misión encomendada. Establecido el encuentro de la inevitable pareja que se precie en todas las producciones de estas características, HIGHLY DANGEROUS discurre con tanta ligereza como eficacia, con tanto previsibilidad como sentido del ritmo. Es más, a partir de dicho encuentro, la película se inclinará más por el sendero de la comedia de personajes, centrando su discurrir a través de las aventuras que vivirán Billy y la investigadora, hasta que cuando llegado el momento, esta apenas disponga de veinticuatro horas para salir del país y tenga que cumplir el objetivo de su misión. Será este un fragmento atractivo, quizá no demasiado definido en el grado de suspense, pero sí combinado en sus elementos de distanciación –ese incendio provocado por la protagonista para disuadir el atosigamiento de los vigilantes-, un tempo narrativo notable, y una utilización de los espacios interiores donde se ubican los insectos cultivados en una especie de naves.

Poco más ofrece esta muestra de cine de consumo urdido con mimbres revestidos de competencia, en el que no se ausentará el apunte irónico en los últimos minutos, cuando el cónsul británico (Wilfrid Hyde White), advierta que su súbdita ha logrado huir de las acechanzas de Razinski. Y es que, en última instancia, el mayor mérito de esta más que simpática producción, reside en el sorprendente papel activo que adquiere el personaje femenino protagonista de la función. Una faceta no demasiado habitual en el cine de la época, que además de brindar un magnífico rol a esta estupenda actriz, otorga personalidad propia a la propuesta firmada por Baker, que a continuación filmaría una curiosa propuesta lindante con el fantastique, protagonizada por Tyrone Power. Me refiero a THE HOUSE IN THE SQUARE (1951), también rodada en una Inglaterra de la que prácticamente ya jamás volvería a salir.

Calificación: 2’5

INFERNO (1953, Roy Ward Baker)

INFERNO (1953, Roy Ward Baker)

En muchas ocasiones me he llegado a plantear la singularidad de la obra cinematográfica del británico Roy Ward Baker (1916), en la medida que a partir de DON’T BOTHER TO KNOCK (Noche en el alma, 1952) este desarrolló una andadura en el seno del cine norteamericano –siempre al amparo de la 20th Century Fox-, que se prolongó durante varios años, retornando tras esta experiencia al contexto del cine británico, en donde pocos años después se incorporó a la nómina de la productora Hammer Films. En su seno filmó un número considerable de títulos, de los que quizá el más mitificado –y a mi juicio sobrevalorado- resulte DR. JECKYLL & SISTER HYDE (El doctor Jeckyll y su hermana Hyde, 1971), y personalmente considere con enorme distancia como el mejor título de su filmografía el extraordinario QUATERMASS AND THE PIT (¿Qué sucedió entonces?, 1967) que siempre he considerado una de las obras cumbres del cine fantástico inglés.

 

De cualquier manera, en la medida del cómputo de su obra que he podido contemplar hasta la fecha, no me ha permitido más que ratificar la impresión de que en Ward Baker se encuentra un competente artesano, por lo general escorado en los terrenos de los sombrío e incluso de la sordidez en el comportamiento humano, pero que en pocas ocasiones su competencia profesional ha logrado traspasar la barrera de un resultado medio más o menos estimable –en otras, lógicamente, ni eso-. Es algo que se puede evidenciar en los títulos que se insertan en su obra norteamericana, por lo general integrados dentro del thriller o el cine de suspense, en los que se encuentra una clara intención a la hora de ofrecer productos sólidos –algo que se consigue-, pero al mismo tiempo se dejan entrever las limitaciones que el cineasta manifestaba, a la hora de lograr resultados superiores a los del solvente tratamiento cinematográfico de sus propuestas argumentales. En ese aspecto concreto, creo que Ward Baker no logró jamás –salvo en la ya citada tercera andadura cinematográfica del profesor Quatermass- proporcionar una dimensión especial a su cine, como si lo consiguiera Terence Fisher, o incluso de manera ocasional un John Gilling o Seth Holt –por no salirnos del ámbito de la célebere productora británica-.

