LA NOCHE Y EL ALBA (1958, José Mª Forqué)
Octavo largometraje dentro de la dilatada filmografía del zaragozano José Mª Forqué, LA NOCHE Y EL ALBA (1958) se sitúa en un ámbito de la misma dominado por un reiterado intento de plasmar en su cine inquietudes sociales, aún alejado de su quizá jamás buscada y por lo general exitosa especialización con la comedia -lo que no le impidió retornar en ocasiones a planteamientos dramáticos-. Al mismo tiempo, aparece como un claro exponente de la imposibilidad que la presencia de la censura podía ofrecer al cine de la época, para permitir expresar temas considerados tabú dentro del férreo franquismo, como en esta ocasión la posibilidad de reconciliación de los bandos enfrentados tras la guerra civil. Para ello precisó de la base dramática del dramaturgo Alfonso Sastre -en la segunda de sus tres colaboraciones juntos- quien adaptó una historia de Alfonso Paso y Mariano Ozores, poco antes de que la exitosa andadura como comediógrafos de ambos, el segundo, únicamente ligada al cine-, les hiciera abandonar cualquier inquietud dramática en su prolífica producción. Es por ello que dicha premisa aparecerá casi oculta, o solo presente de manera muy limitada al final del metraje e introducida casi con calzador, en este artificioso drama psicológico, que precisamente por lo abrupto de sus giros casi en ningún momento permite al espectador atenerse a las verdades intenciones de su enunciado dramático. En definitiva, nos encontramos ante una muestra muy practicada aquellos años, con muchísima mayor libertad argumental y por supuesto mayor pericia cinematográfica, en el cine inglés.
LA NOCHE Y EL ALBA se inicia con el primer plano de una máquina de escribir en pleno funcionamiento, en lo que al final de la película conoceremos se trata de la plasmación de una declaración policial. El relato se abre con cierto atractivo al presentarnos a uno de sus protagonistas, el joven fotógrafo de prensa Pedro Fernández (Paco Rabal), en una secuencia nocturna delante de un escaparate, donde comprará una pecera con su correspondiente pez dentro, con la intención de obsequiar a Amparo (Rosita Arenas), una joven modelo de moda con la que mantiene una relación más que tormentosa, y con la que de nuevo mantendrá una ruidosa discusión. De manera paralela se nos presentará al otro vértice del relato, Carlos (Antonio Vilar), un reconocido operario de una factoría sidelúrgica, al que se anuncia la responsabilidad de una nueva factoría destinada a fabricar material de guerra, y que se encuentra casado con Marta (Zully Moreno), sobrellevando ambos un matrimonio dominado por la crisis. Esa misma noche, viéndose este solo por parte de su esposa y de su más fiel amigo, Carlos se refugiará en un club donde conocerá a Amparo, que al mismo tiempo se encuentra huyendo del acoso de Pedro, entablándose entre ambos una cierta complicidad que llevará a esta a invitarlo a su apartamento. No será más que el principio de sus desdichas, al producirse la muerte de Amparo de manera involuntaria tras un susto propiciado por su amante al encontrarlo asomado a la ventana. Carlos huirá aterrado, pensando que esta trágica circunstancia pondría fin a su prosperidad laboral, aunque muy pronto Pedro, conocedor de lo que realmente sucedió allí, buscará reunirse con él, al objeto de implorarle que testifique en su favor, ya que conoce las verdaderas circunstancias de lo sucedido. Este se negará a poner en peligro de estatus, aunque no tendrá más remedio que relatarle a su esposa lo sucedido, la cual acusará con fuerza el intento de infidelidad de su esposo y, en última instancia, la falsedad en la que se estaba basando su matrimonio.
A partir de estas premisas, el posterior devenir de LA NOCHE Y EL ALBA se dirimirá en la creciente presión ejercida por la investigación en busca del fotógrafo, al que la prensa anunciará como el autor de la muerte de Amparo, y el reiterado ruego de este a Carlos para que acceda a testificar y contar la verdad. Pero al mismo tiempo, Marta sentirá en su interior la rabia contra Amparo, capaz de haber alterado la falsa estabilidad de la pareja, y poco a poco advertirá una cierta empatía hacia Pedro, hasta el punto de ir empujando a su marido para que acceda a relatar la verdad a la policía, contando en todo momento con la negativa de este. Dominada en todo momento por la sombría atmósfera que le imprime la contrastada iluminación en blanco y negro de Cecilio Paniagua, la película de Forqué oscila entre la desesperanza y el artificio. La ambición y la limitación en los objetivos logrados. En su haber la capacidad para describir ambientes y situaciones, dentro de un relato en el que predominarán las secuencias nocturnas. O cierta destreza por parte de su director en el manejo de la grúa. Todo ello servirá como marco para describir esta triste historia de soledades compartidas, en la que bien sea por la imposibilidad de describir esa historia de enfrentamiento de esos dos hombres a los que el destino ha unido y enfrentado al mismo tiempo, o bien por la incapacidad de Forqué de dotar de densidad a su argumento, deviene un conjunto pretencioso e incapaz de transmitir al espectador la angustia de sus tres protagonistas. Y es que si bien Rabal lograr proporcionar una enorme humanidad a su rol de fotógrafo angustiado por su pasado -ha estado en la cárcel con anterioridad- y, sobre todo, por las perspectivas de futuro que se le vislumbran, lo cierto es que encontraremos envarado a Antonio Vilar, y serán evidentes las carencias dramáticas de Zully Moreno. En sus imágenes descubriremos a un desubicado Manuel Alexandre, quien encarnará al ayudante de Carlos casi deseando consolidar su pericia como comediante, y veremos de manera fugaz a un José Luís López Vázquez como fotógrafo rival de Pedro, que casi nos aparece como preludio de su posterior Gabino Quintanilla de PLÁCIDO (1961, Luís García Berlanga).
La tendencia del film de Forqué hacia el artificio dramático, la ejemplifica a la perfección esa secuencia en la que una contrariada Marta podrá visitar el sellado apartamento de Amparo, donde sentirá con rabia el hecho de que la fallecida pudiera acercarse a su marido. Un episodio que podría acercarnos al LAURA (Laura, 1944) de Preminger o al muy cercano VERTIGO (De entre los muertos, 1958) de Hitchcock, pero que, y tal como es plasmada en la pantalla, por momento llega a rozar el ridículo. No seamos, de todos modos, demasiado crueles con esta discreta película, y destaquemos la inesperada sinceridad -e incluso plasticidad- que desprenderá su conclusión o, por encima del conjunto de la película, la secuencia que describe el encuentro entre la esposa y el escondido fotógrafo en la terraza de una finca donde este se encuentra confinado. Allí ambos reflejarán en quien tienen enfrente la frustración de sus vidas, ejerciendo aquel entorno al aire libre, rodeado de alambres que parecen separarlos en todo momento, como inesperada catarsis para dos seres que se encuentran en esos instantes acompañados en su insatisfacción.
Calificación: 1’5
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