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CINEMA DE PERRA GORDA

Sidney Franklin

UNSEEN FORCES (1920, Sidney Franklin)

UNSEEN FORCES (1920, Sidney Franklin)

De manera muy lenta, se van recuperando títulos muchas décadas olvidados, en la andadura de Sidney Franklin. Exponentes que, en su amplio periodo silente, observan un doble interés. Por un lado, al proceder estos de la recuperación de producciones que permanecieron perdidas durante décadas. Por otro, en la medida que permiten comprobar la madurez estilística de Franklin, tanto en la versatilidad que siempre manifestó, como en la evolución de unas formas visuales y narrativas, imbricadas en una apuesta constante por la serenidad narrativa, que le permitió en los años treinta, emerger como uno de los más valiosos representantes del romanticismo cinematográfico, junto a figuras como Frank Borzage, John M. Stahl, Leo McCarey, y tantos otros. Dentro de dicho proceso, el visionado de UNSEEN FORCES (1920), proporciona dos rasgos, que impiden su completo disfrute. A la ausencia de una bobina -descrita a partir de la secuencia campestre, en la que se produce el inesperado reencuentro de la pareja protagonista-, se aúna la carencia de fondo sonoro. Peor lo supone el hecho de encontrar, fundamentalmente en el primer tercio de los 65 minutos de metraje que se conservan, unas molestísimas manchas, que describen la descomposición del negativo de nitrato, que en no pocos instantes casi impiden la contemplación de los encuadres marcados por Franklin.

No son estas dificultades menores, pero una vez solventadas, nos permiten apreciar asta atractiva muestra de melodrama sobrenatural, iniciando quizá -desconozco si Franklin ya filmó con anterioridad, relatos con estas características-, una veta, que prolongaría, con sus dos adaptaciones de la obra de Jane Cowl -SMILIN’ THROUGH (A través de sonrisas, 1922) y la estupenda y sonora SMILIN’THROUGH (La llama eterna, 1932)-, caracterizada por su sencillez y sensibilidad, expresa a través de una planificación dispuesta a través de planos fijos -solo detecté una leve y liberadora panorámica hacia la izquierda, en el momento en que se descubre el fallecimiento del padre de la joven Miriam-. UNSEEN FORCES se inicia con el alumbramiento de Miriam Holt, en medio de una extraña confluencia en el cielo, costando su llegada la muerte de su madre. Dicha dramática desaparición -que el cineasta describe de manera elíptica-, provocará un enorme trauma a su padre, mientras desde bien pequeña, en Miriam se irá patentizando un don para vaticinar el futuro. En una ocasión, hasta el entorno rural donde esta vive de manera bucólica, llegará el acaudalado George Brunton y, con él, su hijo Clyde, que de inmediato simpatizará con nuestra protagonista, estableciéndose en la estancia de ambos en el campo, una clara vinculación, cuando al marcharse Clyde le regale a Miriam un reloj de pulsera, e incluso no puedan resistirse a besarse de manera pudorosa.

Pasan los años, y ambos ya se encuentran en plena juventud, tanto Miriam (encarnada ya por una sensible Sylvia Breamer) como el amable Clyde (asumido ya por Conrad Nagel), se reencontrarán, cuando este último acuda de nuevo, acompañado por el capitán Stanley (Sam de Grasse). De nuevo, entre la calidez emocional de la campiña, entre ellos se reanudarán aquellos lazos afectivos, latentes, más nunca desaparecidos, en el tiempo. Una explosión romántica, que será observada por un primo de Miriam desde la distancia, y que aparecerá más que esperanzadora cuando el primero retorne a su entorno habitual. Por desgracia, casi de inmediato, Miriam sabrá que su padre acaba de fallecer. Instantes después, Clyde volverá a su hogar -bajo el pretexto de recuperar la escopeta que se ha dejado-, viendo a Miriam abrazada a su primo, sin saber que la muestra de afecto, en realidad está dominada como exteriorización por el dolor de la desaparición de su progenitor.

Pasa el tiempo, y Clyde se casará con la adusta Winifred (Rosemary Theby), que en todo momento se vinculará al poderoso padre de este, configurando una pareja carente de afecto. El destino reencontrará a aquella romántica pareja en un encuentro campestre -instante a partir del cual se inserta el metraje perdido-. Una vez se recupera el argumento, Miriam se ha trasladado a la ciudad, intentando ofrecer su don a aquellos que lo necesiten, sin pedir a cambio ninguna contraprestación, mientras que el matrimonio de Clyde y Winifred se ahoga en la falta de afecto que este recibe de su esposa, que nunca ocultará haberse casado con él por su posición. Ello propiciará que el joven se acerque e incluso ayude a la vidente, aunque ella intente que se aleje de su entorno. Al mismo tiempo, la intrigante esposa de Clyde, aprovecha la inquina que el padre de este mantiene con Miriam, a la que considera una oportunista, logrando ambos llevar a esta ante la sociedad psíquica, para poner a prueba sus dones. Esta, pese a los consejos que recibe de las personas que la respaldan, no dudará en aceptar la llamada, reconociendo en la vista, que no puede poner en marcha sus poderes como simple manifestación, lo que se argumentará por sus detractores, como una señal de la falsedad de estos. Sin embargo, en el último momento, la sala registrará una sorprendente visualización, que marcará sobre todo el pasado de Winifer, y el de un antiguo pretendiente de esta, presente en la sala.

