TIGER IN THE SMOKE (1956, Roy Ward Baker)
Es muy difícil establecer conclusiones maximalistas, máxime cuando aún me restan por contemplar no pocos de los títulos que forjan la filmografía del británico Roy Ward Baer –o Roy Baker, como firmó en esta y otras tantas ocasiones-. No obstante, habiendo podido contemplar una quincena de ellos –entre ellos todos los que gozan de mayor fama-, y si no fuera por la existencia del extraordinario QUATERMASS AND THE PIT (¿Qué sucedió entonces?, 1967), insólita obra maestra de aliento existencial, estoy dispuesto a afirmar que TIGER IN THE SMOKE (1956), podría ser la mejor obra del británico, con el acicate de suponer una extraña película que aún hoy por hoy sigue discurriendo por los senos del más injusto y profundo desconocimiento.
Hasta cierto punto es comprensible esta circunstancia, en la medida que nos encontramos ante una extraña propuesta del cine de suspense que, si se caracteriza por algo, es por frustrar por completo las expectativas del espectador. Esta extraña circunstancia se produce al adentrarse en el seguimiento de un relato dominado por giros insospechados y, precisamente por esto, definido en una constante sucesión de subtramas. Basada en una novela de la escritora Margery Allingham, trasladada en guión fílmico por Anthony Pellissier, de entrada la producción se caracteriza por contar con un reparto –eficacísimo- poblado por intérpretes poco conocidos –salvo quizá Donald Sinden-, que proporcionan a su conjunto una extraña aura de credibilidad. Dominada en todo momento en una atmósfera de niebla que es captada con una autenticidad muy pocas veces plasmada en la pantalla. Gran mérito de ello es la asombrosa fotografía en blanco y negro que brinda el gran Geoffrey Unsworth, que en no pocos momentos se erige como autentico protagonista en el relato, aportando una iluminación de enorme contraste, en una película que se articula en su mayor parte en exteriores nocturnos, que son tratados con una asombrosa fisicidad –atención a esos momentos en los cuales la niebla se inserta literalmente en el interior de viviendas y edificaciones-. Es más, dicha atmósfera otorga a la película una extraña aura bizarra e incluso anacrónica, que hace parecer al espectador que nos encontramos ante un film que podría haber sido rodado una década antes.
A partir de dicha base técnica, la premisa argumental de TIGER IN THE SMOKE aparece en sus instantes iniciales como una especie de revisión del BRIEF ENCOUNTER (Breve encuentro, 1945) de David Lean, presentándose a dos jóvenes amantes que se encuentran en una situación azarosa. Ellos son Geoffrey Leavitt (Donald Sinden) y Meg Elgin (Muriel Paulow), en cuya conversación inicial se plantea de entrada que ella está casada con otra persona. Muy pronto sabremos que su supuesto esposo, en apariencia muerto en la guerra, le está mandando mensajes que comprometerían la intención de boda que hay entre los dos amantes. Dicho comienzo predispondrá a un melodrama característico en el cine de las islas por su definición psicológica, pero muy pronto derivará a un contexto de pesadilla, al observar Meg –que antes ha acudido a la policía- a un hombre que observa los mismos rasgos que le conoció a su desaparecido marido –con el que se casó en circunstancias un tanto apresuradas-. La captura de este les acercará a un hombre disfrazado, que se escabullirá entre la niebla nocturna del entorno de la estación londinense. Por su parte, Leavitt, que en apariencia había dejado a su prometida, seguirá al individuo, siendo hecho presa por una siniestra banda de músicos callejeros, que lo mantendrán atado y amordazado en su extraña comitiva, escondiéndolo en el amplio sótano donde ambos se refugian, al tiempo que asesinarán al hombre que se había hecho pasar como el supuesto esposo de Meg, que se había denominado como Johnny Cash. En realidad será el preso fugado Jack Havoc (Tony Wright), iniciando la búsqueda de un documento que se conserva en el entorno de Meg, que encierra la posibilidad de acceder a un tesoro.
De tal forma, TIGER IN THE SMOKE se dirime en diversas vertientes. Por una lado la crónica policial, que se expone con tanta neutralidad como carencia alguna de dramatización, plasmando un modo de gestión policial por completo desprovisto de aura heroica alguna. De otra parte se expresará el drama psicológico existente en el hogar en el que reside Meg, en donde tiene destacada presencia el veterano canónigo Avril (Lavrence Naismith). Y de manera destacada, dotada además de un aura visual de marcado aire expresionista, se nos describirán las andanzas de ese grupo de delincuentes –que podrían haber salido de cualquier película silente de Tod Browning o mejicana de Buñuel-, caracterizados por su siniestro aspecto y utilizarse una planificación dominada por imaginativos e incluso dinámicos planos inclinados que subrayan ese carácter de pesadilla que domina dicho plano de la narración. Con dichas premisas, el film de Baker va alternando el seguimiento del argumento, tomando como referencia un hilo argumental que es complementado con la aportación de ambas vertientes. Se trata de un discurrir que se ve abortado en ocasiones mediante abruptos cortes, que proporcionan al trazado una extraña configuración. Un deliberado contraste, que al mismo tiempo sirve a ese objetivo de frustrar las expectativas del espectador en todo momento, configurando un conjunto que si por algo destaca, es precisamente por desarrollarse al contrario de lo que sus propias características podrían demandar.
