Blogia
CINEMA DE PERRA GORDA

MAKE WAY FOR TOMORROW (1937, Leo McCarey) [Dejad paso al mañana]

MAKE WAY FOR TOMORROW (1937, Leo McCarey) [Dejad paso al mañana]

Es bastante probable que a la hora de realizar una mirada retrospectiva en torno a la producción que el melodrama proyectó al cine de Hollywood en la década de los años treinta, MAKE WAY FOR TOMORROW (1937, Leo McCarey) sea uno de sus exponentes más insólitos, atrevidos, transgresores y lúdicos. Del mismo modo, y pese al poco éxito del que gozó en el momento de su estreno –algo que por otro lado es hasta cierto punto comprensible, dada la dureza bañada de sensibilidad que inundan sus imágenes-, creo que queda al mismo tiempo no solo como uno de los más admirables exponentes del género, sino fundamentalmente como una de las grandes obras del norteamericano Leo McCarey. El paso de los años, lentamente, y merced al interés que a los aficionados al cine clásico viene ofreciendo el acceso a su filmografía, es probable que vaya asentando –como en el caso de Frank Borzage o Henry King- a la definitiva consideración de McCarey como uno de los grandes cineastas del cine norteamericano. Más allá de dicha consideración, creo que en su figura habría que definir a un artista que demostró un profundo conocimiento del alma humana, alcanzando a plantear esa clarividencia humanística en películas revestidas de una sencillez narrativa sorprendente, provistas de una sensación de verdad, sinceridad y cotidianeidad, dominadas por la incorporación pudorosa de rasgos procedentes del melodrama, junto a otros elementos no solo de la comedia, sino del más puro slapstick mudo, del cual fue uno de sus referentes más valiosos. Esa combinación de elementos, delimitada en una puesta en escena siempre revestida de absoluta sencillez, centrando sus esfuerzos en la hondura de la labor de los actores, pudieran ser los rasgos definitorios de algo tan difícil de describir con palabaras; la emoción que provocan los mejores momentos –y son muchos- de las películas de McCarey. Algo a lo que habría que sumar lo insospechado y hasta cierto punto sorprendente que definió el devenir de una filmografía que, siendo siempre fiel a sus modos y obsesiones, ofreció una obra de sorprendente variedad y capacidad de riesgo.

 

Todas estas disgresiones definen a la perfección el título que comentamos, que se inicia con el plano de unas nubes, mientras un rótulo habla de la ausencia de compenetración existente entre los jóvenes y aquellos de mayor edad –una situación de creciente actualidad-  que fueron quienes los criaron, amaron y formaron, en medio de un valle de sentimientos muy difícil de poder sortear plenamente, y que culmina con el definitorio recuerdo al mandamiento cristiano “honrarás a tu padre y a tu madre”. De inmediato, la cámara de McCarey nos traslada a la historia del anciano matrimonio formado por Lucy (Beulah Bondi) y Bark Cooper (Victor Moore). Ambos han reunido a sus hijos en su vieja casa –faltará uno de ellos-, para comunicarles que por una mala gestión de sus recursos –unido por el hecho de haber estado varios años sin trabajar-, han perdido la casa en la que han vivido durante décadas, teniendo que quedar a expensas de la colaboración de sus hijos. Hijos todos ellos para los que esta circunstancia no supone más que un quebradero de cabeza –en algunos casos por ellos mismos, en otros por lo que pudieran opinar sus cónyuges respectivos-, resolviendo separar a ambos para que cada uno de ellos resida con los dos hijos más proclives en esta situación. Por ello, Lucy acudirá hasta New York, donde se instala con su hijo George (Thomas Mitchell) –el más comprensivo de todos ellos-, su nuera y su joven hija, mientras que el padre residirá con Rhoda (Barbara Read), una mujer adusta, teniendo únicamente Bark el consuelo del buen amigo kioskero, con el que mantendrá innumerables tertulias. Por su parte su esposa no dejará de provocar pequeñas molestias en el entorno familiar comandado por su hijo George. Interrumpe con su locuacidad la presencia de jóvenes amigos de la hija, y también molesta cuando en uno de los salones, la esposa de este ofrece clases de bridge.

 

A este respecto, hay un rasgo que de forma muy sutil envuelve toda la película. Este no es otro que integrar su desarrollo dentro de las consecuencias que para la sociedad norteamericana urbana supuso la Gran Depresión. En este sentido, el film de McCarey resulta de una sorprendente originalidad en las formas, al tiempo que clarividente en esa mirada transversal a una colectividad traumatizada por una crisis económica de gran calado. Nunca mostrará en ellas ambientes miserabilistas, por el contrario, la práctica totalidad de la película se inserta en entornos acomodados e incluso lujosos. Sin embargo, en todo momento se tiene la sensación de que a los personajes de MAKE WAY… les pilló con el pie cambiado una circunstancia económica y social que tienen que sobrellevar de la mejor manera que pueden.