Como será habitual en el conjunto de la obra de Franklin -al menos entre los títulos suyos que he tenido ocasión de contemplar-, la sensibilidad, la modulación en la planificación, y una suavidad y naturalidad en la dirección de actores, serán las armas utilizadas por un cineasta provisto de una notable elegancia, que en este caso será plasmada a partir de una puesta en escena dominada por planos fijos pero, eso sí, dominada por una agilidad en la utilización de los mismos, apelando a una mayor calidez e intensidad en las motivaciones de sus personajes, según su discurrir argumental se irá imbricando en una creciente temperatura emocional. Todo ello permitirá unas secuencias dominadas por la placidez y lo telúrico, en la descripción de la consolidación romántica de Miriam y Clyde durante sus secuencias campestres. Será un sendero que se extenderá al conjunto de una película, caracterizada por episodios tan intensos, como ese encuentro de la protagonista con el insistente y frívolo Arnold Crane (Rober Cain), que dará paso a un inesperado flashback, en donde se revelará un episodio pasado en la andadura sentimental de este, que no solo marcará una modificación en su actitud vital, sino que aparecerá de especial interés en la sorprendente resolución de la película.

UNSEEN FORCES refleja su querencia sobrenatural con especial delicadeza. Inicialmente se expresará con esa despedida del padre de Miriam, que ante ella anunciará su muerte. Esa pronta aparición ante ella, para tranquilizarla en su presencia en el más allá o, sobre todo, en esa aparición final de esa niña, que sin duda fraguó el fracaso existencial, e instauró la personalidad insidiosa de Winifer. De todos modos, me sorprende -quizá se reflejara en el metraje perdido-, la ausencia de la resolución argumental de esa predicción que la protagonista formuló al capitán Stanley -segura alusión al célebre explorador-, en la que le auguraba un accidente por arma de fuego en una exploración a tierras africanas. Sidney Franklin logra permutar un determinado grado de maniqueísmo, en una creíble descripción de personajes, centrando todo ello en una contenida dirección de actores, de la que destaca la frescura y naturalidad que brinda la labor de un jovencísimo Conrad Nagel. Precisamente, será su personaje -Clyde-, el que pronuncie la frase más rotunda del relato, tras recibir el desdeñoso anuncio de su esposa, de que se casó con él por interés, al señalar “Nada hay más bajo que una mujer, ni más alto que una mujer”.

Como elemento insólito, UNSEEN FORCES muestra una secuencia -bastante deteriorada en el negativo-, que celebra el aniversario de matrimonio entre Clyde y Winifer. En la cena de celebración, se proyectará una película de la boda -pensemos que la película se rodó en 1920-, cuyas imágenes serán reveladoras del auténtico sentimiento que anima en sus nada felices contrayentes, en la que se superpondrá el rostro de Crane que, en ese mismo instante, desconocemos había sido con anterioridad, amante de esta.

Calificación: 3

THE PRIMITIVE LOVER (1922, Sidney Franklin) Amor primitivo

THE PRIMITIVE LOVER (1922, Sidney Franklin) Amor primitivo

A tenor de los pocos largometrajes que he podido visionar de su amplia filmografía, tengo la convicción de que en la figura del norteamericano Sidney Franklin (1893 – 1972), se encuentra uno de los más valiosos especialistas en el melodrama, presentes en el cine USA de la década de los treinta. Es por ello, que siempre he intentado acceder a títulos de su obra que resultaran más o menos asequibles, y que podría tener su extensión en la voluminosa aportación silente, iniciada en 1916, tras haber experimentado en el ámbito del corto. Es bastante probable que buena parte de su obra inicial se haya perdido –tal y como sucedió en tantos y tantos cineastas-. Sin embargo, THE PRIMITIVE LOVER (Amor primitivo, 1922), es la primera de las producciones silente de Franklin que he podido visionar, al tiempo que también es la primera que, siquiera sea de forma parcial, excede del ámbito del melodrama. De entrada, ello me ha roto en cierto modo los esquemas, aunque en buena medida alumbre un periodo poco conocido de su obra, destinado a filmar vehículos al servicio de la actriz Constance Talmadge, que en este caso se centra en una comedia de ámbito sexual, al modo de las que ya proliferaban con éxito, dirigidas por Cecil B. De Mille.

El film de Franklin se inicia de manera ingeniosa, en medio de la sombría vivencia de los náufragos de un accidente de barco. Apenas se trata de cuatro humanos y ¡una cabra!, a la cual ya no pueden exprimir más, encontrándose con la asfixiante constatación de un cercano final. Ya en esos minutos iniciales, podemos comprobar la singularidad con la que se incardina la querencia melodramática con los sutiles toques de comedia, que aparecerán con la propia presencia de la mencionada cabra como único sustento de líquido. Dentro de una situación en apariencia extrema, uno de los supervivientes se ofrecerá al sacrificio, para salvaguardar a un joven matrimonio, del cual el esposo se encuentra presa de un schock. Sin embargo, pedirá un último favor; un beso de esa muchacha, a la que de alguna manera demostrará su devoción, provocando una extraña suspicacia del atribulado esposo. Muy pronto, en un sorprendente giro, comprobaremos que la situación en realidad procede de la lectura de una novela por parte de Phyllis Thomley (la Talmadge). El planteamiento, le permitirá reprochar a su esposo Hector (Harrison Ford, nada que ver con la conocida estrella), la falta de pasión que preside su relación habitual. Será algo que se ponga a prueba, con la inesperada reaparición de Donald Wales (Kenneth Harlan), su anterior esposo, a quien una azarosa circunstancia, había permitido dar por muerto. Y un planteamiento que en cierto modo prefiguraba el de la muy posterior MY FAVORITE WIFE (Mi mujer favorita, 1940. Garson Kanin), será el que facilite el posterior devenir de una comedia, que se basa en el acostumbrado contraste de personalidades, representando en esa incómoda situación planteada de manera inesperada en Phyllis, de poder elegir un futuro en su vida. Uno, el planteado por el pusilánime Hector y, en su oposición, la posibilidad de recuperar una relación bruscamente interrumpida, con Donald.

