THE LOVED ONE (1965, Tony Richardson) Los seres queridos
Recuerdo que hace años, un amigo también aficionado al cine contempló THE LOVED ONE (Los seres queridos, 1965) por recomendación mía. Tras verla, me señaló entusiasmado que la consideraba una película irrepetible. Era quizá una señal sintomática del reconocimiento que el título firmado por Tony Richardson quizá gozara en una hipotética reposición. Algo que en su momento se le negó, y que ha permitido granjearle desde hace bastante tiempo la condición de cult movie, sobre todo entre un cierto sector de aficionados norteamericanos. Pese a esa corriente minoritaria, es norma generalizada tratar esta película con desdén o calificarla como fallida, máxime cuando la cotización del realizador inglés fue descendiendo, tras ese “instante de gloria” que supuso el éxito de TOM JONES y su Oscar al mejor director en 1963.
Pero la fuerza de THE LOVED ONE es casi contagiosa. Todavía recuerdo mi primer contacto con la película en marzo de 1979 dentro de las emisiones cinematográficas del programa “La Clave”. El tema tratado era el negocio de la muerte, y nada mejor para ello que recurrir a la proyección de esta adaptación de la novela de Evelyn Waugh. En aquel momento –contaba entonces con trece años de edad-, la película me divirtió pero, sobre todo, el deliberado esteticismo de sus imágenes y lo vitriólico de varias de sus propuestas, quedaron en mi memoria cinéfila hasta convertirla en un título de cabecera entre mis preferencias. Y es que ante el film de Richardson podrán cuestionarse algunos de sus elementos –más adelante entraremos sobre ellos-, pero es innegable señalar que partiendo de numerosos referentes socioculturales de aquel periodo, conforma un resultado de asombrosa efectividad. Cuando ha transcurrido medio siglo desde su realización, creo que su conjunto emerge como la sátira más cruel, punzante, divertida y demoledora que jamás se ha realizado sobre un sector de la sociedad norteamericana. Una visión definida en una bonanza económica, tendencias consumistas, y la plasmación de un mal gusto congénito incluso a la hora de dejar huella en los momentos finales de su existencia. Para trasladar satíricamente todos estos frentes, el realizador inglés tuvo la interesante idea de proporcionar a la película una textura visual basada en la excepcional fotografía en blanco y negro de Haskell Wexler –al mismo tiempo ejerciendo como coproductor-, que se erige como auténtico foco de atracción en sus resultados. Una producción que desde el propio rodaje tuvo que asumir numerosos problemas –fundamentalmente de índole económica- en la productora Metro Goldwyn Mayer. Ello repercutió tanto en la elección del actor protagonista como en múltiples discrepancias que incluso motivaron que el estudio se desentendiera de su resultado final. Tras la conclusión del rodaje llegaría la revulsiva incomodidad que siempre han proporcionado sus imágenes, y que le llevaron al repudio por parte de la delegación americana presente en el Festival de Cine de Mar del Plata de 1966, donde la película fue elegida para representar a Estados Unidos.
Lo cierto es que pese a una aparente acogida inicial entusiasta de parte de la crítica francesa, su andadura constituyó un notable fracaso. En España solo se exhibió pocos años después al amparo de las entrañables salas de “arte y ensayo” –con algunos cortes de censura-, discurriendo posteriormente en una condición de malditismo que actualmente aún sobrelleva, acentuado por la posterior devaluación en la andadura de su director –algo que estimo una enorme injusticia para uno de los más valiosos exponentes que aportó el cine británico en los años 60-. Sin embargo y contra ese telón de olvido que parece ceñirse, desde hace algunos años ha adquirido una cierta revalorización en USA, y su deseada edición digital permitió redescubrir al público –hasta entonces, eran conocidas las altas cifras que se pagaban por sus copias en VHS-, un título tan insólito como representativo del periodo en que fue rodado, tan punzante como demoledor, y tan turbador a través de sus fotogramas, como en pocas ocasiones tuvo ocasión de asumir la comedia cinematográfica. Contemplar THE LOVED ONE en la actualidad supone evocar irónicamente entremezcladas diferentes tendencias del cine de su tiempo. Pero es precisamente esa distancia la que ha proporcionado un alcance especial a un conjunto que –como señalaba con acierto la desparecida crítica estadounidense Pauline Kael- a priori estaba condenado a un desastroso resultado. Sin embargo, y contra todo pronóstico, alcanza en su estructura coral una extrema coherencia a través de las subtramas que pueblan su metraje, permitiendo la participación de un espectacular reparto de estrellas cinematográficas, en algunos casos con papeles episódicos pero siempre divertidos.
