THE GOOD SHEPHERD (2006, Robert De Niro) El buen pastor
En muchas ocasiones, las tertulias cinematográficas ofrecen como elemento de discusión, plantearse si dentro de la producción cinematográfica actual cabe mantener la acepción del “cine clásico”. Es decir, con ello se pretende apuntar la posibilidad de mantener en las películas contemporáneas, unos modos de narración directamente heredados del pasado del séptimo arte, y que por sí mismos demostraran su vigencia en medio de un corpus dominado por la rutina, la ausencia de guiones de interés, el abandono del retrato de personajes, unos modos visuales avasalladores y dominados por la atomización indiscriminada del plano, generalmente acompañada de un indiscriminado y rechinante fondo sonoro.
Se suele incluir dentro de este capítulo por lo general las películas dirigidas por Clint Eastwood, pero es indudable que este concepto de puesta en escena afortunadamente todavía no perdido, podría ejemplificarse casi a la perfección con THE GOOD SHEPHERD (El buen pastor, 2006), segunda película realizada por el tan afamado como en ocasiones excesivo actor que es Robert De Niro. Esa sensación de asistir a un relato denso, con personajes bien definidos –especialmente logrado en el retrato de aquellos que tienen una presencia fugaz pero importante en su desarrollo-, una planificación medida y lograda, un guión repleto de sugerencias o una progresión dramática desplegada casi con tiralíneas, se ofrece con verdadera pertinencia en una película en conjunto magnífica, a la que por efectuar algún reproche, se podría señalar que quizá su duración podría haberse limitado en unos quince / veinte minutos menos –su conjunto se extiende a más de dos horas y media-, con lo que quizá algunos leves baches de ritmo se hubieran soslayado, proporcionando a su conjunto esa condición de logro absoluto que, por momentos, está a punto de alcanzar. No importa. Pese a este pequeño inconveniente, el film de De Niro se erige con propiedad como una de las películas más valiosas surgidas en el seno del cine norteamericano en 2006, mostrándose además como un título que en sus imágenes detecta los ecos –bastante reconocibles- de THE GODFATHER (El padrino, 1972. Francis Ford Coppola) o JFK (1990, Oliver Stone). Pero también recoge la herencia del mejor cine de espías, ese hilo vector que va desde los mejores relatos emanados en el contexto del cine británico –THE SPY WHO CAME IN FROM THE COLD (El espía que surgió del frío, 1965. Martin Ritt), FUNERAL IN BERLIN (Funeral en Berlín, 1966. Guy Hamilton)…-, sublimando ese alcance lleno de escepticismo que se transmite en la crónica de unas actividades surgidas desde el lado oscuro de los gobiernos, hasta el conjunto de thrillers surgidos en el contexto de Hollywood al inicio de la década de los setenta, en su mayor parte como consecuencia de la inestabilidad que vivía el país en medio de los fragores de la guerra del Vietnam y el gobierno de Richard Nixon.
Bastante de ello queda destilado en THE GOOD SHEPHERD, una película que en primera instancia nos recuerda todo un largo periodo en la historia de un espía americano, que se retrotrae hasta el propio periodo de la II Guerra Mundial, la implicación norteamericana en el mismo, y alcanza su radio de acción hasta las consecuencias que tienen en nuestro protagonista la sorprendente respuesta con que las tropas de Fidel Castro repelen la invasión de Bahía de Cochinos a principios de los años sesenta en Cuba. Podría decirse a este respecto, que la película constituye un espléndido relato que reconstruye de manera más o menos libre una historia basada en un trabajo de documentación admirable. Evidentemente así es, puesto que el guión elaborado por el prestigioso Eric Roth va más allá de todo elogio. Sin embargo, ceñirnos únicamente en esta vertiente, sería en el fondo limitar los logros de esta película que, fundamentalmente, plantea una vez más la eterna lucha entre el individuo y los poderes férreamente establecidos finalmente para anular la voluntad del ser humano. Esta ocasión tal disyuntiva queda representada en la figura del protagonista –Edward Wilson (Matt Damon)-, un joven de familia más o menos acomodada, testigo accidental en su niñez del suicidio de su padre, y que en un determinado momento de su juventud –coincidente con la implicación norteamericana en la lucha contra el nazismo-, verá desviadas sus inquietudes y sensibilidades culturales y universitarias –fundamentalmente centradas al ámbito literario-, hasta introducirse en la llamada y recomendaciones que ofrecen una serie de personas ligadas al entorno gubernamental, que le introducirán en una espiral turbia, sucia y progresivamente sórdida, de la que finalmente jamás podrá salir ni exteriorizar su auténtica –y previsiblemente sensible- personalidad-. Lo hará introduciéndose en un entorno vital en el que sus sentimientos, emociones y sensibilidades, quedarán anuladas por completo en su lucha diaria al servicio del estado, del lado oscuro de la legalidad, y en donde la contemplación e incluso participación pasiva de verdaderas atrocidades, quedará como un elemento de rutina habitual. A partir de la definición de sus orígenes –que se establece a partir del largo flash-back que nos retrotrae a la adolescencia del personaje-, tras haberlo mostrado como un ser envejecido y sobrepasado ante la realidad de una contrariedad en su eficacia que, como más adelante se conocerá, afecta de forma muy cercana a su propia familia.