A partir de ese momento, THE PRIMITIVE LOVER irá discurriendo en el desarrollo de dicho contraste, marcando en diversas ocasiones la duda en torno a la protagonista, y en la lucha que el propio esposo intentará poner en práctica, para recuperar el favor de esta. Será algo en lo que utilizará esa novela que ha servido de base a las fantasías de Phyllis, para lo cual se convertirá en un inesperado cowboy, secuestrando y al mismo tiempo sorprendiendo a su esposa –que poco a poco verá en él, esa aura romántica que tanto ha echado de menos-.

Con ser un film apreciable, si algo limita bajo mi punto de vista el alcance de THE PRIMITIVE LOVER, reside la percepción de un relato que no logra armonizarse en esa vertiente melodramática y sus aportes de comedia. En el primer ámbito, justo es reconocer que es donde se producen sus principales carencias, sobre todo si comparamos la sensibilidad que su realizador proporcionaría en dicho ámbito en años posteriores. Sin embargo, en su inclinación hacia la comedia, justo es reconocer que se brindan los mejores momentos de la película. Es algo que manifestará la presencia de ese juez que en la vista romperá su proverbial neutralidad como jurista, para mostrar una nada oculta fascinación erótica por Phyllis. En ese divertido personaje indio, que acompañará a Hector en su atrevida apuesta por reformularse como cowboy. O en las tácticas desarrolladas por este, al convertirse de forma inesperada en un aguerrido hombre del Oeste, al objeto con ello de impresionar a la recuperada pareja, y provocando situaciones más o menos hilarantes, utilizando también como contrapunto, esa novela que para Phyllis había supuesto en todo momento, un asidero cómico, pero de raíz casi existencial.

En cualquier caso, tampoco en su adscripción a la comedia, puede decirse que el resultado de THE PRIMITIVE LOVER adquiera un vuelo excesivamente remarcable. Podemos apreciar aquí y allá detalles que subrayan esa insinuación sexual –el instante en el que la pistola de Hector es acariciada por su esposa, una vez Donald se marcha del rincón donde se encuentran recluidos, al objeto de buscar ayuda-, y se va completando la sensación de esta propuesta amable, en ocasiones picantita, que se beneficia de la frescura e indudable vis cómica proporcionada por su protagonista, a cuyo servicio –y es algo en absoluto censurable-, aparece este encuentro, realizado por un cineasta, al que aún se debe un revisionismo más profundo de su filmografía.

Calificación: 2’5

PRIVATE LIVES (1931, Sidney Franklin) Vidas privadas

PRIVATE LIVES (1931, Sidney Franklin) Vidas privadas

Según voy acercándome con lentitud a títulos que engrosan una filmografía que sobrepasa el medio centenar de largometrajes, la mayor parte de ellos inmersos en el periodo silente –con la previsible pérdida de no pocos de sus títulos-, voy ratificándome en mi impresión personal de que Sidney Franklin (1893 – 1972) es uno de los realizadores norteamericanos más necesitado de urgente revisitación. Compruebo con desagradable sorpresa que su nombre no merece la más mínima reseña en el canónico “50 años de cine norteamericano” de Coursodon y Tavernier. Y me sorprende, por que por muy pocos títulos suyos que se pueda contemplar, uno advierte de inmediato la delicadeza, el aliento romántico y la sensibilidad que aplicó a su cine, de uno de los profesionales más implicados en el ámbito de producción de Metro Goldwyn Mayer, y que intuyo que una apuesta de revisionismo, nos permitiría situar su obra, entre las más valiosas legadas por el melodrama USA en los años treinta, junto a figuras canónicas como Frank Borzage, Leo McCarey o John M. Stahl, entre otros.

En cualquier caso, he de reconocer que me asomaba con tanta curiosidad como prevención, a la hora de contemplar PRIVATE LIVES (Vidas privadas, 1931), en la medida que se trataba de una adaptación de la conocida comedia teatral de Noël Coward. La circunstancia del relativo envejecimiento de la obra del británico, unida al previsible servilismo de una serie de convenciones escénicas, eran anteojeras que quizá me hacían prevenirme, a la hora de confiar en el talento de este cineasta que, digámoslo ya, logró vencer con creces el reto acometido, logrando una elegante y original comedia, que podría establecerse al mismo tiempo como modélica adaptación teatral –máxime cuando estábamos en pleno predominio de los temibles talkies-, y un curioso anticipo de posterior predominio de la Screewall Comedy, e incluso de la presencia hegemónica del gran Ernest Lubitsch en dicho género –no olvidemos la posterior simbiosis del alemán y Coward en la excelente DESIGN FOR LIVING (Una mujer para dos, 1933)-.

Desde su primera secuencia –la descripción de las segundas nupcias de las parejas que forman Elyot (Robert Montgomery) y Sibyl (Una Merkel), que se funde con el primer plano del rostro insinuante de la hermosa Amanda (Norma Shearer), que también está contrayendo nuevas nupcias con el atildado Víctor (Reginald Denny), en una ceremonia más inclinada en su aspecto desenfadado-, Franklin articulará una puesta en escena totalmente geométrica, en la que se confrontará la falsedad y carencia de verdadero sentimiento que definen los dos nuevos matrimonios. Ambos se alojarán en su luna de miel en el mismo hotel y, para más inri, sus habitaciones serán contiguas y con terraza compartida –atención a las insinuaciones eróticas en torno a la lencería utilizada por Amanda-. Muy pronto iremos intuyendo que algo liga a Elyot y Amanda hasta que en un encuentro fortuito en el salón, se produzca un reencuentro de ambos, tan indeseado en apariencia como, en el fondo, intensamente buscados por ambos, a los que hemos visto han fraguado en un nuevo matrimonio, no se sabe por que razón, ya que los antiguos conyugues no han mostrado más que desagrado con sus recién confirmadas parejas.