Convendría señalar algo de antemano; aunque la impronta de Richardson es innegable en la película, el cómputo de sus cualidades procede del conjunto de una acertada labor en equipo. Algo que parte de la propia novela original; un estupendo material para extraer una aguda sátira cuyo nudo argumental respeta su traslación a la pantalla. Al parecer, Luis Buñuel estuvo tentado en adaptarla y es indudable que con ella hubiera logrado un buen resultado, máxime partiendo de un referente que se acercaba bastante al mundo temático del cineasta aragonés. Sin embargo, dudo que superara el que ofrecen las imágenes del título que comentamos, y es un elemento esencial en la personalidad de su conjunto la presencia como guionistas de dos personalidades tan singulares como Terry Southern y Christopher Isherwood. Caracterizado el primero por propuestas de extraño sentido satírico –por otro lado pocas veces bien aprovechadas para la pantalla-, y profundo conocedor de las comunidades extranjeras establecidas en California el segundo, creo que en su confluencia lograron proporcionar el debido carácter a su resultado. La aportación como operador de fotografía de Wexler fue asimismo fundamental, brindando una diversidad de texturas que tienen su más alto grado de fascinación en todas las secuencias desarrolladas en el entorno de Whispering Glades, alcanzando un sobrecargado y macabro esteticismo visual pocas veces igualado en la pantalla.
THE LOVED ONE narra la aventura que emprende un joven avispado inglés, falso poeta –Dennis Barlow (Robert Morse, el mejor y más efímero actor cómico surgido en la década de los 60 en el cine y la escena norteamericana)- a raíz del inesperado premio que recibe en un concurso. Decide acudir a Los Angeles y de paso visitar a su tío -Sir Francis Hinsley (John Gielgud)-, veterano y amanerado director artístico de los estudios Megalopolitan. Barlow se queda a vivir en la decadente y descuidada mansión de Hinsley mientras ocupa efímeros y poco afortunados empleos para ir subsistiendo. Entretanto, los estudios deciden aplicar una reestructuración de personal, despidiendo entre otros a Sir Francis quien, incapaz de asumir el hecho, se suicida ahorcándose ante la agrietada piscina de su casa. Su sobrino se hará cargo de los funerales, aconsejado por el pomposo representante de la colonia inglesa en Hollywood -Sir Ambrose Ambercrombie (Robert Morley)-, que le lleva hasta los sobrecargados y fatuos Whispering Glades, donde se le brindará la amplísima gama de posibilidades para sus ritos funerarios. Las instalaciones están regidas por el reverendo Wilbur Glenworthy (Jonathan Winters), un negociante e histriónico mujeriego siempre rodeado de atractivas y enlutadas secretarias. Barlow pronto quedará prendado de la inocencia e ingenuidad de la maquilladora Aimee Thanatogenous (Anjanette Comer), una joven insegura tras su aparente sofisticación, que esconde su vacío existencial escribiendo a falsos “gurús” periodísticos o tomando su fúnebre oficio como una forma de vida. Dennis flirtea con ella mientras trabaja en una poco recomendable funeraria de animales que regenta el hermano del reverendo por indicación de este, propietario secreto del negocio. Aimee es galanteada al mismo tiempo por el amanerado mr. Joyboy (Rod Steiger), el embalsamador que le hace dudar sobre cual de los dos ha de ser el propietario de sus sentimientos. En un consejo de empresa, el reverendo expone la necesidad de obtener unos mayores rendimientos de las instalaciones de Whispering Glades, proponiendo la exhumación de los cadáveres allí enterrados y creando en sus terrenos una residencia de ancianos del máximo nivel. La idea escandaliza a los consejeros, aunque será la casualidad la que permita encontrar una solución a la forma de desentenderse de los “seres queridos” que pueblan el lujoso cementerio, y llevarlos a “la órbita de la gracia eterna”, lo cual equivale a trasladarlos al espacio mediante cohetes; una “sugerencia” que será iniciada con el envío del cadáver de un astronauta denominado “El Condor”. Paralelamente y de forma casual, Aimee va descubriendo