THE VAMPIRE BAT (1933, Frank R. Strayer) Sombras trágicas ¿Vampiros?
Creo que todavía no se ha realizado –al menos no tengo noticias de ello-, un estudio lo suficientemente amplio que aborde la producción del cine fantástico y de terror en la década de los años treinta dentro del ámbito Hollywoodiense. Sería una ocasión propicia para por un lado mantener en el olimpo una serie de títulos que siguen considerándose auténticos iconos en el género –KING-KONG (1933, Merian C. Cooper & Ernest B. Schoedsack), THE MOST DANGEROUS GAME (El malvado Zaroff, 1932. Ernest B. Schoedsack & Irving Pichel), FREAKS (La parad de los monstruos, 1932. Tod Browning), FRANKENSTEIN (El Doctor Frankenstein, 1931. James Whale), THE BRIDE OF FRANKENSTEIN (La novia de Frankenstein, 1935. James Whale), ISLAND OF LOST SOULS (La isla de las almas perdidas, 1932. Erle C. Kenton)-, mientras que quizá en otros se aprecie de manera más notoria el hecho de que fueran sobrevalorados en su momento –personalmente incluiría en dicha hipotética galería, títulos como el DRÁCULA (1931) de Tod Browning, entre otros ejemplos quizá de menor significación-. Sirva este preámbulo a la hora de comentar THE VAMPIRE BAT (Sombras trágicas ¿Vampiros?, 1933. Frank R. Strayer), que sin resultar un título especialmente memorable, sí sabe configurar un relato que en modo alguno desmerece del nivel medio asumido por las producciones de la Universal inscritas dentro de dicho género, aunque esta película surgiera como una astuta operación comercial para aprovechar el tirón iniciado por aquel estudio, por parte de la modestísima firma denominada Majestic Pictures. A partir de esa muy ajustada duración de poco más de una hora, retomando elementos ya reconocibles en el cine fantastique y de apogeo en aquellos años –la figura del mad doctor, el vampirismo, la obsesión por crear vida humana por parte de científicos...-, logra plantear un relato atractivo en su atmósfera, quizá cuestionable en cuanto se insertan matices humorísticos, pero que incluso sortea con relativa facilidad aquellos instantes en los que un cierto estatismo llega a tener acto de presencia. Lo hará, por supuesto, por la participar movilidad de una cámara que demuestra Strayer, insuflando de vivacidad un conjunto que, quizá en manos menos mentalizadas en el ritmo cinematográfico de sus imágenes, esta hubiera naufragado dentro de las aguas cenagosas de la mediocridad fílmica.
Por fortuna, nada de ello sucede en esta tan modesta como estimulante producción, destacable ya en sus primeros fotogramas -magníficamente montados-, que introducirán al espectador en el marco de la acción; el exterior nocturno de la localidad centroeuropea de Klienschloss. Lo primero que comprobaremos, ante la aterrada mirada de un lugareño, será la llegada de una manada de vampiros, de los cuales uno de ellos aparecerá emergiendo con una estremecedora sombra humana, sorteando la ventana de una vivienda. Será la mirada directa tendremos del estado de terror que viven todos los habitantes de la pequeña ciudad, noqueados por el constante asesinato de seres, a los cuales se les despoja de sangre, quedando en su yugular dos pequeños orificios presuntamente realizados por los colmillos de un ser monstruoso. Será esta una situación ya reiterada que los habitantes estarán decididos a insuflar de un carácter sobrenatural, aunque el joven inspector Karl Brettschneider (impecable en su juventud, Melvyn Douglas) en todo momento desconfiará de tales explicaciones sobrenaturales, buscando profundizar en la génesis de estos actos criminales, e intentando sobre todo controlar los estallidos de ira de la población, fácilmente manipulables y que con la misma facilidad podrían condenar al linchamiento a cualquier inocente mínimamente ligado a los hechos. Será algo que sufrirá en carne propia el atolondrado y extravagante, aunque en realidad amable e inofensivo Herman Gleib (Dwight Frye, en una de las más histriónicas y valiosas interpretaciones que ofreció en su carrera cinematográfica).
Los asesinatos se sucederán y la ira de la población no atenderá la necesaria labor de la justicia, utilizando a Herman como objeto de sus finalmente injustificadas iras –pocos años antes de que lo formulara Fritz Lang en la excelente FURY (Furia, 1936)-. Por su parte, el espectador poco a poco irá conociendo la realidad de esos horribles crímenes que no irán cesando, y que tiene como autor mental en el Dr. Otto von Niemann (Lionel Atwill, uno de los villanos más característicos del cine de terror de los primeros años treinta). Este, mediante sus dotes hipnóticas, controla la mente de su más fiel ayudante, llevando a cabo los asesinatos para lograr la sangre necesaria que sirva a sus propósitos de engendrar nueva vida a través de ella. No cabe duda que este elemento de guión se encuentra bastante pillado por los pelos pero, si más no, THE VAMPIRE BAT logra ofrecer un nada desdeñable atractivo en su combinación de relato de misterio y de terror y, lo que es más importante, articula con bastante eficacia aquellas secuencias en las que la presencia de los diálogos pueden manifestar cierto estatismo, con aquellas otras en las que se detectan interesantes ecos del cine silente. Es por ello que será en esos instantes en los que el simple montaje de pocos planos –bastante bien delimitados- logran mantener esa atmósfera siniestra e incluso bizarra que, unido a la presencia del ya mencionado Frye, logran que el film de Strayer adquiera una pequeña pero estimulante personalidad propia. Es así como pese a quedar delimitado como una producción subsidiaria –incluso imitando algunos de sus elementos- de los grandes éxitos que en aquellos años brindaba la Universal, lo cierto es que no desmerece del nivel medio de la misma, erigiéndose como una curiosa aportación al mundo del vampirismo, en la que personalmente me quedaría con un elemento especialmente curioso; la insólita disposición de las cortinillas en diagonal y con franjas en negro, quizá pretendiendo con ello envolver de una especial aura mortuoria, un relato en el que el fin de la vida y la recreación de la misma a través de la propia muerte, describe una curiosa parábola, quizá no plenamente conseguida en pantalla. En su defecto, justo es reconocer que me chirrió en su desarrollo lo patoso de sus elementos humorísticos, probablemente tomados –y de ahí puede que no sea ocasional la presencia en ambos títulos de Melvyn Douglas- del también chirriante y en este caso sobrevalorado THE OLD DARK HOUSE (El caserón de las sombras, 1932. James Whale). Se trata de una de las referencias -en este caso no de las más memorables- en este, con todo, curioso y poco conocido exponente fílmico de un periodo recordado del cine de terror norteamericano.
Calificación. 2’5
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jose -