Dejando ya esos divertidos pasajes, donde esa simetría en la puesta en escena de las acciones de las dos parejas, revelarán una considerable inventiva cinematográfica, el desarrollo posterior de PRIVATE LIVES nos depara placeres posteriores, ya que con un considerable sentido de la agudeza, Sidney Franklin pone toda la carne en el asador a la hora de describir la personalidad volcánica de esa pareja de amantes que fue y sigue siendo Elyot y Amanda, jugando en ocasiones casi de un fotograma a otro, con su pericia para la plasmación del romanticismo cinematográfico, con la descripción de los altibajos emocionales e incluso las peleas mantenidas por esta pareja de divorciados que, y eso es algo que sabemos que sucederá al culminar la película, están condenados a convivir. Y ello, aprendiendo en el camino, que quizá no solo sean los únicos que necesitan esa constante verbalización de las contradicciones de sus comportamientos.

No cabe duda que para alcanzar el notable grado de brillantez de PRIVATE LIVES, de entrada se parte con la elegancia y agudeza de los diálogos procedentes de la obra de Coward, pero resulta indiscutible elogiar la absoluta entrega manifestada por unos Norma Shearer y Robert Montgomery, en autentico estado de gracia, capaces con su constante química, con sus gestos, sus miradas, de insuflar de chispa cómica, gracia y un sorprendente timming cómico, a una propuesta que no solo hay que valorar en su condición de título precursor sino, sobre todo, por su notable eficacia más de ocho décadas después de ser realizada. Y es algo que el realizador logra transmitir, a través de una puesta en escena que por un lado no olvida sus orígenes escénicos, pero que al mismo tiempo sabe potenciar, por medio de una planificación dinámica y al mismo tiempo transparente. Una realización puesta al servicio de la labor de sus entregados protagonistas, en ocasiones con planos de larga duración que siguen sus andanzas. Y en otros ejemplos jugando con el off narrativo, o la movilidad de una cámara, que penetra en el pensamiento de esa pareja que se aman casi a pesar suyo, y que por más que hayan inventado una clave para poder frenarse en el inicio de cualquiera de sus incontables discusiones –lo que permitirá una irónica conclusión-, en realidad proyectan la vitalidad de sus personalidades a través de sus enfrentamientos.

Estructurada en la base escénica de sus tres actos, PRIVATE LIVES proporciona constantes motivos de regocijo. Desde la escenificación de ese reencuentro apasionado de los dos divorciados, que no pueden apenas ocultar su creciente pasión ante ese deseo inconfesado. La huida de ambos en el ascensor del hotel, escondiéndose de la subida de sus respectivos consortes en el mismo. La aparición de ambos en un hostal rural en su primera noche de nuevo juntos, mientras la cámara retrocede y nos los muestra junto a otros huéspedes que comparten una habitación desvencijada y común, o el episodio del ascenso por la montaña de ambos, acompañados por el guía que encarna Jean Hersholt. Sin embargo, nada resultará más desternillante que la modulación de esa noche apasionada compartida por los dos amantes, que casi de manera inadvertida –ayudado por las copas que Elyot va consumiendo-, se irá convirtiendo en un rosario de reproches, que culminará en una auténtica y delirante batalla campal entre ambos. Por momentos, no pudo por menos que parecerme un precedente, del ritmo que tres años después, imbricaría Howard Hawks en su extraordinaria TWENTIETH CENTURY (La comedia de la vida, 1934) -que personalmente considero su comedia más relevante-, a la hora de expresar las tormentosas relaciones mantenidas entre sus protagonistas; John Barrymore y Carole Lombard.

Calificación: 3

SMILIN' THROUGH (1932, Sidney Franklin) La llama eterna

SMILIN' THROUGH (1932, Sidney Franklin) La llama eterna

No me cabe la menor duda que en la figura del norteamericano Sidney Franklin (1893 – 1972) se esconde la obra de un cineasta de primera fila, sobre la que aún se sigue manteniendo un enorme oscurantismo. Y es que la misma, que se extiende a más de setenta largometrajes, se desarrolla en su mayor parte en el periodo silente, y lo cierto es que incluso hoy día, en donde tantas obras van emergiendo a la luz pública, sus obras siguen manteniendo el sueño del olvido –habría que determinar cuantos de ellos se han perdido, algo que no habría que descartar-. Lo cierto es que SMILIN’ THROUGH (La llama eterna, 1932) supone apenas la tercera de sus obras que contemplo, y me es fácil señalar que en Franklin se puede detectar no solo un realizador de primer orden, sino a un profesional dotado de una gran capacidad para plasmar el romanticismo cinematográfico, y experto dominador de los recursos del lenguaje fílmico en plenos años treinta, indudable herencia de un bagaje previo en el cine mudo. Es decir, cuando uno contempla el título que nos ocupa, no cabe duda que percibe casi un precedente de la posterior e igualmente notable THE DARK ANGEL (El ángel de las tinieblas, 1935) –también protagonizada por Fredrick March-. Pero para añadir otro matiz de esa coherencia en la obra de Franklin, hay que señalar que él mismo realizó su primera versión en 1922, adaptando por vez primera la obra teatral de Jane Cowl y Jane Murfin.