la falsedad de la condición de poeta de Barlow, así como su oculta y para ella poco digna ocupación laboral. Será el inicio del desmoronamiento del frágil mundo que se había formado; Joyboy tiene una madre de extrema obesidad que se pasa el día comiendo mientras contempla sin pausa desde su cama anuncios televisivos; su gurú le dice -harto de sus constantes escritos- que se tire por la ventana, y por último descubre todas las facetas ocultas de su mitificado reverendo. Con la afectación que siempre le caracterizó, Aimee se suicida y, por intercesión de Dennis es introducida de forma clandestina dentro del cohete que en teoría debería llevar al espacio el cuerpo de “El Condor”. Enmarcado en una mirada llena de cinismo, Barlow regresará a Inglaterra después de contemplar por televisión la ceremonia orquestada por Glenworthy para ascender al espacio el cadáver del célebre astronauta, que en realidad contiene el cuerpo de Aimee.
Como se puede detectar, nos encontramos ante una sátira de enormes proporciones. La estructura coral predominante que antes señalaba, es la que permite la presencia de múltiples personajes y situaciones, entrelazadas en un conjunto que brinda una mirada demoledora y disolvente al mal gusto norteamericano, a la consustancial hipocresía de su sociedad, a la propia imitación –devaluada- de costumbres procedentes tanto de la vieja Europa como de entornos exóticos, al consumismo desaforado, al latente antisemitismo aún vigente en la California de los años 60, la nefasta influencia de la televisión, los intereses especulativos o, incluso el desmonte del cine de estudios, aquí representado por los denominados Megalopolitan, que en un momento determinado despiden a su veterano personal e introducen en ellos a técnicos, ejecutivos y ociosos familiares del propietario de la firma. Se puede decir que el film de Richardson no deja “títere con cabeza”, pero lo admirable del empeño estriba en haber logrado estar a la altura de las intenciones, al tiempo que ofrecer un producto del que se puede disfrutar en cada una de sus situaciones, sus secuencias o sus más episódicos personajes ¿Se podría concebir secuencia más hilarante que la que protagoniza el impagable Liberace ofreciendo la amplia gama de ataúdes y complementos para la tumba de Hinsley? ¿Puede ofrecerse el retrato de una joven aparentemente sofisticada y en el fondo alienada de forma más precisa que el que encarna a la perfección la posteriormente olvidada Anjanette Comer –desde su propio nombre, el falso recato de su comportamiento represivo, o la imborrable imagen en su descuidado apartamento lleno de objetos kitsch: “me gusta estar rodeada de objetos delicados y bellos”, comenta a Dennis, que está apuntalado en un barranco con claro riesgo de desprendimiento?-. Todo responde al mismo criterio; ofrecer un barniz satírico a diferentes personajes tan aparentemente iconoclastas como certeramente representativos de una sociedad más o menos opulenta, generalmente sin inquietud cultural alguna, ahogados en el consumismo, plasmando bajo los ropajes de una comedia negra la crisis de un modelo de sociedad que décadas después retomarán con un barniz dramático realizadores como Robert Altman o Paul Thomas Anderson. En sus fotogramas, aparecen por todos lados azafatas “caucásicas” con una permanente y falsa sonrisa en sus labios. Son quizá el modelo de aparente corrección exportado por una cultura superficial, y que ya al inicio nos explicarán en la secuencia pregenérico del vuelo los orígenes de la denominación de Los Angeles, más adelante servirá –en Whispering Glades- para rechazar que un cliente judío pueda solicitar los servicios de la macrofuneraria y ser en el futuro uno de sus “seres queridos” –eso sí, con sonrisa afectada- o incluso para elípticamente anunciar al veterano Hinsley que ha sido “relevado” de sus servicios, tras más de treinta años trabajando para los estudios. También, por supuesto, ejercer de enlutadas escoltas al venerable reverendo o, finalmente, servir como reclamo a los oficiales del ejército emergiendo de una auténtica invasión de ataúdes.