Es en ese recorrido vital, en donde la cámara de De Niro logra una considerable temperatura emocional, logrando componer una visión en la que generalmente el detalle logra apuntar la pintura del conjunto, en el que el apunte histórico queda siempre integrado en la singularidad del relato, y en donde la fluidez de la narración va ligada a una densidad en la pintura de personajes, en la constante incorporación de matices complementarios, y en donde la presencia del rasgo melodramático queda cosida a los matices del relato con inusual precisión. En medio de este cuadro dramático, la película de De Niro se desarrolla con sensualidad, con una visión en ocasiones terrible pero siempre dominada por el escepticismo, en consonancia con la mirada progresivamente despojada de cualquier emoción que desprende su protagonista. En este sentido, he de reconocer que los pasajes que más conmueven son aquellos que rodean la relación frustrada que Wilson mantiene con Laura –magnífica Tammy Blanchard-, una muchacha sorda –es especialmente relevante este detalle, puesto que otra relación fugaz posterior de este, también llevará un aparado en la oreja; sin duda un reflejo de aquel amor perdido-, de la que se enamorará perdidamente, pero que cuando estaba a punto de formalizar esta relación, se separará definitivamente debido a haber dejado embarazada a Clover (Angelina Jolie), con la que se casará sin amarla en ningún momento de su vida en común.
Esa confluencia entre una andadura personal totalmente frustrada en su expresión plena, y una dedicación personal que lo ha anulado como individuo, obligándole a sobrellevar una existencia en la que los sentimientos, las emociones y la legitimidad como individuo, como ser humano, quedarán definitivamente arrinconadas y al servicio del estado. De esa agencia de investigación norteamericana inicialmente creada en el contexto de la II Guerra Mundial, y que muy pronto se reconvertirá en una de las instituciones más siniestras de la vida norteamericana. A este respecto, el recorrido que se ofrece de la evolución de los manejos de la CIA es minucioso y revelador. Pero lo importante en este caso no reside en esa mirada en ocasiones casi antropológica, en la complejidad de sus subtramas, en la presencia de personajes de índole secundaria –como el profesor Fredericks que encarna con enorme gama de matices el veterano Michael Gambón, o el propio e influyente mando gubernamental que encarna con magisterio y enorme contención el propio realizador-. El desarrollo de THE GOOD SHEPHERD está revestido de veneno, recordándonos ese mundo sucio, deshumanizado, cínico y desprovisto de cualquier sentimiento, que emana de la condición del espía. Una condición inicialmente surgida al servicio de los gobiernos y los estados, pero que en cualquier caso emerge como una forma de vida, una sombra oscura en el devenir de cualquier sociedad contemporánea. En ese sentido, es admirable como se establecen las relaciones en ocasiones amistosas efectuadas por espías rivales, que finalmente se brindan con más fidelidad que la propia, debido a unos gobiernos que finalmente se despojan de cualquier tipo de ética a la hora de llevar a cabo sus ataques y negociaciones con aquellos países con los que aparentemente se encuentran en conflicto.
Dotada de una complejidad que en algunos momentos llega a mostrarse asfixiante, en donde la utilización y riqueza de su banda sonora es admirable, y caracterizada por una esplendida utilización de la iluminación –algo bastante poco habitual en el cine de nuestros días-, una planificación dinámica y precisa en su modulación, y un tempo en ocasiones casi operístico que sabe mostrar la oscilación de incidencias –algunas realmente terribles, como el asesinato de Fredericks, o el de la novia mulata del hijo de Wilson-, sin inclinarse por el tremendismo, y evitando con dicha interiorización cualquier tipo de fisura en el relato, lo cierto es que la degustación del film de De Niro nos lleva a invocar que el veterano actor deje de lado sus alimenticias prestaciones como actor, centrándose en una singladura como realizador que, a no dudar, podría ser realmente brillante. Para finalizar, es indudable que en un intérprete de su indudable efectividad, era lógico que su andadura como realizador se viera impregnada de una indudable capacidad como director de actores, en la que pienso que va de la mano la aportación sustancial del departamento de casting. A este respecto, creo que dichas capacidades se extienden incluso en la aportación de la habitualmente deficiente Angelina Jolie. Sin embargo, creo que una vez más, la opacidad de Matt Damon supone uno de los escasos lastres de la película. Nadie duda que en apariencia resulta adecuadamente elegido, en la medida que se trata de un actor inexpresivo y apriorísticamente los rasgos del personaje le iban como anillo al dedo. Pero una cosa es la contención y otra la incapacidad de transmitir –sobre todo cuando el intérprete, con su eterno aire adolescente, ha de asumir una edad más elevada de la que posee-. En ese sentido, las limitaciones de Damon se hacen notar en bastantes momentos, por más que la planificación del director logre en no pocas ocasiones envolver estas carencias de manera brillante.
Calificación: 3’5
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