Así pues, en la demostración de dicho enunciado, podríamos señalar la carencia de héroes o villanos sacrificados, que se manifiesta en la conclusión de la película sin mostrarnos la felicidad de la pareja protagonista o la muerte que se evita de Havoc. El desprecio hacia el macguffin que se manifiesta en el buscado tesoro, que al finar resultará ser la imagen de una Virgen que en realidad solo tiene un valor sentimental. El aura expresionista que describe esa fauna de músicos callejeros de siniestra formulación, en la que incluso se manifiesta una subtrama en torno a la existencia de un antiguo tesoro compartido por un comando en la II Guerra Mundial, que bien podría haber sido tomado como base por Peter Stone para su guión en CHARADE (Charada, 1963. Stanley Donen). La confrontación de todos estos elementos, la sensación de asistir a una autentica pesadilla tomada casi en una noche, proporciona a esta magnífica película no solo una irresistible fuerza, la sensación de asistir a un auténtico remolino cinematográfico, que en no pocas ocasiones deja sin agarraderas al espectador. Un relato conducido con un extraño grado de libertad por un Baker especialmente inspirado, y dotado con un grado cercano a la maestría, a la hora de recrear y dosificar atmósferas opresivas, dominadas por un alcance casi asfixiante. Todo ello es dominado por el realizador con la presteza de un primerísimo cineasta, ayudado en no poca media por el atrevido montaje puesto en práctica por John D. Guthridge. Un montaje este, como antes señalaba, caracterizado por la aplicación de abruptos cortes de secuencia, que contribuyen a afianzar ese aire de extraña y laberíntica pesadilla que constituye esta insólita película, que ofrece además algunas set pièces extraordinarias, que ya de por sí elevan el altísimo nivel de un conjunto que roza lo extraordinario. Es algo que podremos contemplar al vivir con una inusitada intensidad momentos tan escalofriantes, como el inesperado ataque de Havoc en una oficina –cuando aún no hemos conocido su aspecto-, en donde se encuentra Meg y el veterano sirviente de su mansión. Será una secuencia provista de un sentido de lo terrorífico y la cercanía de pasmosa efectividad, aunada por esa presencia exterior de la niebla, que en este fragmento concreto aparece literalmente invadiendo el exterior del marco de la misma. Secuencias como todas aquellas que protagonizan la pandilla de músicos callejeros. Tanto aquellas que se localizan en los interiores del viejo sótano –mostrando ligeros ecos al M (1931) de Fritz Lang-, como las desarrolladas en exteriores, en las que la presencia de esos extraños y móviles planos inclinados, confieren a dichos momentos una rara efectividad. Presencias como la de la usurera y chantajista Lucy Cash (Beatrice Varley), que en sus gestos y actitudes esconde un aura dominada por lo siniestro. Y en una función que de manera casual, concluye con un episodio junto a un acantilado –de manera similar a otro policíaco de dicho año; LOST (Secuestro en Londres, 1956. Guy Green), preludiando el de de NORTH BY NORWEST (Con la muerte en los talones, 1959. Alfred Hitchcock)-, ofrece su secuencia más extraordinaria, en el breve episodio nocturno que se desarrolla en el interior de la parroquia que dirige Avril. Una secuencia dominada por la profundidad de campo, ubicando al canónigo en primer término del encuadre, teniendo este en todo momento la sensación de que el asesino –del cual ha descubierto sus orígenes- se encuentra escondido. Así será, y aumentará su sensación de amenaza al conversar entre ambos, teniendo el religioso la sensación creciente de que lo va a asesinar, y confesando que ello le está provocando más miedo del que pudiera asumir –una muestra de la debilidad de sus creencias-, pero al mismo tiempo asumiendo que no puede optar por otro camino al jurarle a este que no conversará con la policía. “Cada uno elige el destino de su alma” señalará Avril, recibiendo una –esperada- puñalada por la espalda. Esa constante intención de Baker de escamotear las expectativas del espectador, llevarán al hecho de que el clérigo solo resulte herido en la agresión. En cualquier otra película, dicha elección argumental hubiera sido tomada como una apuesta por lo convencional. En esta ocasión se ofrecerá como todo lo contrario, ya que el descubrimiento de que no ha muerto, una vez más frustra nuestras expectativas.
Calificación: 4
2 comentarios
JORGE TREJO RAYON -
Alfredo Alonso (Cineyarte) -