Es decir, que aún insertándose en el seno de la Metro Goldwyn Mayer, Franklin –al igual que un Clarence Brown-, encontró el terreno adecuado para que el magnate Irving Thalberg auspiciara esta nueva versión para la estrella del estudio y su entonces esposa Norma Shearer. Algo que quizá en manos de otro realizador hubiera resultado algo soporífero –recuerdo por ejemplo MARIE ANTOINETTE (María Antonieta, 1938) de W. S. Van Dyke-, bajo las directrices de Franklin posee una irresistible fuerza dramática, erigiéndose además como uno de los exponentes precursores –o continuadores si recordáramos la corriente consagrada por Frank Borzage en las postrimerías del cine mudo-, del planteamiento de producciones de corte romántico, en las que su aporte sobrenatural los confería un atractivo suplementario. Es decir, que antes de DEATH TAKES A HOLIDAY (La muerte en vacaciones, 1934. Mitchell Leisen) o PETER IBBETSON (Sueño de amor eterno, 1935. Henry Hathaway) SUEÑO DE AMOR ETERNO, podemos señalar esta hoy día poco recordada SMILIN’ THROUGH, de la que puede erigirse como en cierto modo precursora, y de la que años después el ya citado Frank Borzage realizaría otra versión, protagonizada por Jeanette MacDonald. Como se puede comprobar, esa apuesta clara por un romanticismo exacerbado en la pantalla, aunque se extendiera en numerosos hombres de cine, tuvo claros referentes en figuras que tuvieron una de las principales premisas de su obra en la apuesta por un sentimiento que excediera los límites racionales –corriente a la que se incorporaría tiempo después William Dieterle-.

La película de Franklin se inicia con una breve sucesión de planos en el exterior del jardín de Sir John Carteret (admirable Leslie Howard, en uno de los tour de force más rotundos de toda su carrera). La cámara nos lo muestra desde diferentes ángulos, con una innata melancolía, apesadumbrado, sentado delante de un dosel y bajo un árbol, intentando evocar a su esposa fallecida bastantes años atrás. Se trata de Moonyeen (la Shearer), que llegará a aparecerse en espíritu aunque el ya avejentado Carteret no la contemple. El espectador será testigo privilegiado del contacto espiritual que se establecerá entre ambos, en unos instantes iniciales provistos de una inusual emotividad. Serán el contraste para la secuencia posterior, en la que la intercesión de Owen (O. P. Heggie), el íntimo amigo y consejero de nuestro protagonista, le haga acoger a la pequeña niña que ha quedado superviviente de unos familiares de su difunta esposa. De nuevo la sobriedad con la que se plantea y la manera con la que se brinda a través de atinadas elipsis el crecimiento de Kathleen (de nuevo Norma Shearer), permiten que en apenas pocos minutos nos introduzcamos de lleno en ese ámbito casi apartado del mundo, del que el destino querrá que en una noche de tormenta, la ya crecida muchacha, en compañía del atildado Willie (Ralph Forbes), acudan a refugiarse a una vieja mansión abandonada. En apenas unos instantes se nos introduce en una atmósfera ligada al cine de terror –los pasos de la pareja en el interior abandonado y polvoriento de la misma-, hasta producirse el encuentro con un joven –Kenneth Wayne (Fredrick March)-, que Franklin describirá con unos magistrales acercamientos de cámara hacia los rostros de dos seres que desde ese momento iniciarán una relación amorosa casi a contrapelo, y que hasta que se vaya consolidando –con inusitada rapidez- revele sus casi insalvables dificultades. Wayne se dispone en unas semanas a alistarse en Francia a combatir en la I Guerra Mundial, aunque el casi insalvable amor que ambos sentirán, le llevará finalmente a revelar un secreto que Carteret había ocultado a su joven familiar acogido. Un flashback nos revelará que el padre de Wayne –encarnado por el mismo March, fue amigo desde su juventud de Moonyeen, intentando impedir la boda de la muchacha con John. La tragedia se cebará en la recién consagrada esposa, que será abatida de un tiro ante el altar, pudiendo apenas consumar la ceremonias antes de morir ante su ya declarado esposo. Será todo ello motivo para que Sir John haga prometer a Kathleen que no volverá a ver al hijo de quien provocara dicha tragedia. Una orden que ella cumplirá pese al amor que siente por este, pero que finalmente dejará de lado ante el sentimiento que le une a Wayne, aunque ello impida en el último momento que cuando este va a acudir al frente se case con él in extremis, atendiendo al imperativo marcado por su tutor, de alejarla incluso de sus dependencias. La guerra mostrará su crudeza durante cuatro largos años, en los que la joven no dejará de añorar al hombre que ama, y al firmarse el armisticio esperará la legada de su amado.

Hablando como estamos de una película estrenada hace más de ocho décadas, quizá algún espectador acostumbrado a los modos actuales de la pantalla, pueda encontrar caducos los métodos empleados por Sidney Franklin en SMILIN’ THROUGH. Sin embargo, a cualquier amante del buen cine le resultará fácil constatar la sensibilidad manifestada por el cineasta a la hora de articular la progresión del relato a base de secuencias elegantemente estructuradas a partir de fundidos en negro. En la intensidad y sutileza de la dirección de actores –a la magnífica labor de un Howard que encarna su personaje en base a diferentes edades, cabe destacar no solo la labor del siempre excelente March, sino que su química con la Shearer se revela no solo admirable, sino en algunos instantes del todo punto emotiva-. Me refiero con ello de manera especial a la intensidad que reviste la interacción de los dos personajes cuando ella acude a casa de este –que disimulará ante ella la parálisis de sus piernas-, fingiendo desafección cuando ella le describe un amor entregado. Son instantes conmovedores, en una película que sabe albergar en casi todo momento el eco del ambiente bélico –esos lejanos temblores de los cañonazos disparados en territorio francés-, la delicadeza con la que se introduce ese apunte sobrenatural de la presencia ante el espectador de Moonyeen –que concluirá en lo que podría ser casi un adelanto de la sublime conclusión de THE PHANTOM AND MRS. MUIR (1947, Joseph L. Mankiewicz)-, que de manera inconsciente irá influyendo en el ánimo vengativo de su amado, como condición romántica para que en un momento dado pueda unirse a él de nuevo en el más allá.

