BLACK ROBE (1991, Bruce Beresford) Manto negro
Prácticamente olvidado en nuestros días, pocos recuerdan que el australiano Bruce Beresford fue uno de los representantes del academicismo cinematográfico que se extendió durante la década de los ochenta, y que tuvo su punto más álgido de reconocimiento por parte del Hollywood de la época con DRIVING MISS DAISY (Paseando a Miss Daisy, 1989), oscarizada y tan amable como blanda adaptación del original escénico de Alfred Uhry. Sin temor a equivocarnos, podemos señalar que en esta película se encuentra la esencia de su cine; la de un cineasta blando y complaciente, inclinado hacia historias encaminadas en los buenos sentimientos, dotado para la presencia de producciones en las que predominen exteriores caracterizados por bellos paisajes… pero al mismo tiempo capaz desde su propia humildad como artesano consciente que siempre lo fue, de aportar un cierto grado de comprensión en torno a los personajes que poblaron sus films.
Punto por punto, todos estos elementos se dan cita en BLACK ROBE (Manto negro, 1991) esta muy poco conocida coproducción australiano canadiense, centrada en la azarosa odisea vivida por un sacerdote jesuita en el Québec –entonces aún territorio norteamericano- de la segunda mitad del siglo XVII. Se trata del joven Padre Laforque (el excelente y sensible actor canadiense Lothaire Bluteau), originario de los nuevos territorios franceses, decidido a abandonar la tribu en la que se encuentra instalado, colonizando a sus indígenas. En su lugar, iniciará un casi suicida viaje hacia peligrosos territorios de lo que más adelante se considerará el norte de Canadá, al encuentro con otras tribus caracterizadas por su brutalidad. Con ellos pretenderá el casi utópico deseo de trasladarles lo que considera la Verdad absoluta inmanente de su cristianismo, para lo cual contará con la ayuda del joven e inicialmente incondicional Daniel (Aden Young), así como algunos de los más destacados componentes de la tribu a la que han evangelizado, que no dejarán de mirar con cierto recelo a Laforque –al que denominarán “Manto negro”-, y en el que se encontrará la propia hija del jefe de dicha tribu, que muy pronto establecerá una abierta relación con el atractivo Daniel. Esta circunstancia supondrá uno de los puntos de inflexión en la progresiva decepción que el jesuita asumirá en su vocación espiritual; plasmada además en una secuencia magnífica, donde este contemplará a escondidas hacer el amor a los dos jóvenes, hecho que asumirá con indisimulado dolor expresado en lágrimas.
Siendo consecuente con los rasgos que de manera más o menos eficaz puso en práctica en el conjunto de su filmografía, Bruce Beresford acierta a la hora de procurar un cierto grado de intimismo en la descripción de sus principales personajes, que en esta ocasión se embarcan en una misión casi imposible, recorriendo para ello una serie de parajes vírgenes, dominados por lo escarpado y la dureza de su invernal calado, y en el que la presencia de las tribus indígenas superarán cualquier expectativa previa antes señalada en el momento de partir la misión. Todo ello será mostrado con un aceptable sentido del tempo narrativo, máxime tratándose de una película que apenas supera los noventa minutos de duración. En ese elemento concreto, es curioso señalar como ni aparece que su conjunto revista la sensación de una nimiedad “hinchada” ni, por el contrario, una propuesta densa a la que falte un mayor metraje para desarrollar sus contenidos. Es este, sin duda, uno de los elementos más positivos desplegados por Beresford, quien sin embargo no cederá a la tentación de insertar en el recorrido asumido por Laforque, una serie de breves flash-backs que nos muestren el proceso que configuró su fe y, sobre todo, su decisión de convertirse en misionero, abandonando su condición de componente de una acomodada familia. Se trata a mi modo de ver de un recurso innecesario, si asumimos la premisa que lo que en realidad interesa al espectador es esa apuesta casi sobrehumana de un joven en defensa de su fe. Una sólida base que poco a poco verá desmoronarse, al comprobar que seres a los que considera inferiores y necesitados de la misma, en realidad poseen la suya propia, revestida de otros matices, quizá más escorados a elementos míticos, pero al mismo tiempo quizá caracterizados por una superior autenticidad en su planteamiento –entendida esta por la ausencia de dogmas de escasa credibilidad, como los planteados por la Iglesia de la época, y la actual-.
BLACK ROBE no olvida en su peripecia humana de mostrar los crecientes recelos de los compañeros de la odisea del jesuita, que llegarán a desembocar en el abandono del mismo, o el punto de inflexión que tendrá lugar cuando todos ellos se reencuentren con una sangrienta tribu de indígenas –por momentos, su desarrollo me recordó el de AGUIRRE DER ZORN GOTTES (Aguirre, la cólera de Dios, 1972. Werner Herzog)-, iniciando un episodio caracterizado al mismo tiempo por su crueldad y contención –Laforgue sufrirá la amputación de un dedo, y uno de las pequeñas acompañantes será degollada viva-. Pese a ser los supervivientes atados, reducidos y prestos a un inminente sacrificio, lograrán escapar hasta diseminarse el cuarteto superviviente. Por un lado el protagonista de la odisea llegará hasta el lugar deseado, en donde una epidemia convertirá el poblado casi en un lugar fantasmagórico. Por otro, Daniel y su joven amada indígena vivirán una nueva e incierta vida juntos, mientras que el padre de esta, decidirá cumplir lo que le anunciaban unos sueños de extraña interpretación, hasta llegar a un recinto convertido en isla con la subida de la marea, donde esperará la llegada de la muerte, representada en una extraña y fascinante figura femenina. Todo ello, en una historia en la que pasadas dos décadas desde que fuera realizada, conserva un determinado grado de clasicismo –por momentos escorada a cierto grado de esteticismo- que permite la perdurabilidad de su resultado –bastante por encima de la manierista, sobrevalorada y posterior THE LAST OF THE MOHICANS (El último mohicano, 1992. Michael Mann)-, al tiempo que, como en toda película de su realizador, se eche de menos una mayor dosis de arrojo. Esa capacidad que Beresford nunca pudo alcanzar para sobrepasar la barrera de lo estimable y apreciable, y convertir ninguno de sus títulos –al menos los que he tenido oportunidad de visionar-, en resultados con notable interés. Pese a dicha limitación, y dado además su escasa repercusión, no cabe duda que nos encontramos con una película que en su propia humildad, y en esa sensación de fatalismo que propician los rótulos finales que revelan la inutilidad del sacrificio de Laforque –en uno de los flash-backs, su madre le aventurará que ya no lo contemplará más con vida-, atesora más interés que otros productos caracterizados por una inmerecida buena acogida.
Calificación: 2’5
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Luis Tovar -