 

Ni que decir tiene que dicha situación, en la que el fantasma de las limitaciones económicas se encuentra siempre presente, será la que potencie el protagonismo del que bajo mi punto de vista supone el rasgo negativo más consustancial –y, por ello, más perdurable- del ser humano; el egoísmo. La situación a la que se enfrenta el veterano matrimonio Cooper, dejará bien a las claras las debilidades de todos los componentes de la familia. En este sentido, el planteamiento es tan devastador como paralelamente revestido de humanidad. McCarey en ningún momento carga las tintas. Antes al contrario, aquellas situaciones que podrían ser proclives a excesos melodramáticos, son resueltas de forma pasmosa por medio de elipsis, miradas o tamizando el dramatismo de las situaciones con una sutil introducción de elementos de comedia, una de las facetas que conforman la “receta mágica” del mundo personal del director norteamericano. Esa extraña combinación, es la que al tiempo que permite que la película discurra con aparente serenidad, dominada por la sucesión calmada de diversas secuencias separadas por sencillos fundidos en negro, poco a poco, en progresión creciente y de forma apabullante, se erija en un discurso realmente demoledor sobre la fugacidad de la existencia, la falsedad de la vigencia de la familia, y el egoísmo consustancial que el ser humano ha venido demostrando a la hora de mirar hacia atrás y otorgar el debido reconocimiento a los que nos llevaron hasta donde estamos. Una sensación que en todo momento McCarey mira con tanta sinceridad como distancia, ya que el desarrollo de su película nos vaticina, que será es algo que también nosotros viviremos si llega el instante de nuestra vejez, y que el egoísmo es algo extensible a todo ser humano –los ancianos protagonistas tampoco se libran, por activa o por pasiva, de esta definición-. De todos modos, no hay que llamarse a engaño; no era habitual encontrarse en el contexto del cine norteamericano y, más aún, en el mundo expresado por quien entonces estaba especializado en el terreno de la comedia screewall –ese mismo año, McCarey recibió el Oscar al mejor director, por su excelente y canónica THE AWFUL TRUTH (La picara puritana, 1937)-, con una película que a cualquier espectador podía sacarle los colores, y que en su aparente amabilidad llegaba muy lejos en la profundización de unas constantes universales de comportamiento, llegando a provocar una sensación de incomodidad, como en su propio devenir lo ofrecían esos clientes de las clases de bridge, que no saben donde mirar al soportar los comentarios de la anciana y pesada Lucy o, lo que es peor, conmoverse ante sus comentarios cuando su marido la llama por teléfono.

 

Esa sensación de mirar a las cosas por su frente, de lanzar un dardo en la diana del alma humana, es algo que el sensible realizador norteamericano logró antes y después de esta película en numerosas ocasiones –personalmente, situaría este como uno de los ocho grandes largometrajes suyos que recuerdo-, y bajo planteamientos argumentales en apariencia dispersos, pero unidos por esa misma profundidad revestida de ligereza. Sin embargo, quizá es cierto que la radicalidad que revisten los planteamientos de MAKE WAY… -pese a ser probablemente los más humanos de todo su cine-, son los que en su momento facilitaron el fracaso comercial del film –no me veo a mucho público ya afectado de alguna manera por la Gran Depresión, noqueado ante una película tan directa en sus pretensiones-, pero el paso de los años ha permitido una especial perdurabilidad a esta película, no solo como testimonio social de su época –un elemento que queda en muy segundo grado, pero que con el paso del tiempo emerge con fuerza- sino, fundamentalmente, como una de las visiones más directas que el cine ha formulado sobre la dureza que el mundo moderno y el progreso ha planteado de cara a la convivencia humana.

 

La película finalizará con la vivencia de esas cinco horas de felicidad, de ese matrimonio Cooper que finalmente se tendrán que separar, muy probablemente de forma definitiva ambos vivirán en los mejores rincones de New York los que quizá sean los últimos momentos de felicidad de su existencia, para lo cual una serie de ciudadanos ejercerán como improvisados vectores de esa íntima celebración, mientras sus hijos tendrán que quedarse esperando, al comprobar que sus padres no acuden a la cena –que se presumía tensa-, que les habían preparado antes de marcharse ambos –Lucy a un asilo, destino este del que no desea se entere jamás su marido-. Y el primer plano sostenido sobre ella, cuando se enfrenta sola a la soledad y, probablemente en su pensamiento más íntimo, a su extinción como ser humano, además de sublimar la extraordinaria composición de Beulah Bondi –que tenía cuarenta y nueve años en el momento de rodar la película-, quizá pueda situar entre los planos finales más conmovedores que ofreció el cine norteamericano en la fértil década de los años treinta.

 

Finalmente, una acotación. Se suele citar con bastante pertinencia MAKE WAY… a la hora de situarla como una referencia de cara al extraordinario film de Yasujiro Ozu TÔKYÔ MONOGATARI (Cuentos de Tokio, 1953). En algún caso incluso en el intento de superponer las calidades del film de McCarey sobre el de Ozu. No me sumo a esta aseveración; TÔKYÔ… me parece una de las cimas del cine mundial, aunque ello jamás pueda ir en detrimento de la sinceridad y hondura del título que comentamos, que se defiende por sí solo, y sin necesidad de comparaciones se erige como un título tan anticonvencional como excelente.

 

Calificación: 4

4 comentarios

santi -

una maravillosa pelicula, la mejor tal vez de leo mccarey

Feaito -

Nuevamente concuerdo en un cien por ciento con tu certera apreciación y evaluación de esta película magistral y conmovedora. Felicitaciones.

Víctor Arribas -

Parece mentira cómo puede uno suscribir hasta la última letra de un escrito sobre una película. Eso me ocurre con tu artículo sobre McCarey y este film. Como siempre, gracias por este lugar de gozo y de encuentro. Víctor.

David Breijo -

Film de belleza sentimental -en el mejor de los sentidos- y desgarradora. Alguna vez se ha citado como el preferido de John Ford y muy bien pudiera serlo. El personaje de la anciana madre recuerda atantas ancianas madres fordianas...