Pero unido a todo ello, y aún reconociendo ciertos atisbos teatrales que quizá impidan al conjunto total alcanzar un mayor grado de intensidad, hay algo que destacar de manera muy especial en el film de Franklin. Me refiero con ello a la perfecta anuencia existente entre la fotografía brindada por Lee Garmes y la dirección artística desplegada a lo largo del relato, pudiéndose apreciar una especial integración de los mismos como auténticos personajes suplementarios de este SMILIN’ THROUGH, que no solo me hace incentivar en el acercamiento a otros títulos de Franklin –incluso el precedente mudo del mismo argumento-, al tiempo que acercarnos al remake filmado por Borzage la década posterior.

Calificación: 3

THE DARK ANGEL (1935, Sidney Franklin) El ángel de las tinieblas

THE DARK ANGEL (1935, Sidney Franklin) El ángel de las tinieblas

La aversión que muchos hemos podido compartir por el look expresado en el melodrama durante la década de los años treinta, es algo que en no pocas ocasiones ha propiciado injustas valoraciones dentro de un corpus en el que junto a títulos desprovistos de mayor atractivo que el meramente arqueológico, se encuentran no pocos revestidos de un notable interés, y que quizá por estar configurados dentro de aquel ámbito, se vieron muy pronto arrinconados a un olvido más que injusto. THE DARK ANGEL (El ángel de las tinieblas, 1935) es un ejemplo de este enunciado, que nos sirve además para evocar la figura de un interesante realizador; Sidney Franklin, quizá más conocido por su posterior –y estupenda- THE GOOD EARTH (La buena tierra, 1937). Artífice de una amplia filmografía que se remonta a la segunda década del siglo XX cinematográfico, en lo poco que he podido contemplar de sus últimos títulos se observa en ellos una patina pictórica, en buena medida heredada de esa larga ascendencia en el periodo silente. Tanto en THE DARK ANGEL como en THE GOOD EARTH se aprecia un cierto menosprecio por el aspecto narrativo, optando por el contrario por ese grado impresionista de ambas propuestas, tamizados por el especial esmero dispensado al aspecto sensorial e interiorizado de las acciones desarrolladas en los guiones, y en las que podemos contemplar la evolución interior de sus personajes a través de los sentimientos que de estos emanan.

De igual modo, THE DARK ANGEL se emparenta con ese tipo de melodrama que se daba de la mano con cierta vertiente fantastique, ensalzando en su trazado la fuerza suprema de los sentimientos –tema esencial en el cine de un Frank Borzage-, que se manifestaría asimismo en este periodo, en títulos tan reconocidos como DEATH TAKES A HOLIDAY (La muerte en vacaciones, 1934. Mitchell Leiden) o PETER IBBETSON (Sueño de amor eterno, 1935. Henry Hathaway). Ejemplos todos ellos prestigiados y representativos de una tendencia de perfiles magníficos entre los que, justo es reconocerlo, puede integrarse sin desdoro el título que comentamos. La propuesta de Franklin nos muestra en sus primeros minutos la intensa relación de amistad existente entre la pequeña Kitty, Alan Trent y Gerald Saxon, que viven desde bien pequeños. Ya en ese disfrute colectivo de infancia, se propiciará la presencia de una inesperada y casi sobrenatural ráfaga de viento, que la pequeña Kitty intuye se trata la cercanía de un sentimiento –pensando siempre en Alan-. Pasarán los años, y antes de que los dos hombres se incorporen a filas –en la I Guerra Mundial-. Kitty (ya convertida en una bellísima Merle Oberon), decidirá casarse con Alan (magnífico Fredrick March). En el triángulo, Gerald (un no menos brillante Herbert Marshall) asumirá la unión que le merecen los dos amigos de siempre, aunque quizá en el fondo de su corazón albergara también la esperanza de casarse con Kitty. La guerra ofrecerá su crudeza, y de la misma retornará sin complicaciones Gerald, pero un ataque de bombas en el refugio en el que se encontraban ambos –en aquel momento, Alan era subordinado de su eterno amigo-, propiciará en apariencia la desaparición de este. Kitty y Gerals asumirán su previsible y trágica muerte, aunque desconocerán que este fue hecho preso y auxiliado para su recuperación, quedando ciego de por vida. Tiempo después lo veremos junto a muchos otros invidentes, decidiendo una vez abandone el recinto hospitalario en donde se encuentra reposando, no volver ni dar señales de vida en su hogar y su entorno familiar y de amigos –pensando sobre todo en no generar compasión en su prometida-. Por ello viajará hasta una lejana casa de campo, donde se instalará inicialmente con carencia total de apego hacia la vida, pensando que el discurrir ulterior de su existencia va a suponer un auténtico calvario personal. Sin embargo, de forma casual, y animado por la pequeña hija de la dueña de la casa en la que reside, se irá convirtiendo en un prestigioso autor de libros infantiles, aspecto este en el que utilizará otro nombre al suyo –el mismo que eligió cuando volvió al conocimiento y descubrió que se había quedado ciego-. Han pasado tres años, y Alan –bajo su otro nombre- recibirá la visita de Sir George Bartin (Jon Halliday), la persona que más lo ayudó a salir de aquel hospital de postguerra. Este aún recuerda aquella fotografía que Alan portaba en su cartera, y descubrirá leyendo una revista que se encuentra cerca de este, que Kitty y Gerald –a los que no conoce personalmente- se van a casar. De alguna manera, y aunque aparente escepticismo, todo ello será demasiado para el joven invidente, sintiendo en su propia piel que se recuperación era más externa que interior, a lo que se sumará el inesperado encuentro que se producirá con Kitty, que de forma casual se encuentra instalada junto a su prometido en una mansión cercana, asistiendo a unas cacerías, antes de vivir sus esponsales. Poco a poco, Bartin irá ligando las piezas percibidas, localizando a Gerald quien, junto a Kitty, visitará a un Alan que disimulará su ceguera, estableciéndose un encuentro lleno de frialdad, marcado desde el primer momento por la distancia impuesta por el escritor invidente, que en ningún momento desea recibir la compasión de sus compañeros y, con ello, la ruptura de esa boda ya anunciada.

