QUATERMASS AND THE PIT (1967, Roy Ward Baker) ¿Qué sucedió entonces?
Pocas películas de su tiempo albergan un inicio tan absorbente. Desde la cortinilla que se abre y nos adentra al marco central de la acción -la estación de metro de Hobb’s End en Londres- una atinada combinación de grúas y panorámicas nos trasladaba al inicio de esa espiral de inquietantes acontecimientos que, en última instancia, nos llevará casi a la destrucción de nuestra civilización, quizá como catarsis al ver derrumbar todas las teorías sobre el origen de la raza humana, ya que las evidencias que se van despejando en las investigaciones irán revelando que surgimos de una colonización marciana. Siempre he considerado QUATERMASS AND THE PIT (¿Qué sucedió entonces?, 1967. Roy Ward Baker) una de las cimas de la historia del cine fantástico. Y me ratifico en ello por diversas razones, una de las cuales reside en la originalidad de su punto de partida y su trazado dramático. Pero podríamos citar al mismo tiempo la independencia establecida con los otros lejanos y estupendos encuentros de Hammer Films con el dr. Quatermass -en esta ocasión encarnado de manera magnífica por Andrek Keir-, o la lucha que establece su trazado entre ciencia y los estamentos institucionales cerrados que se opondrán a ella, en esta ocasión centrados en los burócratas londinenses y el mando militar, que en la película tendrá su más antipática representación en el coronel Breen (Julian Glover).
Pero a la hora de hablar de esta extraordinaria película, en ningún momento cabe olvidar la presencia del británico Roy Ward Baker tras la cámara, haciendo suya la que será la obra cumbre de su carrera, en la que no obstante ya se atesoraban títulos magnífico, como esa extraña maravilla bizarra que es TIGER ON THE SMOKE (1956), el insólito western de anuencia homosexual THE SINGER NO THE SONG (El demonio, la carne y el perdón, 1961) o el vibrante alegato antirracista FLAME IN THE STREETS (Fuego en las calles, 1961). Es cierto que Baker rodaría tras la película que comentamos la mediocre THE ANNIVERSARY (1968), pero puede deducirse que nos encontramos ante un cineasta que se crecía ante los relatos turbios e inquietantes, y encontró en el extraordinario libreto de Nigel Kneale -nunca escondió su admiración al mismo- la guía casi invariable para alcanzar un resultado extraordinario.
Es por ello que su inspirada puesta en escena que, si bien en ocasiones bebe abiertamente de su original televisivo, no es menos cierto que acierta en todo momento al apostar por una cámara envolvente, en la que su dinamismo y movilidad siempre obedecerá a necesidades dramáticas. Sucederá tanto con la excelente utilización del espacio escénico -la inquietante visita a la casa en ruinas donde se descubrirán unos no menos inquietantes arañazos presentes en sus paredes; el conjunto de las secuencias desarrolladas en el interior de la estación de metro, o incluso dentro de la insólita nave; la presencia de esqueletos de dinosaurios en la secuencia descrita en el museo-, o la oportuna presencia de primeros planos punteados con la agudeza del fondo sonoro de Tristam Cary -sus compases mientras la grúa inicial nos adelanta el horror que vamos a contemplar muy poco después en el exterior de la estación de metro-. Todo ello irá conformando un relato ejemplarmente dosificado. Sin mácula. Articulado en sus dos primeros tercios, acentuando la creciente sensación de asistir a una investigación que, por momentos, casi parece superarnos en las conclusiones que se atisban. Será un extenso pero apasionante recorrido en el que se irá consolidando la complicidad entre Quatermass y la dra. Judd (maravillosa, como siempre, Barbara Shelley), y en el que el espectador asistirá hipnótico al proceso que irá revelando una serie de acontecimientos que desmontarán por completo todo aquello sobre lo que se había sustentado la comodidad de nuestra convención de pensamiento.