 

Dentro de dichas coordenadas, el referente que nos proporciona INFERNO (1953) resulta sintomático y revelador de los cauces por los que se insertaba el cine de Ward Baker en su andadura norteamericana. Probablemente siguiendo el sendero de mezcla de géneros que con tanto éxito se implantó en la coetánea NIAGARA (1953, Henry Hathaway), la película se estructura con los tintes de un extraño melodrama triangular, aunando en su desarrollo ecos de thriller y, de manera muy especial, escenarios cercanos al western, centrados en una historia de supervivencia que recoge no pocos elementos del cine de aventuras. Dentro de esta curiosa configuración se expone la dramática experiencia vivida por un poderoso millonario –Don Carson (Robert Ryan)-, que se ha roto una pierna en plena zona desértica del sur de Estados Unidos, casi en la frontera con México. Un accidente sufrido a caballo, en el que su esposa –Geraldine (Rhonda Fleming)- y el amante de esta y hombre de confianza de Carson –Joseph Duncan (William Lundigan)-, deciden de manera mancomunada dejarlo en el lugar del accidente para que no pueda sobrevivir de dicha situación. Será este el sucinto punto de partida sobre el que girará el desarrollo de un argumento en el que el desierto se erige de manera muy poderosa como el principal protagonista de la función. Ayudado por la magnífica prestación que ofrece el cromatismo saturado de la fotografía en color del gran Lucien Ballard, lo cierto es que el discurrir de INFERNO adquiere una bifurcación bastante extraña, que marca el alcance de sus atractivos y limitaciones.

 

El espectador muy pronto se dará cuenta del escaso interés que mantienen las secuencias que cuentan las vacilaciones, incidencias e incluso el eco que la desaparición de Carson ofrece en su entorno de trabajo y relaciones habitual, unido a las argucias de la pareja de amantes que han favorecido la situación –encarnada por el insípido Lundigan y una desaprovechada Rhonda Fleming-. Serán secuencias rutinarias y desprovista del más mínimo interés –aunque en ocasiones incorporadas con atractivos apuntes de montaje-, que parecen ser insertadas como “descansos” narrativos al discurrir paralelo de la búsqueda del accidentado de su propia supervivencia. No cabe duda que será ese, el aspecto que finalmente deviene como el mayor aliciente. Todos los escarceos del millonario accidentado, espléndidamente encarnado por Robert Ryan –atención a su expresión cuando logra extraer agua tras deducir que bajo la tierra pueda encontrar ese líquido que tanto desea-, y ayudado por una siempre oportuna voz en off, marcan un relato de supervivencia espléndidamente modulado, que poco a poco va adquiriendo un mayor peso específico en el relato, hasta erigirse como el eje motriz del mismo y marcar en el espectador una notable empatía con su artífice.

 

INFERNO es un film que se encuentra dentro de esa extraña configuración de títulos de suspense o lejanamente noir rodados en color –ejemplos como DESERT FURY (1947, Lewis Allen), SLIGHTLY SCARLETT (Ligeramente escarlata, 1956. Allan Dwan)-, pero al mismo tiempo es una película adscrita para su exhibición en tres dimensiones, una vertiente que hoy día se nos antoja quizá hasta anacrónica, por más que algunas apuestas recientes de animación vuelvan a incidir en dicha técnica. En su demostración práctica en la película, preciso es reconocer que su presencia no resulta excesivamente molesta más que en la brutal pelea que, en los minutos finales, mantienen en su reencuentro, Carson y Duncan en una vieja cabaña ubicada en plena zona desértica. Unas secuencias que combinan dureza visual junto a un excesivo servilismo al formato para las que fueron realizadas, y que de alguna manera sirven como perfecto resumen de las posibilidades y defectos entroncados, casi a partes iguales, en este con todo estimable producto.

 

Calificación: 2’5