THE DARK ANGEL se encuentra dividida con claridad en dos partes. En la primera destacará una vertiente mucho más ligera, en consonancia con ese primer estado de infancia e incluso juventud de nuestros protagonistas. Los primeros planos de la película incidirán en ese aspecto pictórico del relato, e incluso la planificación que muestra el crecimiento de los tres amigos en ocasiones reiterará la planificación, sometiendo la misma situación al paso de los años. Ya en estos primeros minutos, en pleno disfrute campestre, se escenificará la primera ocasión en la que esa ráfaga de viento servirá con conexión en la especial relación mantenida entre Kitty y Alan. Poco a poco, iremos adentrándonos en los protagonistas, que adquirirán ya los rasgos del trío de magníficos intérpretes, y sobre los que se irá cerniendo la sombra de la llegada de la guerra, que marcará indefectiblemente su futuro. Será precisamente en el momento en el que los dos grandes amigos compartan la experiencia de la contienda, cuando la película marque un punto de inflexión, representado en la secuencia más intensa de la función, y en la que incluso su aire fantastique adquirirá una vertiente más física. Será el episodio desarrollado dentro de un lejano reducto de guerra, donde Alan y Gerald exterioricen un enfrentamiento al no darle el segundo permiso para encontrarse con Kitty. El primero saldrá al combate, escuchándose desde dentro el resonar de un inesperado bombardeo, que de forma previsible ha acabado con este. En la distancia, una gélida ráfaga de aire servirá a Kitty de siniestro augurio.

No voy a ocultar que en el film de Franklin su segunda mitad –la que se desarrolla a partir del episodio relatado-, me interesa mucho más que la primera de ellas. Al mismo tiempo, hay que entender que sin la ligereza de ese primer tramo el relato no adquiría su notable progresión dramática. Pero cierto es que es a partir de advertir la ceguera de un Alan que ha decidido cambiar de identidad, cuando a mi modo de ver la película adquiere una mayor agilidad narrativa. Esta circunstancia quedará de manifiesto en la magnífica secuencia en la que se reúnen todos los invidentes que han sobrevivido a la contienda –mostrados a través de un brillante uso del travelling-, en donde uno de ellos estallará indignado ante las soflamas conciliadoras del invitado a pronunciar unas –inútiles- palabras de ánimo a esta deshauciada galería de seres ya imposibilitados para vivir una vida normal. Entre ellos, Alan alzará la voz para acallar el grito desesperado de rabia de uno de sus compañeros, y pese a dicha desesperanza –es magnífica la gradación dramática que le proporciona March-, poco a poco irá reconduciendo su vida, teniendo para ello la ayuda inicial de George Bartin. Este le animará a regresar a su entorno y volver a su identidad original, pero en el último momento y cuando se encontraba muy cerca en tren de regresar, una serie de pensamientos –que serán proyectados ante el espectador-, centrados en la previsible compasión que provocaría entre su gente, le harán retroceder en su intención, aunque ello le lleve a una decisión que le permitirá de manera definitiva asentar su futuro. Todo este proceso, en el que tendrá una mayor presencia la acción, propicia un bloque narrativo magnífico, planteando Franklin el discurrir paralelo de nuestro protagonista, con el de Kitty y Gerald. Un discurrir al que el destino unirá de nuevo, en un fragmento final admirable, que podría ser insertado sin desdoro en cualquier galería de las mejores secuencias del melodrama de la década de los años treinta. Lo supondrá el reencuentro de los tres amigos de siempre, ante los que Alan intentará realizar una puesta en escena que impida descubrir en ellos y, sobre todo, ante su enamorada Kitty, su ceguera. Adelantándose a los avatares vividos en las dos versiones de LOVE AFFAIR / AN AFFAIR TO REMEMBER (Tu y yo), rodadas en 1939 y 1957 por Leo McCarey –en aquella ocasión simulando evitar una parálisis-, la secuencia tendrá una pudorosa resolución, como si Sidney Franklin no buscara el exceso y si, por el contrario, una extraña serenidad que invadirá el conjunto de la película. No cabe duda que el realizador era un profesional que prefería hablar con voz callada, pero sabiendo transmitir con personalidad y nobleza las armas del melodrama.

Calificación: 3

THE GOOD EARTH (1937, Sidney Franklin) La buena tierra

THE GOOD EARTH (1937, Sidney Franklin) La buena tierra

Como en tantas otras épocas del cine de Hollywood, a finales de los años treinta florecieron una serie de producciones “de prestigio”, en donde cada estudio ponía todo su empeño a la hora de dar vida una película –generalmente desarrollada o ambientada en un hecho del pasado o quizá de otro país-. Algo que por cierto con el paso del tiempo no ha ido evolucionando demasiado-. 