Considero THE LOVED ONE una propuesta inagotable y casi única que recoge con verdadera inspiración numerosas tendencias cinematográficas presentes en el cine del periodo que fue realizada. Resulta obligado señalar que su propia configuración recuerda en ocasiones al previo DR. STRANGELOVE OR: HOW I LEARNED TO STOP WORRYNG AND LOVE THE BOMB (¿Teléfono Rojo? Volamos hacia Moscú, 1964. Stanley Kubrick). No olvidemos la participación en ambos títulos de Terry Southern, y esa impronta se hace ver en el de Richardson –bien que lo considero bastante superior al por otro lado espléndido film de Kubrick-. Pero al mismo tiempo algunas de sus imágenes nos permiten evocar L’ANNÉE DERNIÈRE À MARIEMBAD (El año pasado en Mariembad, 1961. Alain Resnauis) –el interior de la sede de la lujosa funeraria.-, y otras nos llevan incluso al cine de Cassavetes –la planificación nerviosa de las secuencias en las que estalla el conflicto final de Aimée-. Como ya venía realizando en su previa TOM JONES, Richardson combinará secuencias de planificación clásica con otras más “datadas” visualmente, que pienso sin embargo se integran a la perfección en ese conjunto que retrata satíricamente una sociedad y un modo de vida caóticos. El británico lo logra con verdadera inspiración, montando el final de algunas de las secuencias con el inicio del diálogo de la siguiente –elemento recurrente en el moderno cine europeo-. Aunque al parecer algunos personajes y situaciones episódicas quedaron eliminados en el montaje final, lo cierto es que el conjunto revela que su vigencia sigue no solo inalterable, sino que con el paso de los años demuestra que ha logrado sobrepasar la barrera del tiempo a través de la notable clarividencia de su alcance satírico, dejando atrás coyunturas formales y temáticas ¿O es que el posterior devenir del modo de vida norteamericano ha convertido en real lo que entonces parecía una pura distorsión cinematográfica?
Antes señalaba diversos de los elementos que contribuyen al resultado final, y uno lo ofrece la inspirada partitura que John Addison –habitual colaborador de Richardson-. Addison compondrá algunos temas enormemente descriptivos e incluso irresistibles –entre los que destacaremos los dedicados al reverendo, con sones de lúgubre música religiosa, o el alcance evocador del que acompaña la trayectoria de Francis Hinsley-. No cabe omitir la confluencia de un reparto plagado de estrellas que proporcionó un carácter especial al conjunto, al tiempo que revela el enrome prestigio del que gozaba entonces su director –el éxito de su anterior película estaba reciente-. Entre ellos resulta difícil destacar alguno, puesto que se contraponen los estilos de interpretación, favoreciendo la comicidad de la mirada global. Sin embargo, cabría remarcar el tour de force ofrecido por Johnathan Winters en su doble papel, la trasnochada sensibilidad de Anjanette Comer, la anacrónica personalidad que transmite John Gielgud a su personaje del esteta Francis Hinsley –en el que podemos encontrar ecos cercanos en referentes como James Whale y tantos profesionales de sensibilidad refinada que quedaron arrinconados en un momento dado por el entorno de Hollywood-, el deliberado exceso caricaturesco de un sorprendente Rod Steiger, o el impecable y arrogante aire británico de Robert Morley. Todos ellos, aún en sus más episódicos personajes logran aportar matices de ironía al conjunto, con especial mención al ya señalado Liberace, al duelo del matrimonio adinerado que encarnan Milton Berle –legendaria estrella televisiva- y Margaret Leighton, o incluso la impagable presencia de Tab Hunter como guía en Whispering Glades. De todos es sabido, que a partir de IT’S A MAD MAD MAD MAD