QUATERMASS AND THE PIT logra articular la oposición entre lo racional y la creencia sobre lo sobrenatural. Entre la propia ciencia y la rigidez de los estamentos oficiales. Entre la tradicional vida inglesa y la llegada del progreso -esa deprimente estampa de la taberna pendiente del televisor-. Entre el eco doloroso de la religión -los instantes en los que el catatónico Sladenn (Duncan Lamont) se encuentra en la sacristía de una parroquia, planificados como si nos introdujéramos en cualquiera de los títulos del estudio ambientados en el pasado-. Todo ello confluye en una asombrosa amalgama. En una especie de milagro cinematográfico, donde todos los que formaron parte de la película intuyo que vislumbraron que se encontraban ante un relato insólito y sorprendente, y en el que por fortuna se descartaron por completo debilidades visuales habituales en aquellos años. Es más, uno no deja de intuir que tanto en la elaboración del guion como, sobre todo en la estructura dramática de la película, pudiera tomarse como referente otra de las obras maestras del género, el previo CURSE OF THE DEMON (La noche del demonio, 1957. Jacques Tourneur) con la que comparte no solo la demoniaca presencia final -que recuerdo me aterrorizó cuando contemplé por vez primera la película en un pase televisivo allá por 1976-, si no la ya señalada estructura de oposición de racionalismo con lo sobrenatural. Por momento, igualmente la película se adelanta a la muy cercana THE NIGHT OF THE LIVING DEAD (La noche de los muertos vivientes, 1968. George A. Romero), aunque sea deudora de los zombis de la previa THE LAST MAN ON EARTH (1964, Sidney Salkow y Ubaldo Ragona) -esos humanos transmutados en seres sin conciencia, que van rodeando a los que permanecen al margen de la terrorífica plasmación de energía-.
Lo cierto es que todo en el film de Baker articula una extraordinaria gradación dramática, en la que sus diferentes episodios funcionan con la precisión del mecanismo de un reloj, y sirviendo al mismo tiempo como progresivo refuerzo a la entonces novedosa -y aterradora- premisa final del relato; la apocalíptica y definitiva catarsis centrada en la liberación de energía hasta entonces escondida durante siglos y siglos, en la que siempre en el mismo y demoníaco marco habían tenido lugar manifestaciones demoníacas, y como tal quedaron reseñadas en diferentes crónicas. Esa capacidad para alternar diferentes texturas inmersas todas ellas en confines paralelos del cine fantástico, o de plantear una premisa argumental digamos inteligente, un año antes de lo preconizado por Stanley Kubrick en 2001: A SPACE ODYSSEY (2001. Una odisea del espacio, 1968) es lo que otorga personalidad propia a una película que por momentos no sabemos si enclavarla en las premisas del cine de ciencia-ficción o el de terror, que en muchos de sus pasajes nos llega a incomodar abiertamente, y que queda como un admirable y maravilloso islote, cuya influencia posterior quedaría presente en la obra de especialistas posteriores del género como David Cronenberg, John Carpenter o incluso el Ridley Scott de ALIEN (Alien, el octavo pasajero, 1979).
Como espectador, siempre me he sentido casi hipnotizado ante esa escalada de estupefacción y horror que plantea el film de Baker. Ante la fuerza irresistible que desprenden unas investigaciones que van discurriendo con tanta lógica como espanto. La convicción y la oposición que demuestran sus personajes. La superación que se irá manifestando en el rostro de Quatermass, siempre encontrando el necesario y silencioso apoyo en la doctora Judd. En esa progresiva traslación del Londres sixties en el pathos de su pasado más lejano. En la inesperada presencia de esos inesperados cráneos con millones de años de antigüedad o, sobre todo, esas langostas gigantes de horrible aspecto, que irán descomponiéndose por minutos -secuencias estas realzadas por el admirable cromatismo de la fotografía del experto de la casa, Arthur Grant-. También en esas paredes de la estación de metro que se tornarán arcillosas en el inicio de la catarsis del relato. O en las miradas de estupefacción e incredulidad de las autoridades, sobre todo el ministro -extraordinario Edwin Richfield- ante la grabación del inconsciente de Barbara, que permitirá visualizar lejanas imágenes del proceso de colonización de las criaturas marcianas. Lo comprobaremos también en la aterradora belleza que describirá la nave marciana una vez descubierta, con su brillante color blanco tamizado de pequeñas venas que parecen otorgarle vida propia. Esa terrible violencia que emerge del subsuelo en las calles londinenses, que no dudan en abrirse en enormes grietas envueltas en fuego y magma, dispuestas a cobrar el fruto de un pasado lejano. Horror en el rostro carbonizado de Breen al haber sido incapaz de asumir la realidad de un acontecimiento que rompía su estrechez de militar. Estupefacción en la frase postrera del alto funcionario, herido de muerte en la huida final de Hobb’s Lane, exclamando ya casi sin vida “Tengo que elaborar el informe…”.
Todo ello confluirá en la plasmación de uno de los finales más tristes y liberadores jamás ofrecidos en la Historia del Cine, en la que la mirada perdida de Quatermass y la doctora, apenas tiene el fondo esperanzador del sonido de una ambulancia, poco después del sacrificio del dr. Roney (James Donald) en defensa del futuro de la Humanidad. QUATERMASS AND THE PIT es una obra admirable, tan insólita como incómoda. Todo un punto sin retorno dentro del clasicismo de la historia del cine fantástico.
Calificación: 5