Serían varios los ejemplos a citar, pero uno muy curioso es A TALE OF TWO CITIES (Historia de dos ciudades, 1935. Jack Conway), que es un estupendo referente de cara a las posibilidades más valiosas que ofreció esa vertiente cinematográfica. De rasgos similares al título de Conway, un par de años después se estrenaba THE GOOD EARTH (La buena tierra, 1937. Sidney Franklin), adaptación de la obra de Pearl S. Buck y al mismo tiempo de la obra de teatro que surgió previamente a su equivalente cinematográfico. El productor Irving Thalberg fue el principal promotor de un proyecto que se extendió en su gestación durante cuatro años y que el magnate no pudo ver finalmente completado al producirse su muerte –la película está dedicada a su memoria-. 

Lo primero que sorprende, y gratamente, en THE GOOD EARTH es la presencia de grandes profesionales en su equipo técnico –el productor asociado era el mítico Albert Lewin, Karl Freund ejerce como operador de fotografía, en una labor que por otra parte recibió un Oscar-, mientras que en el conjunto del diseño de escenografías figura una larga nómina de especialistas de primera fila, al igual que en su reparto –Luise Rainer lograría su segundo Oscar a la mejor actriz con su extraordinaria labor en esta película-. 

El film de Franklin cuenta, esencialmente, la aventura vital del agricultor chino Wang Lung (Paul Muni), un joven bonachón que se casará con O-Lan (Luise Rainer), a la que ha solicitado en una visita a una siniestra casa de mujeres, habitual en la china de finales del siglo XIX. Desde el primer momento y con absoluta modestia, O-Lan será realmente el alma del entorno vital que rodea a Lung. Además de tener hijos, ayudará a su marido cuando la ocasión lo requiere, logrando una relativa estabilidad al comprar varias tierras limítrofes con la suya propia. Sin embargo, la llegada de una hambruna llevará a la familia a viajar de forma penosa hasta la gran ciudad en busca de trabajo, pudiendo comprobar que en su nuevo destino se encontrarán aún peor, ya que no logran ningún trabajo o ingreso alguno. Una vez más, será O-Lan la que de forma casual y tras haberse jugado la vida viéndose arrastrada por una muchedumbre que protagoniza un brote revolucionario, encontrará una bolsa de piedras preciosas que logran remontar sus deseos de prosperidad familiar.  

Los componentes de la misma volverán a sus tierras de siempre, dejándose tentar Lung en su condición de nuevo rico. Con ello aparecerá una joven que será su segunda mujer, y que solo pretende sacar del ya terrateniente las mayores riquezas posibles. Cuando esta situación llegue al límite y familiares y amigos se vayan separando del protagonista, llegará la amenaza de una plaga de langostas. La situación favorecerá que de nuevo se unan las voluntades de todos en su sentimiento de defensa de la tierra, poniendo en practica un plan que finalmente –y con la ayuda del viento- permitirá finalmente salvar buena parte de la cosecha. Será ese el momento de inflexión que necesitará el veterano oriental para reasumir su condición de hombre de la tierra, que es donde ha estado presente toda su trayectoria vital, y en la que tanto ha colaborado su mujer, hasta prácticamente el momento de su muerte. Llegado ese trágico desenlace, Lung quedará desolado y afirmará –delante del melocotonero que en su juventud plantó su esposa-, que para él O-Lan es la buena tierra. 

Es innegable que THE GOOD EARTH se describe como un melodrama de tintes folletinescos, caracterizado por su ambiente rural y la descripción desde una complaciente mirada occidental, de unos personajes totalmente diferentes en cultura y avances a los característicos de nuestra sociedad. Creo sin embargo que no es esta la mejor opción a la hora de valorar las considerables cualidades de su resultado fílmico, que centrándolas en el seguidismo de una novela que predica la resignación de los pobres como la mejor vía para la redención personal. Si el film de Franklin sigue mintiendo interés en nuestros días, es precisamente por una puesta en escena llena de viveza que concede una gran importancia al ritmo cinematográfico y a un extraordinario trabajo de ambientación y atmósfera visual –obra del ya citado Freund-. En varios momentos es fácilmente perceptible que en algunas secuencias se aplica una planificación claramente inspirada en Einsenstein, caracterizada por el montaje de planos cortos con efectos impactantes. Con el recurso reiterado del fundido en negro, la película logra desarrollar un ritmo ágil, lo que permite que con el recurso de elipsis se logre, como en todo relato novelesco, avanzar años en la historia central. 

La película de Franklin logra asimismo un par de set piéces realmente admirables. Una de ellas es la odisea que sufre O-Lan al integrarse en el seno de las masas que asaltan el palacio en la ciudad, donde está a punto de morir pisoteada por los campesinos que buscan enseres para robar. Pero sin duda alguna, en THE GOOD EARTH se desarrolla una larga secuencia que ejerce además como catársis moral de surelato, y que es la que describe la lucha contra la invasión de las langostas. Un fragmento admirable en su propia fisicidad que se podría retener sin duda entre los más impactantes del cine norteamericano en los años treinta. 

Dentro de este conjunto de cualidades, lo cierto es que la película del olvidado Sidney Franklin –que en aquellos años era el prototipo del realizador de prestigio- hay un relativo bache con la aparición del personaje de la joven china que fascinará a nuestro protagonista. Pese a la necesidad de su presencia como tal, introduce un ritmo un tanto moroso que se disipará definitivamente con el advenimiento de la señalada plaga de insectos. En cualquier caso, con sus logros y pequeños reparos, nos encontramos con una interesante y olvidada muestra de un tipo de cine “de productora”, que procuraba aunar con sus talentos más adecuados una labor de equipo, y con cuyo esfuerzo colectivo le ha permitido llegar hasta nuestros días con una notable fuerza dramática. 

Calificación: 3