WORLD (El mundo está loco, loco, 1963. Stanley Kramer) fue algo recurrente en la comedia USA contar con un reparto multiestelar –Winters y Berle aparecían en aquel film-. Sin embargo, es probable que fuera en el título que nos ocupa, donde este rasgo tan generalmente caprichoso alcanzara tanta eficacia. En la confluencia de todos estos elementos, y pese a las poco adecuadas circunstancias de producción ya señaladas, es innegable que Tony Richardson puso en práctica la experiencia cinematográfica que le había permitido títulos de indudable relieve –LOOK BACK IN ANGER (Mirando hacia atrás con ira, 1958), THE ENTERTAINER (El animador, 1960), A TASTE OF HONEY (Un sabor a miel, 1961), el excelente THE LONELINESS OF THE LONG DISTANCE RUNNER (La soledad del corredor de fondo, 1962), y TOM JONES (1963)-. De todos ellos retomó su capacidad descriptiva y de crítica mordaz, una soltura formal acorde con las nuevas olas del momento, y su ya probada destreza en la dirección de actores. Fruto de este contexto se plantea al británico la adaptación cinematográfica de la novela de Waugh, trasladando buena parte de los elementos que permitieron que TOM JONES fuera un triunfo internacional. Con estos referentes, Richardson se inclinó por mantener ese alcance satírico ya experimentado con éxito, y ponerlo al servicio de la visión de un entorno y modo de vida en el que –así se intuye a través de sus imágenes- no debía sentirse muy cómodo. Y desde esa mirada a una serie de ritos, costumbres y comportamientos hipócritas, es donde la carga disolvente de THE LOVED ONE alcanza sus niveles más transgresores, expresada además a través de una galería de personajes a cual más mezquino –curiosamente, los dos únicos que escapan a dicha condición, se suicidarán en el devenir de la historia-.
Es así como la película –que parece bañada de terciopelo y untada con veneno letal-, describe momentos dignos de figurar en las mejores páginas de la comedia cinematográfica de los sesenta. Entre ellos destacaremos todos los episodios que se suceden en las ampulosas dependencias de Whispering Glades; el recargamiento kitsch con que son presentados sus jardines, poblados por imitaciones de célebres estatuas de iconografía religiosa o helénica. Pero en su rededor destacaremos de nuevo el cinismo que Robert Morse aplica a su personaje protagonista, la celeridad con la que un sacerdote pasa de una boda a un sepelio –me recordó una secuencia similar de nuestra previa EL VERDUGO (1963, Luis García Berlanga)- o el grotesco personaje de la madre de Joyboy, quien finalmente quedará embutida entre los contenidos de la nevera que se le cae encima… Toda una incansable sucesión de subtramas, gags y pequeños episodios que no impiden destacar un instante melancólico como el más hermoso de la película; tras la despedida de Hinsley del estudio, este sale por el pasillo y el sonido de su tema musical aumenta. Emocionado –maravilloso Gielgud-, contempla por última vez las instalaciones donde ha desarrollado su andadura creativa. Richardson no inserta el habitual contraplano y le vemos marcharse en su pequeño coche, cargado con ese horrible cuadro que según él “ha iniciado un periodo nuevo en mi obra”. Una secuencia bastante similar a la de la despedida de Albert Finney de sus sirvientes en TOM JONES, y que en este caso adelanta al espectador la certeza de que el personaje no tiene ya nada que hacer en el mundo. Un instante hermoso y sensible, que constituye una pequeña isla en el conjunto satírico que propone la que, para mi gusto, una de las más grandes comedias de la Historia del Cine y, por supuesto, la obra más rotunda de su realizador.
Calificación: 5
3 comentarios
norberto -
Luis Tovar -
Pepe -